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Vol. 33. Núm. 5.
Páginas 36-39 (Septiembre - Octubre 2016)
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TEMAS DE ENFERMERÍA
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Ébola en África Occidental: La perspectiva de una enfermera
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Amanda L. Coyle
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EN OCTUBRE DE 2014, el Ébola llegó a Estados Unidos y sumió al país en un estado de miedo. Los ciudadanos y los políticos exigieron el cierre de las fronteras, mientras que los medios de comunicación alimentaron el fuego con una frecuente desinformación sobre la enfermedad y los afectados por ella. En especial, se presentó a las enfermeras con una visión negativa. A pesar de que la American Medical Association y la American Nurses Association emitieron una declaración de principios que apoyaba el envío de profesionales sanitarios estadounidenses al extranjero como parte de la respuesta internacional al Ébola, muchas personas de este país, incluyendo algunos profesionales sanitarios, pensaron que esto era una falta de responsabilidad por temor al hecho de que, cuando regresaran estos profesionales, los ciudadanos de Estados Unidos se verían expuestos a esta enfermedad mortal. Vi la desconfianza que la noticia generaba, a la vez que se estigmatizaba a aquellos que sufrían y combatían contra una enfermedad infecciosa emergente. Me recordó los inicios de la crisis del VIH.

Como enfermeras, se nos ha formado para ser científicas, investigadoras, líderes y personas humanitarias. Tenemos conocimientos de salud pública y se nos ha enseñado a proporcionar cuidados seguros y compasivos. Puesto que estaba convencida de que nuestro trabajo era actuar en consecuencia, solicité un puesto en una organización sanitaria mundial con sede en Estados Unidos que participa en los esfuerzos de contención del Ébola. Con gran apoyo por parte de mi familia y mi jefe, viajé a Sierra Leona en diciembre de 2014 para trabajar en una unidad de tratamiento del Ébola (UTE) durante 1 mes.

Como trabajadora sanitaria que ha regresado de África Occidental, frecuentemente se me formula la siguiente pregunta: “¿era lo que esperabas?”. Esta simple pregunta trae a mi memoria una avalancha de recuerdos. Me esfuerzo por ponerlos en orden, colocando con cuidado el peor de ellos de nuevo en un lugar seguro en mi mente. Solamente cuando logro hacerlo, puedo responder: “no, no; ha sido mucho más duro de lo que esperaba”. A menudo, solo sigue una breve conversación porque ambas partes tenemos miedo de ahondar demasiado en el problema.

Si fuera capaz de responder a la pregunta por completo, me gustaría comenzar cada pensamiento con algo que no esperaba.

No esperaba que el Ébola fuera tan terriblemente espantoso o que las personas estuvieran tan enfermas, tan débiles y tan delirantes que fueran incapaces de moverse mientras que los fluidos corporales brotaban de sus bocas en volúmenes inimaginables. Era frecuente encontrar pacientes tendidos sobre un suelo de cemento, rodeados por su propia orina, vómitos, sangre y excrementos. Se convirtió en un lugar común caminar por medio del caos; recoger con cuidado a pacientes, limpiarlos, tenderlos en un colchón, vestirlos y cubrirlos con un lappa.

No esperaba lo gratificante que fue brindar esos cuidados.

No esperaba encontrarme las posturas retorcidas y antinaturales de los que acababan de morir, lo que indicaba claramente que habían muerto sufriendo. Cuando hacíamos nuestras rondas diarias en la UTE, nos encontrábamos con regularidad personas que acababan de morir. Y esto ocurría a pesar del personal experto y de los suministros médicos con que contábamos, y de todas las intervenciones que realizábamos.

No esperaba la rapidez con que aprendí a celebrar con alegría pequeñas victorias.

  • ¡El bebé ya ha ingerido 800 ml de la fórmula!

  • ¡Hemos conseguido administrarle 400ml de líquido antes de que se arrancara la vía i.v. por tercera vez!

  • Parece que por un momento el diazepam la ha calmado.

  • ¡Ese niño ha comido tres cucharadas de arroz!

  • ¡He podido lograr que se siente tres veces en una hora para que tomara líquidos!

  • ¡Hemos conseguido llevarla a la ducha para que se lave por sí misma!

Sentíamos que llevar a cabo estas y muchas otras tareas por lo general corrientes era un logro enorme. De esta forma valorábamos el progreso del paciente y animábamos a nuestros pacientes, y así lo hacían también entre ellos durante el largo curso de la enfermedad.

