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Vol. 23. Núm. 2.
Páginas 152-158 (Febrero 2004)
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El boticario Homais
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Juan Esteva de Sagreraa
a Facultad de Farmacia. Universidad de Barcelona.
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Catedral de Rouen, de Camille Pissarro.
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Madame Bovary o la irresistible ascención de un farmacéutico rural

La obra cumbre de Flaubert, Madame Bovary, gira en torno a tres personajes: Emma, romántica, soñadora e insatisfecha; su marido Charles, bondadoso, conformista y resignado, y el farmacéutico Homais, anticlerical, progresista y arribista, que es el gran vencedor de la novela. En él vertió Flaubert su rencor y su fascinación por la burguesía, y su retrato es tan certero que Homais se ha convertido en uno de los farmacéuticos más famosos del siglo xix.

Flaubert eligió al boticario Homais como prototipo del burgués pseudocientífico y trabajó con tanto acierto su personaje que casi lo convirtió en el protagonista de Madame Bovary, que es el retrato de una mujer insatisfecha pero también la disección y despiece de una clase social, la burguesía francesa de provincias.

Un ajuste de cuentas

Hay muchas lecturas posibles de Madame Bovary, el único éxito de Flaubert: el retrato psicológico de la insatisfacción de una mujer, confinada en el ámbito doméstico y que se evade a través de la exaltación amorosa; la sátira de las formas de vida burguesa; una obra a la vez misógina y misántropa, en la que Flaubert evidencia su desprecio por el hombre y su menosprecio hacia la mujer; una burla de la vida provinciana, asfixiante y rutinaria. Éstas son algunas de las lecturas posibles, pero queda todavía otra, que posiblemente sea la más certera: Madame Bovary como un ajuste de cuentas entre Flaubert y sus enemigos: la burguesía en particular y Francia en general, toda una forma de vida que tiene sus orígenes en cuanto Flaubert despreciaba: la religión, las conveniencias, la mojigatería, la ilustración entendida como elogio de las masas, el progresismo. Todo esto repugnaba a Flaubert y sus tres principales novelas (Madame Bovary, La educación sentimental y Bouvard y Pécuchet) son tres andanadas contra una burguesía que le irritaba hasta la náusea.

El final de La educación sentimental es un ejemplo del desprecio que Flaubert experimentaba hacia su clase, desdén que extendía también a los trabajadores, como se evidencia en unas páginas memorables de la novela, en las que ridiculiza las opiniones de los revolucionarios utilizando para ello datos extraídos de los periódicos de su época. En las últimas páginas de La educación sentimental, el protagonista declara que el momento más dichoso de su vida fue el encuentro fugaz con una prostituta, lo que constituye un brutal corolario para un texto dedicado a la educación sentimental del protagonista en el marco político de la Revolución de 1848. Con ese exabrupto, Flaubert lanzaba un escupitajo al amor burgués. Su héroe confiesa que la relación efímera con una prostituta fue más gratificante que el amor platónico y que el amor sentimental. Esa frase era un ajuste de cuentas, como lo es Madame Bovary, una descarnada y fría disección de una sociedad que para Flaubert estaba muerta: la burguesía francesa. En su novela no queda títere con cabeza y la única persona noble, el fiel esposo Charles, es descrito como un pobre hombre, un pusilánime, mientras triunfan la ambición y el egoísmo de los comerciantes, como Lhereux y el boticario Homais.

Un autor invisible

Una de las paradojas de Madame Bovary es que su protagonista no aparece hasta bien avanzada la novela y que fallece antes de que la obra finalice. Las primeras páginas están dedicadas a relatar la vida anodina de Charles: su etapa escolar y sus estudios de medicina, su matrimonio por conveniencia, la viudez, su mediocridad profesional. Luego aparece Emma y Flaubert disecciona las diferentes fases del amor burgués: la satisfacción del marido, el aburrimiento de la mujer, su refugio en un ambiente mundano, los gastos excesivos y los sucesivos amantes, los ataques nerviosos, la ruina económica, la indiferencia de sus amantes y el suicidio. Muerta Emma, la novela prosigue con la apoteosis de Homais, que consigue lo que con tanto ahínco buscaba: la Legión de Honor.

