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Vol. 25. Núm. 6.
Páginas 6-11 (Noviembre 2011)
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Enrique Grandaa
a Doctor en Farmacia.
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«Lo cierto es que desde que llegué a la farmacia y me uní a la familia, la oficina marcha mucho mejor que antes. Se vende lo que no está en los escritos»

Nuestro colaborador Enrique Granda nos presenta una nueva historia de Navidad, imaginativa como en ocasiones anteriores y, como siempre, relacionada con la profesión del farmacéutico. Este año su relato nos traslada apenas unas décadas atrás, cuando la inspección era mucho menos estricta y bastante más permisiva con los complementos que se podían encontrar en la oficina de farmacia. Algunas de las reflexiones que hace el curioso personaje central de este cuento deberían ser tomadas en consideración en un momento como el actual, en el que la crisis económica nos obliga a replantearnos el significado de un establecimiento sanitario abierto al público. FARMACIA PROFESIONAL, con la publicación de esta historia de Navidad, mantiene una tradición que nos permite hacer un breve paréntesis en los problemas que nos afectan, que cada año son más graves, y enviar un emotivo mensaje de felicitación navideña a nuestros lectores y sus familias.

«No soporto a los niños», pensaba casi en voz alta, apoyado en el mostrador de la oficina de farmacia, mientras escuchaba el alegre griterío de la chiquillería que entraba y salía del establecimiento, corriendo y riendo al cruzar el dintel y siendo casi arrastrados por los padres al abandonarlo. «Se quedan como pasmados cuando hablo, y no paran de pedirme que pontifique», una cuestión que el «Cardenal», mote por el que le conocían en la localidad, no estaba dispuesto a regalar a cualquiera. Él sabía administrar su discurso y a quién dirigía sus palabras. Pero aun sin decirles nada, los chiquillos seguían reclamando su atención. Esto era algo que convenía a su amigo boticario, pues cuando un pequeño entraba en el establecimiento, normalmente los padres o los abuelos se acordaban de que algo faltaba en sus botiquines.

«Aprovecho que el niño acaba de salir de la escuela», comentaba María, la peluquera, al tiempo que pedía bicarbonato para la úlcera incipiente de su marido, o permanganato para otros usos menos públicos, eso sí, en voz más comedida.

«Lo cierto es que desde que llegué a la farmacia y me uní a la familia, la oficina marcha mucho mejor que antes. Se vende lo que no está en los escritos, y a menudo no son recetas oficiales, sino remedios naturales y homeopatía, porque la gente entra cada día y no solamente cuando va a ver a Don Manuel, el médico de la localidad».

Francisca decía que, ya que estaban dentro de la botica, algo tenían que llevarse de las estanterías, ya fuera una crema, un cepillo, un gel o unas tiritas, cuando no unos caramelos de menta para la garganta, unas aspirinas, un reconstituyente o unas vitaminas.

«Me gusta la farmacia, pero sobre todo después de echado el cierre, cuando se hace caja, se cuentan las recetas y se hace el silencio. Entonces es cuando hablo a mis anchas... Más, más, más..., repito sin cesar, levantando el pico y bajándolo con cada conteo de mi querido amigo boticario. Sé que con cada papelillo rosado que entra en la farmacia hay mayor alegría en la familia, y a mí me darán probablemente alguna pipa de girasol más en la comida.

«Efectivamente, como ya habrán averiguado a estas alturas, soy un loro. Pero no un loro cualquiera... soy un loro rojo (red parrot) que liba en la copa de Higia y habita en esta farmacia. Me he criado aquí, entre estanterías repletas de albarelos, damajuanas y frascos de tapón esmerilado, aupado a los brazos de la familia y querido por todos».

El pájaro de la fortuna

«Al contrario del personaje central de la poesía maldita de Edgar Allan Poe, aquel cuervo que sin misericordia repetía la palabra never, augurando la eterna desdicha del hombre que le dejó entrar en su casa una negra noche de diciembre, mi loro es una promesa de éxito. Me lo regalaron unas Navidades, tocado con un gorrito de Papá Noel, a juego con sus plumas rojas, justo cuando estaba a punto de abrir la farmacia. Y aquel presente de Reyes Magos se convirtió pronto en la mayor atracción del barrio, hasta tal punto que la mía no era ya una farmacia cualquiera, sino 'La Farmacia del Loro' y su escasa verborrea (el Cardenal era parco en todas sus cosas), sabiamente dosificada como las píldoras doradas, atraía mucha más gente a mi establecimiento que la publicidad móvil que había puesto en el escaparate mi más cercano competidor.