Estuve agradecida de estar allí, aunque solo fuera para dar testimonio de la destrucción y para buscar sepultura para aquellos que había visto morir.

No esperaba lo que era estar rodeada por la belleza de una mañana de África Occidental, ya preparada para salir de la UTE, visión solamente interrumpida por la del equipo que trasladaba los cadáveres con el cuerpo de un niño de 3 años en una bolsa blanca con cierre para cadáveres. La incongruencia de ese momento fue algo demoledor.

No esperaba el aspecto del dolor sobrellevado con estoicismo de aquellos padres que perdían a sus hijos. Llevaban la tragedia en sus caras inalterables y en sus escasas lágrimas mientras admitían lacónicamente: “lo he perdido todo. No me queda nada”. Y yo no esperaba que, a pesar de mi formación, experiencia y compasión, pudiera hacer tan poco en esas situaciones, excepto estar con ellos y reconocer su pérdida, sentirme inútil, impotente y culpable.

No esperaba el dolor en el estómago y la sensación de premonición que me gustaría poseer para saber qué ocurriría con cada niño que ingresaba en la UTE. El Ébola es cruel con los niños menores de 5 años; morían inesperadamente, sin previo aviso. He aprendido que, aunque me pusiera a pensar “esto se podría haber logrado”, tenía que prepararme una y otra vez para ver morir de repente a aquellos niños que esperaba que sobrevivieran. Tampoco me imaginaba lo estimulante que hubiera sido dar el alta a los niños de la UTE, llevándolos en brazos o caminando con ellos hacia la puerta del hospital. Habría sido un arduo viaje, pero habrían sobrevivido.

No esperaba el viaje al cementerio local para honrar a los que habían muerto por el Ébola. Era la única forma que teníamos de superar toda la muerte que habíamos visto. Íbamos por un largo camino de tierra en un campo plano y ancho, rodeado de colinas, tonalidades verdes y árboles que salpicaban el paisaje, un lugar increíblemente hermoso. Administrado y supervisado meticulosamente por solidarios líderes comunitarios, era un lugar sagrado en activo, con una horda de enterradores que trabajaban solamente con picos bajo el ardiente sol africano. Cerca de 500 tumbas en diversas etapas –asentadas en la tierra, recién completadas y en montículos de tierra, o recién cavadas– esperaban para ser ocupadas. Con frecuencia llegaban camionetas con trabajadores que llevaban a las víctimas del Ébola y se iban vacías para recoger a más. No pude reaccionar; simplemente era demasiado para asimilarlo. El espíritu humano tiene sus límites. Estuve observando y estuve agradecida de estar allí, aunque solo fuera para dar testimonio de la destrucción y para buscar sepultura para aquellos que había visto morir.

No esperaba que la belleza de las personas, el calor y el paisaje de tonos verdes, marrones y rojizos de África Occidental fueran tan hermosos, tan embriagadores y casi míticos. No sabía que estar bañada en sudor y cubierta con capas de polvo arenoso me haría sentir tan comprometida, tan concentrada en el objetivo de estar de manera tan consciente en el trabajo.

No esperaba que el trabajo con un equipo de protección personal específico para el Ébola (PPE) sería física y mentalmente tan agotador. Tampoco esperaba el número de pasos, la presencia de ánimo y el propósito del movimiento que se necesitan para estar segura en el proceso de ponérselo y quitárselo.

No esperaba la manera en que me iba centrando progresivamente cuando iba añadiendo cada una de las piezas del PPE, mientras pensaba en el trabajo que tenía por delante. Me acomodé al sudor que me caía sobre los ojos, mientras se concentraba en mi máscara, empapando mi ropa por todas las partes del cuerpo. Cuando me cambiaba, sentía una tangible y guiada sensación de alivio mientras poco a poco y metódicamente iba sacándome cada pieza del cuerpo, lavándome las manos repetidamente. Cuando salía de allí, reproducía cada paso en mi mente, me tranquilizaba a mí misma diciéndome que esta vez, de nuevo, había hecho todo lo que podía hacer para garantizar mi seguridad.

No esperaba que el momento en que pensé que me iba a desmoronar fue cuando abrí la puerta trasera de una ambulancia para encontrar una aterrada niña de 5 años, que gritaba encogida allí atrás. Sus ojos estaban muy abiertos por el terror que sentía por encontrarse sola. Cuando, al abrirse la puerta, me vio, vestida con el PPE, su miedo se intensificó. Mientras esperaba al resto del equipo, aunque no había nadie a mi alrededor, dije en voz alta: “no puedo seguir con esto”. Sin embargo, lo hice. Me quedé allí, extendí mis manos, mis ojos se calmaron, repetí tranquilamente las palabras y esperé a que se acercara hasta mí para sacarla de la ambulancia.