Acaso Emma no es la protagonista de la novela, sino la excusa para estructurar la narración en torno al verdadero protagonista: el mundo burgués, la asfixia en que malviven los hombres y las mujeres por culpa de las buenas costumbres. Para dinamitar ese mundo que abominaba, para desnudarlo por completo y dejarlo sin defensa posible, Flaubert optó por la frialdad, la concisión, la palabra justa, la frase minuciosamente estudiada.

Flaubert se oculta y deja que hablen sus títeres, los personajes de los que se sirve para su peculiar tiro al blanco. Una estrategia literaria que tendrá un ilustre seguidor en Nabokov, otro maestro en desaparecer tras unos personajes que son poco más que marionetas, y de los que el gran escritor ruso ha dejado un muestrario insuperable: Humbert Humbert, Pnin, Kimbote, Albinus. Nada mejor que desaparecer tras los personajes para que éstos pierdan toda posibilidad de salvación, para que se desplomen abatidos por sus palabras y acciones.

Un farmacéutico para la posteridad

Homais es un farmacéutico radical, anticlerical, amante del progreso, convencido de que la ciencia está destinada a mejorar la sociedad, partidario de que la industria transforme las relaciones sociales. Flaubert lo elige, como más tarde a los anodinos Bouvard y Pécuchet, para demostrar su tesis favorita: si estúpidos son los conservadores, todavía más necios son los progresistas.

La botica de Homais es el establecimiento más importante de Yonville-l'Abbaye. De noche, el quinqué permanece encendido y los globos rojos y verdes que adornan el frontispicio reflejan dos haces de luz sobre el suelo e iluminan la figura del farmacéutico. En letras de oro está grabada la inscripción «Homais, farmacéutico», y en el centro se lee «Homais» estampado con letras de oro sobre fondo negro. Éste es el escenario donde el boticario ejerce su profesión y donde practica el intrusismo médico infringiendo el artículo 1º de la Ley del 19 Ventoso del año XI, que prohibía el ejercicio de la medicina a quienes careciesen del correspondiente título. Es allí donde Homais dicta su magisterio y se muestra partidario de sangrar a los curas una vez al mes para evitarles tentaciones y debilitarles. Esta propuesta escandaliza a sus oyentes y entonces el farmacéutico manifiesta su fe:

Mi Dios es el de Sócrates, el de Franklin, el de Voltaire, el de Béranger... no admito a un Dios campechano, que se pasee por su jardín con el bastón en la mano, aloje a sus amigos en el vientre de las ballenas, muera profiriendo gritos y resucite al cabo de tres días; son estas cosas absurdas en sí mismas y, por otra parte, completamente opuestas a todas las leyes de la física; lo cual, de paso, nos demuestra que los curas han vivido siempre en una crasa ignorancia en la que se esfuerzan en sumir a los pueblos.

La botica de Homais es el establecimiento más importante de Yonville-l'Abbaye. De noche, el quinqué permanece encendido y los globos rojos y verdes que adornan el frontispicio reflejan dos haces de luz sobre el suelo e iluminan la figura del farmacéutico.

Los nombres de los hijos varones de Homais muestran sus predilecciones: Napoleón, por la gloria, Franklin en homenaje a la libertad. La grandilocuencia no es incompatible con la tacañería y cuando Homais es nombrado padrino de la hija de Charles y Emma, sus regalos son algunos medicamentos de su botica: cajas de pastillas para la tos, una botella de agua de azahar y seis grandes trozos de azúcar cande «que había encontrado en un estante».