«Este pájaro es mi fortuna, me repito siempre, al tiempo que mi plumífero amigo recita la única palabra que hasta el momento ha conseguido aprender: 'más, más, más...'

«Mi único temor es el chocolate o el perejil... venenos mortales para el loro, que los niños llevan a menudo en sus bolsillos, en el primer caso de forma inocente y, en el segundo, no tanto. Así que debo estar siempre atento a que nadie le alimente, aunque es casi imposible saber si alguno de aquellos obsequiosos pequeñajos ha podido sortear mi vigilancia y ofrecer su mejor manjar al pájaro».

Javierito quiere hacerse farmacéutico

«Mi hijo es muy listo y se lleva muy bien con el Cardenal. De hecho creo que fue él quien le enseñó a hablar, si por tal se entiende lo poco que dice de forma insistente. Pero no sé si le estoy dando un buen ejemplo, porque me ha dicho que de mayor quiere hacerse farmacéutico para tener un montón de jaulas con periquitos y otros bichos en su farmacia, que atraigan la clientela. He tratado de explicarle que esto es un establecimiento sanitario y no una tienda. Que lo importante no es vender, sino dispensar, y que nuestro amigo volátil está simplemente haciéndonos compañía, porque las guardias son muy largas y pesadas. Pero creo que no ha colado del todo la sesuda explicación. A pesar de su corta edad, Javierito sabe mucho de la vida, y ha entendido claramente que el reclamo del loro es bueno para el negocio. «Lo que más le gusta a Javierito son las vacaciones de Navidad y los obligados preparativos que hacemos engalanando la farmacia con un belén chiquito de figuritas de barro, con piñas y guirnaldas vegetales. El Cardenal no se pierde detalle desde su percha; y no falla, mientras llenamos un cuenco de caramelos para los niños, no para de decir: ''más, más, más...'' Pero lo que resulta pasmoso es verle animar a los clientes a comprar nuestras tradicionales participaciones de lotería, que no ha tocado nunca, pero que la gente se lleva encantada siguiendo el consejo del loro.

«Javierito nació el mismo año en que me regalaron el pájaro y, según el veterinario, debía de tener por entonces unos cuatro años, una insignificancia tratándose de un loro que puede vivir más de cincuenta años, si recibe los cuidados adecuados. Así que Javierito y él son como hermanos y llevan muy mal la obligada separación que imponen los estudios de mi hijo».

El relevo

«La verdad es que vivo bien en esta farmacia, aunque tengo la responsabilidad de que todo funcione», se dice a sí mismo el Cardenal. «Lo peor es al final de la mañana y de la tarde, cuando vienen los niños del colegio y tengo que hacer la pequeña función de todos los días: comerme unas cuantas pipas de girasol sin sal, beber agua y saltar un par de veces del suelo de la jaula a mi palo y terminar con mi pequeño discurso: ''más, más, más...'' Porque los niños no hay forma de que se vayan si no hablo algo. Aunque también me divierto mucho viendo la resistencia que ofrecen esos renacuajos a sus madres para volver a casa».

Un día, tras una larga ausencia que al Cardenal se le hizo eterna, volvió Javier a la farmacia de su padre vestido de señor, con corbata y todo. Se acababa de graduar como farmacéutico y todos salieron en tropel a la zona del público para recibirle, mientras el loro se unía a la algazara general con su ya tradicional cantinela. Javier, que había recibido abrazos y besos de todos, no se olvidó de su compañero de fatigas y hasta le sacó de la jaula un rato. El pájaro no quiso dejar de apretar la mano de su amigo, sin tratar siquiera de bajarse a dar un paseo por el mostrador. Javier comenzaba una nueva vida en la que tendría que ayudar a su padre, pero traía ideas nuevas para la farmacia.

«Haremos análisis y tendré que hacerme cargo de la plaza de la titular del ayuntamiento cuando se jubile, papá», dijo a todos Javier y el loro coreó: "Más, más, más..." mientras todos se reían.

Y dicho y hecho, Javier se puso la bata, montó un laboratorio con buenos aparatos y comenzó a pasar muchas horas en la farmacia. Al Cardenal se le veía contento, aunque la mayor parte del día solo oía la voz de Javier que trabajaba en la trasera de la farmacia, pero nunca se olvidaba de asear su jaula, cambiarle el agua y prepararle exquisitos alimentos: un trocito de carne o pescado y verdura fresca, además de su ya tradicional pienso.

