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Investigaciones de Historia Económica - Economic History Research
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Vol. 9. Núm. 3.
Páginas 193-194 (Octubre 2013)
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Vol. 9. Núm. 3.
Páginas 193-194 (Octubre 2013)
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Nuala Zahedieh. The Capital and the Colonies. London and the Atlantic Economy 1660-1700. Cambridge, Cambridge University Press, 2010, 329 págs. ISBN 978-0-521-51423-1
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José Ignacio Martínez Ruiz
Universidad de Sevilla, Sevilla, España
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Sin apenas asentamientos permanentes en ultramar y con una escasa implicación directa en los asuntos continentales europeos, la Inglaterra de mediados del siglo xvii difícilmente podría ser catalogada de otra cosa –lo que no es poco, desde luego– que de nación emergente. En efecto, el año en que se aprobaron las primeras leyes de navegación, esto es, en 1651, la presencia inglesa en América del Norte se limitaba a pequeños enclaves situados en la costa este del país (desde Virgina y Maryland, al sur, a Connecticut y Massachusetts, al norte) y, por lo que se refiere al Caribe, a la colonia de Barbados. Cincuenta años después, Inglaterra se había convertido en una gran potencia marítima y comercial, con Londres como capital de un imperio, quizá no muy extenso desde un punto de vista territorial, pero que alcanzaba casi todos los confines de la tierra, es decir, de un imperio global.

La historiografía dominante atribuye a la enérgica acción del gobierno y, más en concreto, a las leyes de navegación, aprobadas con objeto de socavar la posición de sus principales competidores (Holanda y, en menor medida, Francia), un papel clave en el éxito comercial de Inglaterra. Zahedieh, por el contrario, sostiene que si el mercantilismo inglés funcionó en la segunda mitad del siglo xvii no fue tanto gracias a la voluntad del gobierno a la hora de hacer cumplir la legislación comercial, como de los agentes económicos para desarrollar unas capacidades que permitieron a la economía inglesa ser cada vez más eficiente y reducir las diferencias que la separaban, en términos de costes, de sus vecinos neerlandeses, especialmente en todo lo relacionado con la navegación y el comercio colonial, reexportaciones hacia el resto de Europa incluidas.

Estamos, pues, ante un libro muy ambicioso en sus planteamientos, que se fundamenta, además, en el análisis de una abundante bibliografía y en la explotación de una base de datos donde se han recogido las 28.000 operaciones llevadas a cabo por los aproximadamente 1.500 individuos que importaron o exportaron mercancías a través del puerto de Londres en el año 1686. La elección de este no podría ser más acertada y estar más justificada. La capital británica reunía una serie de características que difícilmente podemos encontrar en cualquier otro lugar de Europa: era la mayor ciudad del país (unos 400.000 habitantes a mediados del siglo xvii; Bristol, la segunda en tamaño, apenas tenía 20.000), concentraba las tres cuartas partes de su comercio exterior, era el principal centro de producción de manufacturas de Inglaterra y, por si esto fuera poco, se había convertido desde hacía mucho tiempo en la sede permanente de las principales instituciones del Estado y en el lugar de residencia de numerosos aristócratas y profesionales (como abogados o médicos), esto es, de potenciales consumidores con una elevada capacidad de compra.

La autora desarrolla sus planteamientos mediante el análisis de 4 grandes temas: «Mercaderes» (capítulo 3), «Navegación» (capítulo 4), «Importaciones» (capítulo 5) y «Exportaciones» (capítulo 6). Del estudio dedicado a los mercaderes destacaríamos 2 cosas: en primer lugar, que la circunstancia de que el comercio colonial con América fuera un comercio libre, esto es, que no se hallara bajo el monopolio de una sola compañía, a diferencia de lo que ocurría en otros ámbitos del comercio exterior británico, no impidió –más bien todo lo contrario– que se produjeran importantes ganancias en términos de eficiencia; y, en segundo lugar, que a medida que nos acercamos a las décadas finales del siglo y, sobre todo, tras la Gloriosa Revolución de 1688, el control del comercio con las colonias americanas pasó a estar en manos de un número de mercaderes cada vez más reducido que, además, se embarcaron en una estrategia de búsqueda de rentas que resultó lesiva para la economía británica. Los mejores resultados en términos de crecimiento, pues, se habrían obtenido entre la Restauración (año 1660) y la Gloriosa (1688), circunstancia que pone seriamente en entredicho la interpretación whig de la historia británica. En palabras de la autora: «In allowing the political classes to capture a larger share of the profits of empire, it halted the rapid rise in colonial trade and shipping which had characterized the Restoration decades, and ushered in a period of slower growth which lasted until the 1740s» (p. 54).