La feria ganadera y agrícola que se celebra en el pueblo sirve para que Homais exhiba sus conocimientos, aunque sea ante una posadera. La mujer se extraña de que Homais acuda a la feria y le pregunta si entiende algo del tema, a lo que Homais responde que es farmacéutico y, por tanto, químico, y que el tema no lo es ajeno:

La química estudia la acción recíproca y molecular de todos los cuerpos de la Naturaleza, de lo cual se deduce que la agricultura se halla comprendida en su campo... ¿Cree usted que para ser agricultor es necesario labrar la tierra o criar gallinas? Es más necesario conocer la composición de las sustancias de que se trate; las capas geológicas; las acciones atmosféricas; la calidad de los terrenos; de los minerales y de las aguas; la densidad de los diferentes cuerpos y su capilaridad... ¡ojalá fueran químicos nuestros agricultores! Al menos, ¡ojalá escuchasen más los consejos de la ciencia! Hace poco escribí un voluminoso opúsculo, una memoria de más de setenta y dos páginas, titulada: La sidra, su fabricación y sus defectos, más unas nuevas reflexiones al respecto.

Emma se asfixia en el ambiente rural de provincias y se evade mediante la ensoñación amorosa, lo que la conducirá al fracaso; Homais también se siente prisionero de su entorno. Es un triunfador en su pueblo, pero necesita una proyección nacional, aspira a la Legión de Honor, y para ello precisa hacer una contribución importante a la ciencia. Tras leer un artículo que elogiaba un nuevo método para la curación de los pies deformes, concibe la idea de que en Yonville se practique una operación de estrefopodia para poner el pueblo a la altura de la ciencia de su época. Tantea a Emma, con la intención de que convenza a Charles. Al mismo tiempo, Homais persuade al infortunado Hippolyte para que se deje operar:

Yo no tengo interés alguno en este asunto. Es por ti. Lo hago por pura humanidad. Quisiera verte libre de esa terrible tara y de ese balanceo de la región lumbar que, aunque afirmes lo contrario, tiene que molestarte muchísimo en tus faenas.

Emma se ha estrellado contra la realidad de la que en vano ha intentado huir. Con su frivolidad ha empeorado su situación. Ahora ya no sólo es la aburrida esposa de un médico de provincias

Hyppolite accede y Charles, en presencia del boticario, realiza la arriesgada operación. Emma le apoya y sueña con el éxito. Por fin tiene expectativas: la fama de su esposo, la fortuna y el acceso a la sociedad mundana. Incluso Charles le parece menos feo. Homais corre a enviar un artículo elogioso a Le Fanal de Rouen, que concluye así: «Lo que el fanatismo prometía antaño a sus elegidos, lo realiza hoy la ciencia para todos los hombres». Pero todo se desmorona cuando la operación fracasa. Hyppolyte se retuerce en atroces convulsiones, y el «interesante estrefópodo», como le llama Homais, empeora gravemente. El cura y el boticario compiten en aliviar al enfermo, sin éxito, por lo que Charles, desolado, llama al doctor Canivet, una celebridad que trata con desdén a Charles y al boticario por su imprudencia:

Después de declarar rotundamente que no había otra solución que amputar, se dirigió a la botica, donde se dedicó a despotricar de los asnos que habían puesto a aquel desdichado en semejante estado.

El fracaso de Charles repercute en la relación que mantiene con su esposa: «Emma, sentada frente a él, le miraba; no compartía su humillación, pero experimentaba otra: la de haber podido pensar que tal vez aquel hombre valiera algo, cuando más de veinte veces había comprobado su mediocridad». Homais no se altera. Su alegre y confiada mediocridad es un caparazón que le permite superar las críticas y termina dialogando de tú a tú con el doctor Canivet sobre cuestiones de medicina, mientras cae sobre Charles todo el peso del fracaso de una operación que había sido promovida por Homais. A partir de la fallida operación la suerte está echada: Charles jamás emergerá de su mediocridad; Emma no tendrá otra opción que la exaltación romántica del amor, que la dejará indefensa en manos del egoísmo de sus amantes; Homais continuará al acecho de cualquier ocasión que le permita hacer avanzar las ciencia y la industria en su pueblo, enfrentarse a la superstición eclesiástica y obtener como recompensa la Legión de Honor, que le será concedida al final de la novela.

