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Vol. 23. Núm. 6.
Páginas 8-12 (Noviembre 2009)
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Navidad en el pánico
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1985
Enrique Grandaa
a grandafarm@gmail.com
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«No sirve de nada que uno se esfuerce en explicarles que lo importante en estos casos son las medidas higiénicas y bajar la fiebre con salicilatos...»

Nuestra revista, siguiendo una ya larga tradición editorial, quiere felicitar en el final de año a sus lectores. Como en anteriores ocasiones tratamos de abrir un paréntesis en las tares diarias de la farmacia y llevar a sus profesionales hacia una realidad imaginaria, pero siempre amable, en estas entrañables fechas. Para ello recurrimos a nuestro colaborador habitual Enrique Granda, que en esta ocasión ha imaginado una historia farmacéutica que arranca hace muchos años pero llega hasta el presente. Con ella Farmacia Profesional les desea a todos una muy feliz Navidad y un gran año 2010.

- Esta neutralidad nos está matando -dijo don Julio, el veterinario, dirigiéndose a los otros miembros de la Junta Municipal de Sanidad.

- Y que lo diga usted -prosiguió el alcalde-. Ahora resulta que como los contendientes no quieren abultar su cifra de bajas tras el fin de la guerra, nos han colocado el sambenito de que la gripe asiática proviene de nuestro país. Pero bueno, vamos al grano, ¿cómo va la epidemia?

- Pues mal -dijo don Antonio, que ya llevaba muchos años en el pueblo como médico titular-. Tenemos más de 40 casos y hay cinco o seis que me preocupan mucho porque están evolucionando como pulmonías.

- ¿Y qué se puede hacer? -insistió el alcalde.

- Poca cosa, aparte de incrementar las medidas de higiene, abrigarse bien y guardar cama.

- Hay que acabar con la superstición -dijo don Mariano, el boticario-. ¿Se quieren ustedes creer que circulan por ahí medicamentos clandestinos a base de tabaco, ajos y coñac y que incluso me han venido algunos vecinos a preguntar si se les pueden dar a los niños? Y no sirve de nada que uno se esfuerce en explicarles que lo importante en estos casos son las medidas higiénicas y bajar la fiebre con salicilatos...

- Ya está usted como siempre, don Mariano. Para usted solo hay tres medicamentos -dijo el médico con cierta sorna.

- Y que lo diga usted, insistió don Mariano. Ya sabe que en mi casa sólo usamos tres medicamentos: del estómago para arriba, salicilatos; para el estómago, bicarbonato; y de ahí para abajo, permanganato, y este último, en la más estricta intimidad -añadió con cierta picardía.

- Vamos al grano -volvió a decir al alcalde-. Tengo aquí el comunicado del subdelegado de Sanidad que hay que cumplir para que nadie pueda echarnos en cara que no hemos hecho todo lo ordenado si las cosas empeoran. Y, ya saben, ninguno de ustedes puede abandonar el pueblo mientras dura la epidemia.

- A buenas horas -dijo el médico-. Nos mandan instrucciones cuando llevamos cuatro meses de gripe, cuando ya se ha muerto mucha gente y los periódicos no han parado de decir que esto era una epidemia.

De la lectura de aquel documento, en el más puro estilo burocrático, surgieron numerosas preguntas: hablaba de cordones sanitarios a cargo de la Guardia Civil, pero no decía dónde se iban a instalar.

- ¿Dejarían pasar los medicamentos, por lo menos? -dijo el boticario- porque yo voy a necesitar mucho ácido fénico...

- ¿Y el reglamento de policía mortuoria? Se lo cargan de un plumazo -dijo el médico-. En cuanto yo haga el certificado, a enterrar y a quemar las ropas en el corral.

- Y de las gallinas y otras aves ¿qué hacemos? Como para decirle a alguien que deje el pollo que tiene preparado para la cena de Navidad para otra ocasión -dijo el veterinario.

- El ayuntamiento dictará un bando en el que se recojan las principales medidas -señaló el alcalde-, pero yo me olvido de prohibir las reuniones familiares o los actos religiosos, porque no quiero tener la responsabilidad de que el pueblo, además de morirse de gripe, no disfrute algo con las fiestas de Navidad. Además, como decimos por aquí: de algo hay que morirse y el que no lo da del bazo lo da del espinazo.

- La verdad es que la guerra ha supuesto algunos avances, pero en medicina preventiva seguimos en tiempos de Pasteur -dijo el médico-. Alguien podría haber investigado un suero o una vacuna y no estaríamos como estamos.