En alguna ocasión Javier tuvo que cortarle la diarrea y el Cardenal vio cómo llamaba por teléfono al veterinario antes de ponerle unos polvitos en el agua, que adquiría un sabor horrible, pero que el loro no dudaba en tomarse, porque sabía que solo podía esperar cosas buenas de Javier.

En un animal que vive tantos años como un loro hay un sentido muy especial de conservación y un fuerte instinto que le permite identificar bien quién es el jefe, esto es, quién se ocupa de que no le pase nada a la manada. El Cardenal lo tenía claro: primero era el padre de Javier, pero ahora quien cuidaba de él era su amigo y había que obedecer en todo.

«Bueno, ya somos farmacéuticos», pensó el Cardenal. «Aunque hay ciertos olores muy fuertes en la farmacia que me disgustan, hay que ganarse la vida y seguir atendiendo a la gente. Mi trabajo me cuesta que sigan entrando los niños y que el negocio no decaiga».

Una Navidad realmente especial

Faltaban pocos días para la Navidad y el Cardenal ya había notado que los preparativos estaban muy avanzados. Habían colocado una guirnalda de cerezas que no le habría importado picotear, y otra de luces de colores a la que ni por asomo pensaba acercarse. Y había también un enorme Papá Noel, casi a su altura y tan rojo como él mismo. Pero lo más interesante de la farmacia era el belén, con una fuentecilla y un puente romano, por el que atravesaban un burro y un pastor, camino de una cueva llena de paja, sobre la que alumbraba una estrella de aluminio, bajo las piedras de papel que sostenían el imposible palacio de Herodes. Para el Cardenal los dos soldados brillantes eran una atracción irresistible y ya había uno descabezado por su pico, y otro casi cojo, de cuya pierna asomaba un hilo de metal sosteniendo el barro informe que hace unos días era un pie y una sandalia.

Nada hacía presagiar la desgracia que habría de acontecer en esas fiestas. Es más, a nadie se le pudo ocurrir que apareciera…

Nada hacía presagiar la desgracia que habría de acontecer en esas fiestas. Es más, a nadie se le pudo ocurrir que apareciera... No eran días para que a un funcionario gris se le ocurriera hacer una visita a las farmacias. Tal vez su llegada se debió al incentivo de un plus de productividad o algo parecido o a que una mente iluminada pensó que los inspectores debían estar en la calle y no en los despachos... En resumen, una mañana fría y oscura se presentó en la farmacia una figura aureolada de autoridad que se identificó como «la inspección». Y claro... lo primero que vio en la farmacia de Javier fue al Cardenal en su percha, rojo como un semáforo. Lo contempló y, sin abrir la boca, empezó a rellenar papeles.

La sanción podía ser importante. Por lo visto, no se podía tener animales en la farmacia. Ni mucho menos un pájaro que saliera de vez en cuando de su jaula. «Esto es un establecimiento sanitario, por Dios», vociferó el inspector mesándose los cabellos. «¿Acaso creen que esto es un circo?», preguntó mientras el hijo pequeño de una clienta lloraba y otro niño preguntaba tímidamente: «¿Y un hámster? ¿Se puede tener un hámster en la farmacia?»

Las explicaciones de Javier y de su padre asegurando que la presencia del loro era puramente circunstancial no sirvieron de nada. El inspector venía prevenido y quizá informado por la denuncia de un colega, molesto con aquella fuente de riqueza para la farmacia.

De la boca del inspector salieron palabras horribles: enterocolitis, ectoparasitosis, transmisión de psitacosis a los humanos y otras lindezas que hacían mover la cabeza al Cardenal como si quisiera negar las palabras del inspector, hasta que de pronto exclamó: «¡¡Meee.. nos!!». Todos volvieron la mirada hacia el pájaro, distraída su atención de la terrible situación que estaban viviendo por la sorpresa de aquella nueva expresión.

Todo terminó con la redacción de un acta que el padre de Javier se vio obligado a firmar, y de la que se deducirían muchas horas hablando del asunto, conversaciones con un abogado amigo de la familia y unas Navidades bastante menos alegres que en otras ocasiones, con el Cardenal intercalando, aquí y allá, su nuevo vocabulario: «Más, más, meee.. nos».