Antisépticos y plegarias

Los gastos de Emma conducen a Charles a la ruina. Muchos de esos gastos tienen que ver con su frivolidad, otros con la caridad:

Así se gastó trescientos francos en una pierna de madera, que creyó conveniente regalarle a Hippolyte. La parte superior estaba revestida de corcho, y tenía los correspondientes resortes en las articulaciones; era un complicado aparato, recubierto por un pantalón negro, que caía sobre una bota acharolada. Pero Hippolyte, no atreviéndose a usar a diario tan hermosa pierna, suplicó a Madame Bovary que le proporcionara otra más modesta. Ni que decir tiene que el médico sufragó la nueva adquisición.

El prestamista Lhereux reclama a Emma el pago de sus deudas y, por vez primera, ella es consciente de la gravedad de su situación. Nadie le presta ayuda y conoce la humillación de que su amante se niegue a socorrerla. Lhereux la trata con rudeza y desconsideración:

- Se lo suplico, Monsieur Lhereux, ¡déme unos días de plazo!

Sollozaba.

- ¡Vamos! ¿También lágrimas?

- ¡Me pierde usted!

- Me importa un bledo --contestó, cerrando la puerta.

Emma se ha estrellado contra la realidad de la que en vano ha intentado huir. Con su frivolidad ha empeorado su situación. Ahora ya no sólo es la aburrida esposa de un médico de provincias. Su marido está arruinado y ella es una amante utilizada y abandonada por hombres que rechazan comprometerse. En el adulterio ha conocido el mismo aburrimiento que en el matrimonio, pero un mayor egoísmo. No puede volver, vencida, junto a Charles, porque ahora a la decepción y al desencanto se añadiría la penuria. Queda un último gesto romántico, la última actitud de diva: el suicidio, el rechazo de la vida, decir adiós a un mundo que no la ha tratado como cree merecer.

Emma se suicida con arsénico de la botica de Homais. Antes, en un gesto de altivez, rechaza la ayuda económica del notario, que acepta socorrerla a cambio de que Emma le conceda sus favores sexuales:

¡Se está usted aprovechando vilmente de mi situación! Se me puede compadecer, pero no comprar.

Asfixiada por la amargura y la indignación, Emma se suicida y muere. Así desaparece de la novela la figura femenina, el romanticismo, la ensoñación, la frivolidad, pero también el sentimiento y una cierta nobleza de espíritu: la protagonista tiene al menos la virtud de asfixiarse en un entorno vulgar y de luchar por dejarlo atrás. Su figura suscita, o al menos ha suscitado, simpatías. Aparece como la víctima, aunque una segunda lectura la muestra como verdugo de Charles. Su idealismo romántico agrava la situación real y sólo sirve para añadir desasosiego a la vulgaridad de su matrimonio.

En el velatorio de Emma, Homais y el párroco escenifican teatralmente sus diferencias, la oposición entre la fe y la ciencia:

Aunque filósofo, Homais respetaba a los muertos. Por ello acudió por la noche a velar el cadáver llevando consigo tres volúmenes y un cuaderno para tomar notas.

El párroco ya estaba allí. Dos grandes cirios ardían a la cabecera de la cama, que habían sacado de la alcoba.

Homais y el párroco empiezan a discutir:

­ Pero --objetó el boticario--, puesto que Dios conoce todas nuestras necesidades, ¿de qué puede servir la oración?

­ ¿Cómo ­-exclamó el sacerdote--. ¿De qué sirve la oración? Así, ¿no es usted cristiano?

­ Perdone usted ­-dijo Homais--. Admiro el cristianismo. Reconozco, desde luego, que ha libertado esclavos, introducido en el mundo una moral...