- Discrepo de usted, Don Julio -dijo el boticario-. Se ha investigado, pero sin resultados, porque el agente causal de la gripe es diferente cada año y no hay forma de conseguir una vacuna que se pueda utilizar de forma permanente. Así siguió la tertulia hasta que el alcalde levantó la sesión diciendo:

- Y ahora todos a su casa, que hay mucho trabajo.

Pequeño pueblo

Aquellas Navidades se recordaron durante muchos años en aquel pequeño pueblo manchego, batido siempre por el viento solano, al que se atribuían todas las desgracias, contando todos los que habían fallecido y los fuertes contrastes de la condición humana: desde el incremento de vocaciones religiosas, pasando por los obsesivos que no habían vuelto a dar la mano a nadie, o los más de cuatro que habían muerto por atracones tras considerar que, si habían de fenecer por la gripe, lo mejor era que la Parca les pillara, al menos, con la tripa bien llena.

Don Mariano sólo tuvo que lamentar la pérdida de una tía soltera, ya muy achacosa, y de un hijo de su mancebo, al que consideraba como de la familia.

Había prescrito su propio cordón sanitario dentro de la casa en relación con sus hijos de dos y cuatro años: su esposa se ocuparía de todo, nada de contactos con el servicio y para que les diera el aire salían a un corralito que había separado dentro del gran patio que tenía en la parte posterior de la casa, y así, a esperar que remitiera la epidemia. Él estuvo al pie del cañón sin parar de hacer fórmulas y despachando grandes cantidades de ácido fénico para la limpieza de locales. Estaba convencido de que él mismo había pasado la gripe, con fiebre alta y dolores musculares, pero a base de agua mineral y salicilatos, ya se sabe, a los diez días estaba como nuevo.

El resultado de la gripe había sido negativo para la economía de la farmacia. Los muertos dejaban las recetas sin pagar, como ya era tradición: nadie le hubiera vuelto a hablar si hubiera tratado de cobrar a las viudas o a quienes habían perdido un pariente cercano. La inversión en medicamentos para la beneficencia había superado cualquier cálculo y la factura del ayuntamiento no tenía visos de cobrarse por lo menos hasta los presupuestos del año próximo. Incluso las sociedades de «médico, botica y entierro», que tanto abundaban en la época, trataban de acogerse a cualquier cosa para alegar «causas de fuerza mayor» y no pagar a los asegurados. Don Mariano ya había dispuesto que su primer hijo, Marianito, se hiciese boticario, y el menor, que se llamaba Paco, estudiase ingeniero agrónomo para llevar las fincas familiares, pero empezaba a dudar: la botica daba mucho trabajo y poco dinero. Por otro lado, ya se hablaba de que los proyectos sobre un Instituto de Reformas Sociales que había legado el presidente Dato, antes de ser víctima del atentado que había segado su vida, seguían en marcha y auguraban que, algún día, la protección social se haría cargo de la factura de los medicamentos.

Cuarenta años después

Corría el año 1958 y ya se aproximaba la Navidad. Don Mariano, con setenta y siete años cumplidos, pensaba morir con las botas puestas en la farmacia, viendo alguno de sus deseos cumplidos, pero no todos: Marianito, al que la Guerra Civil había pillado terminando la carrera, había optado por trabajar en un importante laboratorio farmacéutico, mientras que Paco, su hijo menor, tras algunos intentos fallidos para hacerse ingeniero agrónomo, siguió los pasos de su hermano y tenía botica en la capital. Total, que a él le tocaba ocuparse de todo, las tierras y la farmacia y, aunque estaba jubilado de farmacéutico titular, seguía haciendo los análisis de las aguas por contrata con el ayuntamiento.

Sus hijos venían muchos fines de semana al pueblo y volvían cargados de verduras de la huerta y embutidos, pero no encontraba forma de que alguno quisiera hacerse cargo de la farmacia.

Aquel año había gripe, ¡vaya si la había! y ya la habían bautizado como «gripe asiática». Los periódicos daban noticias, incluso en portada, pero nada de muertos, ni de asustar a nadie, porque lo contrario hubiera sido poco patriótico y, ya se sabe, el «imperio» no podía verse amenazado por tonterías como la gripe. Eso sí, el boca-boca funcionaba, los neuróticos de siempre se habían encerrado ya en sus casas, y las páginas de esquelas ocupaban la cuarta parte del ABC.

El negocio iba flojito: «Nada de particular, todo del Seguro», como le gustaba decir a don Mariano, que aplicaba la frase cuando se le preguntaba sobre cualquier cosa. También era habitual en el boticario la referencia histórica: «Esto va a ser como la gripe de 1918, que, además de llevársenos a los clientes, casi nos arruina, porque nadie quería salir a la calle. Ahora también nos arruina la Seguridad Social con descuentos y pagando siempre con retraso».