No esperaba la rabia que sentía, de pie en medio de la UTE, agotada por el trabajo, sabiendo que tenía que irme y recuperarme para el siguiente turno. Sabía que cada uno de nosotros había estado en la UTE varias veces ese día y con todo no había suficiente personal ni tiempo para hacer frente a todas las necesidades de los pacientes. Miré a mi alrededor y grité en mi interior: “¿dónde está el mundo? ¡El mundo está ignorando esto! ¡Nadie nos mira, a nadie le importa esto! ¿Dónde están las legiones de profesionales sanitarios que pueden ayudarnos a cambiar la situación en esta lucha sin cuartel?”. Tal vez esta rabia me hizo sacar fuera la culpa que sentía por todo el trabajo que quedaba por hacer, trabajo que se quedaría sin hacer.

No esperaba trabajar con algunos de los profesionales sanitarios más inspiradores, inteligentes, dedicados, motivados y valientes que he encontrado en mi carrera. Día tras día, vi a mis colegas, aprendí de ellos, adapté y reforcé mi práctica basada en lo que estaban modelando. Intelectual y profesionalmente ha sido uno de los episodios más estimulantes de mi carrera. En la UTE, durante el desayuno, siempre durante la cena y durante las largas noches hablábamos de poco más que del Ébola. Estábamos convencidos de que si pensábamos de alguna manera o hacíamos la pregunta correcta de la manera correcta, estaríamos en el camino hacia una solución.

No esperaba sentirme tan privilegiada por trabajar junto con nuestros colegas de Sierra Leona. Me asombró su valentía, su espíritu incansable, su resistencia y su voluntad de trabajar con nosotros. Fue un honor trabajar con ellos, familiarizarse con sus historias y construir una relación que se basó en un profundo sentido de la responsabilidad por el bienestar del otro.

No esperaba que todo terminara de forma tan repentina, que pasáramos de vivir resuelta e intensamente a la nada y el aislamiento de la cuarentena en casa. Temía que todo hubiera sido un sueño brillante que se iba alejando cada vez más de mi memoria.

No esperaba la preocupación que sentían aquellos que había dejado en casa. Saber que me encontraba en una situación de riesgo se había convertido en algo habitual para mí. Sin embargo, el riesgo se cernía sobre los que esperaban que volviera a casa y fue empeorando a medida que pasaba el tiempo desde mi marcha. ¡Se sintieron tan aliviados cuando por fin volví a casa! Me siento culpable por la preocupación y la incertidumbre que sintieron. Sin embargo, se lo pediría de nuevo.

No esperaba lo difícil que sería volver a casa, lo difícil que sería irme, lo grande que sería la atracción para volver y continuar trabajando allí. ¿Cuántas veces mi mente se detuvo en las imágenes y los recuerdos de Sierra Leona mientras miraba sin ver los montículos de nieve que se iban acumulando en el frío nordeste del país? Todavía hay mucho trabajo por hacer en Sierra Leona y, aunque yo confiaba en los que se quedaron y en los que fueron allí después de mí, también creía que con más tiempo podría haber cambiado la situación.

Soy una enfermera. Ello define lo que soy, tanto como cualquier otra función en mi vida. Sé que mi paciente no es tan solo un individuo, sino también el miembro de una familia, una sociedad y un entorno. Nuestra sociedad es enorme y no tiene fronteras, e incluye a nuestros vecinos en todo el mundo. Como enfermeras, hay que recordar que estamos formadas única y excepcionalmente para responder a crisis sanitarias a nivel local, nacional e internacional. Uno de los beneficios de haber elegido esta carrera es la posibilidad de tomar muchas direcciones, incluso aquellas que jamás hubiéramos imaginado.

Así que es fundamental estar abiertas a las oportunidades. Lo más importante es recordar la responsabilidad que tienes con la profesión. Nunca se sabe dónde te llevará la vida. Un día, tú también puedes decirle a tus alumnos y colegas: “no esperaba ser una enfermera del Ébola, pero estoy muy agradecida por haber tenido esa oportunidad”. ■

Amanda L. Coyle es profesora adjunta en la Escuela de Brockport en Brockport, Nueva York.

La autora declara no tener ningún conflicto de intereses económicos relacionados con este artículo.

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