­ No se trata de eso. Todos los textos...

­ Oh, en cuanto a los textos, abra usted la historia; se sabe que han sido falsificados por los jesuitas.

La discusión sube de tono. Homais le aconseja que lea la Enciclopedia Francesa y a Voltaire; el sacerdote le recomienda la lectura de textos piadosos. El boticario combate el celibato y el párroco argumenta que un hombre casado no podría guardar el secreto de la confesión. Cuando el sacerdote está más animado, observa que Homais se ha dormido. Poco después, también el sacerdote se duerme:

Se hallaban uno frente a otro, con el vientre echado hacia delante, el rostro abotargado y expresión enfurruñada. Después de tanto desacuerdo, concordaban al fin en la misma debilidad humana; y permanecían tan inmóviles como el cadáver que, junto a ellos, parecía dormir también.

Cura y farmacéutico compiten en mostrar sus habilidades: el uno a favor de la religión, el otro de la ciencia, pero terminan confraternizando a pesar de sus diferencias:

El boticario y el cura volvieron a sus respectivas ocupaciones, no sin dormirse de vez en cuando, de lo que se acusaban recíprocamente a cada nuevo despertar. El párroco rociaba entonces la habitación con agua bendita, mientras Homais hacía otro tanto en el suelo, con el cloruro.

Felicité había dejado sobre la cómoda una botella de aguardiente, un queso y una torta. Hacia las cuatro de la madrugada, el boticario, que ya no podía más, exclamó:

-¡A fe mía que comería algo muy a gusto!

Tampoco el sacerdote se hizo de rogar; salieron ambos y comieron y bebieron, riéndose sin saber por qué, excitados por esa vaga alegría que se apodera de nosotros después de las escenas tristes. Cuando apuraban la última copita, el cura dijo al farmacéutico, dándole unos golpecitos contra el hombro:

-¡Acabaremos por entendernos!

Enterrada Emma, se asiste a la apoteosis de Homais. Se enfrenta a un mendigo ciego y consigue que lo condenen a cadena perpetua. El éxito le enardece y pasa a comentar los sucesos de la comarca «siempre guiado por el amor al progreso y el odio a los curas». Anticipándose a la desternillante labor enciclopédica de Bouvard y Pécuchet en la última e inacabada novela de Flaubert, Homais les abre el camino: escribe de climatología y filosofía, de los problemas sociales, de la necesidad de predicar la moral a las clases pobres, de la piscicultura, del caucho y de los ferrocarriles. Su botica prospera y Homais introduce en el departamento del Sena Inferior las cadenas hidroeléctricas Pulvermarcher, con una de las cuales se adorna para admiración de su esposa:

Sentía aumentar su amor por aquel hombre, tan agarrotado como un escita y tan maravilloso como un mago.

Para obtener la Legión de Honor multiplica sus publicaciones y se vuelve monárquico. Continúa practicando la medicina y hace la competencia a los médicos:

Desde la muerte de Bovary, tres médicos se han sucedido en Yonville; ninguno de ellos se ha quedado: Homais les ha hecho una afortunada competencia. El boticario cuenta con una gran clientela, la autoridad cierra los ojos ante su intrusismo y la opinión pública le protege.

Acaba de ser condecorado con la Legión de Honor.

Así finaliza Madame Bovary. Los demás personajes parecen difuminarse ante el éxito del ganador de la historia: Homais. En la primera parte de la novela, Flaubert ha puesto en escena al primer títere: Charles, bonachón, conformista y mediocre; la segunda marioneta es Emma, romántica, soñadora y sentimental. Muertos ambos, dos perdedores, Flaubert hace danzar a su tercer fantoche: el boticario Homais, caricatura del científico ilustrado. El triunfo del farmacéutico es la última bofetada que Flaubert propina a sus lectores burgueses: los buenos y los soñadores pierden, sólo ganan los egoístas y los ambiciosos.