Y aquella Navidad pasó, con una gripe que se llevó a quien se tenía que llevar, sin preferencias políticas y con el negocio de la farmacia muy mermado.

Diez años más tarde

Corría ya la Navidad de 1968 cuando en casa de Paco se reunió al completo la estirpe de don Mariano, que había fallecido el año siguiente a la gripe asiática. La conversación versó sobre la epidemia de «gripe de Hong Kong», que llenaba las páginas de los periódicos.

- ¿Estaréis todos vacunados? -preguntó Paco con cierto desprecio.

- Y tú, ¿es que no te vacunas? -dijo Mariano.

- Pues no, prefiero pasar la gripe e ir coleccionando anticuerpos: ya tengo los del 18, los del 58 y alguno más de gripes poco famosas. Total, que me considero vacunado. Lo que más me asusta de la gripe es que en la farmacia se vende poco y de lo barato. Mucho analgésico y las vacunas las dan en las empresas y en los ambulatorios, así que ni eso nos queda.

De la gripe de Hong Kong ni se volvió a hablar, aquella tarde, ya que ahora lo que asustaba a los boticarios era la ruina que se les venía encima con los márgenes decrecientes que se habían implantado en el año 1964 y que en menos de cuatro años habían llevado la rentabilidad de las farmacias a un nivel muy por debajo del 20 por ciento.

El negocio iba flojito: «Nada de particular, todo del Seguro», como le gustaba decir a don Mariano, que aplicaba la frase cuando se le preguntaba sobre cualquier cosa

El pánico de 2009

La reunión convocada para las nueve en punto se había atrasado una hora (ya se sabe, estaban implicados políticos y éstos necesitan su tiempo), pero se presumía ya que iba a ser de alto nivel. A Pedro, que era el marido de Carmen, una farmacéutica con botica en un barrio en expansión, le habían convocado en Ginebra dos días antes, como experto epidemiólogo español, para trazar las medidas oportunas contra la nueva pandemia. Desde que la OMS había declarado el máximo nivel de pandemia para la nueva «gripe A», todos los gobiernos del mundo se estaban preparando para el peor escenario, comprando vacunas y antivirales, pero la gente no se asustaba y preparaba la Navidad como en cualquier otra ocasión.

La reunión comenzó con cierto nivel de tensión: todo el mundo se hallaba deseoso de intervenir. Comenzó el equipo de seguimiento de vigilancia epidemiológica informando sobre el progreso de casos: el incremento era del 25% semanal, según ellos más de la mitad de la población pasaría la gripe. Después llegó el turno de los gestores que se ocupaban de la adquisición de antivirales. Nada de situar antivirales en las farmacias. Había que reservarlos para los casos confirmados más graves y la administración de vacunas se llevaría a cabo en los centros de salud. Luego le tocó el turno a los que elaboraban los argumentarios para los medios de comunicación. Parecían mensajes neutros, pero siempre terminaban dando normas para los casos más graves. Alguien dijo que había que tener en cuenta que un porcentaje de la población era hipocondríaco y que esos mensajes presagiaban que acabarían colapsando las consultas, pero sólo recogió un murmullo de desaprobación de los políticos: no podían callarse nada porque la administración sanitaria podía verse agobiada con reclamaciones patrimoniales.

Pedro informó casi al final sobre las directrices de la OMS y cuáles eran sus sugerencias sobre grupos de riesgo, algo de poco interés para la mayoría, que ya había oído lo suficiente. La comisión se levantó con la sensación generalizada del cumplimiento del deber, pero también con la sensación de que nadie les haría caso entre la Navidad, la crisis económica, el paro, los problemas de tráfico y las otras muchas cosas que preocupan prioritariamente a la población.

Cuando Pedro volvió a su casa, Carmen acababa de llegar de la farmacia y estaba ultimando el almuerzo.

- Hola, amor. ¿Qué tal tu viaje a Ginebra? ¿Y la reunión en la Consejería?

- Pues bien y mal -contestó Pedro mientras Carmen seguía poniendo la mesa.

- Tú dirás...

- En Ginebra me he podido dar cuenta de que esta epidemia es un intento desesperado de la OMS para recuperar un poco de prestigio y seguir recaudando fondos. Esta organización va a la deriva desde que en 1980 consiguió erradicar la viruela. Desde entonces anda como perdida, comenzando con su estrategia de «salud para todos en el año 2000» que no consiguió avanzar nada contra el paludismo, el dengue y las demás enfermedades emergentes. Yo creo que su autoridad se degrada día a día por la necesidad de obtener fondos para pagar su enorme estructura burocrática y han visto en las epidemias un medio seguro de hacer oír de nuevo su voz.

