Los dramáticos acontecimientos del pasado 11 de septiembre en Estados Unidos y los que previsiblemente acontecerán entre la redacción de este editorial y su publicación suponen una inmersión en el horror: la dificultad de mantener un sistema de convivencia entre las personas y las sociedades, el recurso al fanatismo y a la violencia. El integrismo ha atacado el corazón del mundo occidental, que ha reaccionado con estupor. Anestesiado por un materialismo bucólico y biempensante, el ciudadano occidental ha sido puesto, brutalmente, frente a la imagen del más puro terror, la faz del horror. Y no es lo menos inquietante que las reacciones hayan oscilado entre un belicismo que confunde la justicia con la venganza, acaso para no darle su verdadero nombre, y la puerilidad de quienes aspiran a pasar por el mundo sin enterarse de nada y no tienen, contra el horror, más armas que sus buenos sentimientos y propósitos.
Es lícito defender los propios intereses, es más, hay que estar dispuesto a hacerlo y asumir sus consecuencias, de lo contrario no seremos sino niños. Con todos sus defectos y excesos, la jungla urbana de Manhattan será siempre preferible a la desolación de Kabul, un escenario donde el espiritualismo absoluto desemboca en el nihilismo, donde está prohibido todo placer, desde los sexuales a la música o hacer volar una cometa, donde la aspiración a la perfección conduce a la autoinmolación. Es una confrontación entre una sociedad cerrada e impermeable y una sociedad abierta pero con graves defectos, como el infantilismo y la frivolidad, que impiden asumir la realidad. Así, en ambos escenarios, la culpa será siempre del otro y sólo del otro, lo que es la mejor fórmula para perpetuar el horror.
La farmacia forma parte de la lucha contra el terror, que opone el esfuerzo humano al dolor y a la enfermedad, que se niega a aceptar que el malestar sea inevitable, que busca recursos para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. Es una aventura que se inició hace milenios, en busca de un modelo de sociedad en el que vivir no sea una maldición, en el que no haya que abandonarse a los placeres mórbidos que proporciona el fatalismo. Contra la ignorancia, la razón; frente a la estupidez, la cultura; contra la enfermedad, la farmacia; frente al terror, la civilización. La farmacia es un eslabón del proceso civilizador que nos aleja de la naturaleza y de los modelos sociales que han desembocado en la involución. Frente al terror de este aciago septiembre, los farmacéuticos y las farmacéuticas sienten tristeza al constatar que poco pueden hacer, salvo seguir trabajando y aportar su granito de arena contra la enfermedad, una manifestación más, como el fanatismo y la barbarie, del horror. *