En el capítulo dedicado a la navegación, Zahedieh reconstruye las necesidades de carga que planteaba el comercio americano y explica cómo los astilleros de la metrópoli (y de las colonias) lograron reducir las diferencias que separaban los costes de la construcción naval británica de la neerlandesa. Así pues, si los mercaderes de ambas orillas emplearon cada vez más buques de fabricación nacional no fue tanto porque la legislación les obligara a ello –que también–, sino por la reducción o desaparición de las diferencias que existían en el precio de los fletes ofertados por británicos y holandeses.

El análisis de las importaciones y exportaciones que se lleva a cabo en el libro podría calificarse de más convencional, si bien, sobre todo en el caso de las importaciones, la autora incorpora las perspectivas procedentes de la bibliografía sobre la revolución en el consumo de nuevos productos, como el tabaco o el azúcar, cuyo precio a la baja permitió que un segmento de la población británica cada vez más amplio participara también por esta vía en los beneficios del comercio colonial. Muy significativa resulta, en todo caso, la revalorización del papel que desempeñaron Barbados y Jamaica en la expansión del comercio atlántico frente a las colonias continentales de Norteamérica, un papel que seguramente no se había ponderado de manera suficiente en estudios anteriores sobre la economía colonial británica en la segunda mitad del siglo xvii.

A un libro no se le puede pedir que haga lo que no se propone hacer, pero como lector interesado en los factores que explican la expansión de la economía inglesa a partir de 1660, si, como denunciaban los coetáneos, uno de los elementos que jugaban a favor de los competidores neerlandeses era que podían financiar sus actividades a precios más bajos que los mercaderes ingleses, habría sido de gran interés que Zahedieh se extendiera un poco más en esta cuestión. Probablemente también la autora tendría que haber dedicado una mayor atención a los productores y mercaderes de las colonias y a la forma en que reaccionaron ante las limitaciones impuestas por la legislación mercantil a sus actividades; unas actividades que ya antes de 1651 y, sobre todo, de 1660, incluían el comercio directo con la Europa continental, especialmente con la Europa del sur. ¿Compensaron las oportunidades ofrecidas por las leyes de navegación estas limitaciones? La flota mercante colonial, por ejemplo, asumió un papel cada vez más relevante en las transacciones que se llevaban a cabo entre unas colonias y otras, e incluso en la navegación transoceánica una vez que se reconoció que se encontraba en pie de igualdad con los barcos fabricados en la metrópoli. Por otra parte, ¿cómo se repartieron los beneficios del comercio colonial entre los plantadores y mercaderes de las colonias y los propietarios de naves y los mercaderes de la capital inglesa? Una de las mayores virtudes de este libro es, precisamente, que sugiere muchas preguntas, algunas nuevas, otras no tanto. De lo que no cabe duda, en todo caso, es de lo siguiente: el libro de Zahedieh se ha convertido en una referencia inexcusable para todos los interesados en las economías coloniales y atlánticas del siglo xvii y en explicar los orígenes de la revolución industrial inglesa. En efecto, las nuevas capacidades comerciales de Inglaterra a partir de 1660 contribuyeron de una forma decisiva a que el conjunto de la economía del país se encontrara en mejores condiciones que cualquier otra nación del mundo para llevar a cabo esa gran transformación que fue el proceso de industrialización.

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