- ¿Y no se dan cuenta los gobiernos de todo esto? -preguntó Carmen.

- A los gobiernos les pasa lo mismo. Están agobiados por los problemas de la crisis y una sociedad que ya no cree en los políticos. La gripe es una tabla de salvación para todos, incluso para mí que, como epidemiólogo, tenía muy poco futuro y mis compañeros me miraban como un bicho raro.

- No te quejes -dijo Carmen-. Gracias a tu puesto de profesor en la universidad tienes un trabajo creativo y seguro, mientras yo tengo que luchar con la economía de la farmacia que va cada vez peor...

- Y ahora todos a comer que ya es muy tarde.

La Navidad

Aquellas Navidades no fueron como las demás. La mayor parte de la gente, al menor tosido, se daba de baja durante diez días, que pasaba tranquilamente en su casa pensando que estaba superando la gripe, y cuando volvían al trabajo, muchos de ellos decían que se había tratado de la gripe estacional, planificando la posibilidad de una nueva y dulce baja en el calor del hogar, a ser posible, en el entorno de fin de año. El Gobierno y las autoridades sanitarias llegaron a la histeria en sus comunicaciones, obligando a contar con planes de prevención a las empresas, las escuelas y hasta los equipos de fútbol, pero el interés de los medios de comunicación llegó a ser nulo por publicarlas. Interesaba la Navidad, los precios del marisco, los regalos de precios muy moderados impuestos por la crisis y las auténticas noticias sobre la evolución de los indicadores económicos. No interesaba a nadie una gripe que ni mataba ni engordaba más que a los fabricantes de vacunas, antivirales, mascarillas y jabón antiséptico. Los médicos estaban hartos de recibir comunicados y recomendaciones. Muchos de ellos habían escrito manifiestos contra la vacunación y recomendaban activamente a sus pacientes que no se vacunaran, porque la vacuna era para una gripe muy benigna y, si mutaba el virus y se hacía virulento como pronosticaban los más agoreros, no habría servido de nada vacunarse, ya que harían falta otros seis meses para obtener otra vacuna.

La casa de Pedro y Carmen se llenó de familiares el día de Navidad, porque Carmen se había impuesto seguir las tradiciones. No en vano era la única nieta de don Paco, el farmacéutico socarrón que había repetido durante toda la vida las historias de su padre, don Mariano, fallecido ya hacía años.

Pocos recordaban al abuelo, y menos aún el pueblo manchego del que habían partido todos, excepto Carmen, que preparaba rosquillas de anís con una receta familiar, sabía hacer un «tiznao de bacalao» que era una verdadera delicia y contaba historias del pueblo como si hubiera vivido allí.

- ¿Estaréis todos vacunados? -preguntó Carmen, con cierta sorna, a los postres, cuando ya se había hablado casi de todo.

- No empieces, Carmen, que te conozco y ya sé lo que vas a decirnos -le respondió su marido, suscitando la curiosidad de los familiares más jóvenes y provocando una sonrisa en los mayores, entre los que también había algún boticario.

- ¿Lo cuento o no lo cuento? -preguntó Carmen sonriente, mirando a todos hasta que los murmullos de la mayoría la invitaron a seguir adelante.

- Pues decía mi abuelo Paco que esto de las gripes famosas es una cosa muy mala para las farmacias, porque se desatiende lo fundamental y la gente no se cuida de lo que tiene que cuidarse. Los que se tienen que morir se mueren y los demás se quedan en su casa. Y, mira por donde, siempre hay gripe cuando peor va la rentabilidad de las farmacias.

- ¿Y tú por qué no te vacunas? -le dijeron algunos.

- Está muy claro. No me fío ni de lo que vendo, ¡como para fiarme de lo que dan gratis en la Seguridad Social!

- Ah, ya, volvemos a lo de todos los años -corearon los boticarios de la familia-. A los tres medicamentos del bisabuelo.

- Desde luego -concluyó Carmen- y si alguien necesita alguno de los dos primeros no tiene más que pedírmelo, porque el tercero no lo necesitamos en esta casa, que somos muy limpios y muy decentes.

Y todos rieron con ganas en aquel año en que la gripe ya no se llamó «española», «asiática» o «de Hong Kong», sino simplemente «gripe A», suponemos que por ser la primera letra del verbo asustar.

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