Un expediente sin precedentes

El Acta extendida por el inspector lo dejaba bien claro: «Siendo las 13 horas del día 24 de diciembre [....] y habiéndose personado el inspector que suscribe en la farmacia sita en [...] advierto la presencia de un loro de color rojo en una jaula situada en el espacio destinado al público [...], lo que en consonancia con la Ley de Ordenación Farmacéutica de esta Comunidad podría calificarse como falta [...]».

Tras el acta se puso en marcha el procedimiento, y la autoridad nombró instructor al inspector de más edad de la Delegación de Salud, que aceptó el puesto encantado y se dispuso a cumplir con todos los trámites de la ley: primero alegaciones, después propuesta de sanción, pliego de descargo y propuesta de resolución. «Todo en sus plazos y como tiene que ser», se dijo a sí mismo, dispuesto a concluir el expediente antes de su anunciada jubilación.

Nuestro boticario fue citado en la Delegación de Salud y acudió acompañado de Javier y su abogado a un interrogatorio formal, en el que le fue formulada una serie de preguntas mientras un mecanógrafo escribía las respuestas.

El inspector parecía imponente y formulaba las preguntas como si de un interrogatorio policial se tratase: «¿Cuántos años lleva el loro en la farmacia? Y no me mientan, que sé muy bien que lleva más de 15 años?» Pero algunas de sus preguntas resultaban desconcertantes: «¿Qué come el loro? ¿Cómo se llama? ¿Habla? ¿Insulta a la autoridad? ¿Qué es lo que dice?» Hasta que Javier se atrevió a susurrar: «Todo eso que nos pregunta poco tiene que ver con los aspectos sanitarios de la cuestión». Y el inspector, airado, le contestó: «Usted cállese que aquí no tiene derecho a hablar. Todo lo que pregunto es para calificar la falta en leve, grave o muy grave, por si no lo saben... y me lo están poniendo muy difícil con sus respuestas».

Volvieron a casa muy preocupados e incluso el abogado, que era un optimista innato, no las tenía todas consigo, y pensaba que aquello podría acabar en el Contencioso-Administrativo, eso sí, después de pagar la multa.

Contra todo pronóstico

«Después de aquella inoportuna visita del inspector, fui relegado al patio trasero de la oficina, algo que no me parecía decente ni mucho menos, puesto que yo era un trabajador más de la farmacia. Con plumas, eso sí, ¡pero a mucha honra! Nunca se me habría ocurrido abrir un blíster con mi pico, ni molestar a los mayores cuando preguntaban por sus achaques. Y eso es ser profesional ¡pues claro que sí!»

La verdad, sin embargo, es que no estaba en el patio más que por las mañanas. Con buen criterio, Javier decía que la inspección sólo trabaja por las mañanas, así que por las tardes el Cardenal podía volver a su lugar habitual y seguir siendo la atracción de la farmacia. El sistema funcionaba, porque la clientela fija aparecía en tropel a las siete de la tarde o a las cinco después de la siesta, y no abandonaban el establecimiento hasta la hora de cierre.

Tres meses después de aquellas medidas de prudencia se produjo lo que cualquiera hubiera interpretado como una catástrofe. Se abrió la puerta de la farmacia y apareció el instructor del expediente, con gesto adusto, y echándose la mano al bolsillo sacó un papel que traía preparado.

«Aquí está una fotocopia de la propuesta de resolución que recibirá oficialmente en unos días», dijo sin cambiar su semblante acerado y se la entregó al padre de Javier, que cogiéndola con manos temblorosas, se puso las gafas y comenzó a leer las pocas líneas que contenía.

Tuvo que leer y releer porque no daba crédito a sus ojos: «[...] se propone el sobreseimiento del expediente n.º [...], incoado a [...], por ausencia de una falta tipificada sobre la existencia de loros en las farmacias, recogida en la Ley de Ordenación de esta Comunidad Autónoma o en la Ley Estatal. Firmado: El Instructor».

Y mientras dos gruesos lagrimones le caían por debajo de las gafas, oyó cómo el inspector abría la puerta hacia dentro y le decía a un pequeñajo que venía con su madre: «Pasa majo, que tú no te vas a quedar sin ver al loro, ahora que tu abuelo se ha jubilado y tiene que recogerte todas las tardes en el colegio».

Y en ese momento el Cardenal, que no se perdía un punto de la jugada dijo: «Más, más, más», a grito pelado, mientras todos, hasta el inspector, convertido ya en un simpático anciano, se reían de buena gana.

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