Antología epistolar del autor

Vomitar la rabia

De momento, mi moral está bastante alta, porque estoy fraguando algo en lo que voy a exhalar la rabia que llevo dentro. Sí, por fin voy a librarme de todo lo que me asfixia. Vomitaré encima de mis contemporáneos el disgusto que me inspiran aunque tenga que dejar el pellejo en el empeño; será una cosa extensa y violenta.

Carta de Flaubert a Madame Roger des Genettes (5 de octubre de 1872).

El libro exento

Lo que me parece bello, lo que me gustaría hacer, es un libro sobre nada, un libro sin ataduras exteriores, que se sostendría por sí mismo gracias a la fuerza interior de su estilo, del mismo modo que la tierra se sostiene en el aire sin que nada la sujete; un libro que apenas tendría argumento o, por lo menos, cuyo argumento sería casi invisible, si algo así es posible. Los libros más bellos son los que tienen menos materia; cuanto más se aproxima la expresión al pensamiento más se pegan las palabras a ese pensamiento, hasta que desaparecen, y más bello es el resultado. Creo que el futuro del Arte irá por esos derroteros.

Carta a Louise Colet (16 de enero de 1852).

Parálisis mental

He intentado vivir siempre en una torre de marfil. Pero una marea de mierda rompe contra sus muros y la está derribando. No se trata ya de la política; se trata del estado mental de Francia. ¿Ha leído usted la circular de Simon acerca de la reforma de la educación pública? El párrafo dedicado a los ejercicios físicos es más largo que el que concierne a la literatura francesa. He aquí un pequeño síntoma, muy significativo.

Carta a Iván Turguenev (13 de noviembre de 1872).

Pátina escatológica

Experimento, contra la estupidez de mi tiempo, olas de odio que me asfixian. La mierda me llega hasta la boca, como en las hernias estranguladas. Pero voy a conservarla, esa mierda, fijarla, endurecerla. Quiero hacer con ella una pasta con la que embadurnaré el siglo xix, igual que los indios doran las pagodas con boñigas de vaca.

Carta a Louis Bouilhet (30 de septiembre de 1855).

Terror, grosería, estupidez

Por lo que a mí respecta, estoy asustado de la estupidez universal. Es algo que me hace pensar en el diluvio, y experimento el mismo terror que debieron experimentar los contemporáneos de Noé cuando vieron cómo la inundación invadía sucesivamente todas las cimas. La gente con ingenio debería construir algo parecido al Arca, encerrarse en ella y vivir allí en sociedad (...) llegará un tiempo en que todo el mundo se habrá convertido en «hombre de negocios» (para entonces, gracias a Dios, ya habré muerto). Peor lo pasarán nuestros sobrinos. Las generaciones futuras serán de una tremenda grosería.

Carta a la princesa Matilde (8 de junio de 1874).

Catedral de Rouen, de Camille Pissarro.

La ceguera de las mujeres

Dices que te he enviado observaciones curiosas sobre las mujeres, y que poseen poca libertad acerca de sí mismas. Es cierto. ¡Les enseñan tanto a mentir, les cuentan tantas mentiras! Nadie se encuentra nunca en condiciones de decirles la verdad, y cuando se tiene la desdicha de ser sincero, se exasperan contra esta rareza. Lo que les reprocho por encima de todo es su necesidad de poetización. Un hombre querrá a su lavandera, y sabrá que es boba, sin gozar menos por ello. Pero si una mujer ama a un patán, entonces se trata de un genio desconocido, de un alma de elite, etc., de modo que, debido a esa natural predisposición a engañarse, las mujeres no ven la verdad cuando se muestra, ni la belleza allí donde se encuentra. Esta inferioridad (que, desde el punto de vista del amor en sí es una superioridad) es la causa de las decepciones de las que tanto se quejan. Pedirle peras al olmo es en ellas una enfermedad común.

Carta a Louise Colet (24 de abril de 1852).

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