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Vol. 21. Núm. 2.
Páginas 37 (Febrero 2003)
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Cruzando la línea
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Mary Rachel Dupuisa
a RN, BSN. Mattawan, Michigan.
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Arrastrada por la fe y el valor de su paciente moribunda, una joven enfermera se pregunta si, emocionalmente, se está implicando demasiado.
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SERENAMENTE, CON SU marido y sus hijos pequeños a su lado, Lola dijo que necesitaba un milagro, un milagro que llegaría por "la gracia de Dios".

Lola sufría un cáncer de mama terminal, con metástasis en el hígado. La conocí cuando yo era una joven enfermera que trabajaba en cuidados paliativos y no estaba del todo segura de estar preparada para una tarea como aquella.

 

Nada de que preocuparse

Lola, una cristiana devota, centraba su vida en sus hijos, su familia y su fe en Dios. En nuestro primer encuentro, ella me explicó que, cuando tenía 29 años, había descubierto un bulto en su pecho y le habían dicho que no era "nada". Este "nada" pronto la llevó a una mastectomía y quimioterapia. Tras casi 5 años de remisión, el cáncer recidivó.

Inicialmente, mis visitas eran valoraciones rutinarias pero, de forma paulatina, Lola empezó a preguntarme acerca de mi profesión y de mis opiniones sobre la vida. Al principio, me sentía incómoda respondiendo a las preguntas no médicas, especialmente, si éstas eran personales. Pero, poco a poco me fui relajando al darme cuenta de que Lola sólo era una mujer abierta que pensaba que todas las personas eran de esta manera.

Yo siempre he sido una persona reservada y pensaba que, en la práctica de la enfermería, era especialmente importante mantener las distancias. Pero Lola continuaba pillándome desprevenida con su risa contagiosa y su cordialidad. Ella dejó claro que quería conocerme, saber cosas sobre esa persona que entraba en su casa cada semana, hablaba íntimamente con sus familiares y compartía una profunda parte de sus vidas. Pronto me encontré esperando con ilusión estas conversaciones.

 

"Yo la quiero"

En uno de mis días libres me llamaron del hospice( para decirme que Lola había sido hospitalizada por una fractura del fémur derecho. Un escáner óseo había descubierto metástasis en varias localizaciones, y ahora Lola preguntaba por mí. Cuando llegué a su habitación le susurré con lágrimas en los ojos: "lo siento en el alma".

Me quedé y charlé durante un rato con Lola y su madre. Después, cuando empezaba a despedirme, Lola me dio las gracias por ir a visitarla en mi día libre y añadió: "yo la quiero Raquel".

Aunque le había oído decir estas palabras muchas veces a sus familiares y amigos, nunca me las había dicho a mí. Aturdida, mascullé un apresurado "adiós" y me fui.

Lola empezó la radiación paliativa y sufrió los efectos combinados de la enfermedad y el tratamiento, incluidas la pérdida de peso y de cabello. Pero su confianza en un milagro nunca se desvaneció, y a menudo hablaba de ponerse mejor.

Sin embargo, al mismo tiempo, Lola orientaba a sus hijos sobre sus creencias acerca de la muerte y el cielo, haciéndoles sentirse seguros de su amor por ellos. Y daba su aprobación a su marido para que volviera a casarse. Era una profunda lección. Continuar esperando a pesar de todas las condiciones desfavorables no significaba negar la realidad.

Durante este tiempo fui promocionada a otro puesto de trabajo dentro del hospice, y otra enfermera se encargó de cuidar a Lola. Quizás este cambio sea para mejor, decía una voz dentro de mí. Estabas demasiado afectada con este caso. Tú cruzaste la línea.

 

Todavía hermosa

Durante las semanas siguientes, Lola y yo hablamos por teléfono ocasionalmente. Pero no la volví a ver de nuevo hasta el día en que su enfermera de referencia me llamó para decirme que Lola moriría pronto.

Acercándome a la casa para hacerle una última visita, me sentía tan nerviosa e insegura como lo había estado en mi primera visita. ¿Qué debo decirle?, me preguntaba. Al darme la bienvenida, su madre me dijo que Lola no había hablado desde el día anterior.

"Lola", le dije cogiéndole la mano, "soy Raquel". No hubo respuesta. Mirando a esta mujer, en otro tiempo llena de vitalidad, pensé en su sonrisa y su fuerza. "Para mí, usted todavía es hermosa", le susurré.

Abriendo los ojos, Lola sonrió débilmente y replicó: "yo te quiero, Raquel".

Finalmente, podía aceptar su regalo. Lola me había enseñado a abrirme a otras personas, a pesar del desconcierto, el miedo y el dolor. Había aprendido que la sinceridad puede traer el respeto e incluso la amistad. Quizás, yo había "cruzado la línea" en el caso de Lola, pero el viaje había valido la pena.

"Yo también la quiero, Lola", repliqué con voz firme. "Yo también la quiero."

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