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Vol. 15. Núm. 11.
Páginas 6-11 (Diciembre 2001)
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Historia de Navidad. Una estrecha amistad
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ENRIQUE GRANDA VEGAa
a Doctor en Farmacia.
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Farmacia profesional, siguiendo la tradición de los últimos 12 años, quiere que el número de diciembre contenga una historia farmacéutica de Navidad, y encomienda esta tarea al autor de esta sección, que se presta gustosamente a hacer olvidar los problemas que tienen los farmacéuticos cada día y a sumergirlos en un mundo fantástico. En él siempre están presentes la farmacia y estas fiestas tan entrañables para todos. En las historias anteriores, Enrique Granda nos ha llevado por el pasado, por el presente o por un futuro siempre imaginarios, pero la de este año es una historia real, con alguna concesión a la imaginación que no cambia su carácter rigurosamente histórico.
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No tenía yo un carácter muy guerrero que digamos: la botánica y la química, ciencias que cultivaba con amor, no son las adecuadas para formar héroes. Con todo, la vida aventurera no dejaba de tener cierto atractivo para mí y en enero de 1808, recibí mi nombramiento de farmacéutico agregado al segundo cuerpo de observación de la Gironda, en el ejército de Napoleón. Me endosé el uniforme, ceñí la espada y dejé Aviñón, donde había pasado las fiestas navideñas, después de abrazar tiernamente a mis padres y a mis ami gos. Al llegar a Bayona, me enteré de que el segundo cuerpo ya estaba en Valladolid y me dispuse a incorporarme a él a toda prisa.

He de decir que me había enrolado en el ejército por seguir a mi amigo Agustín y que buena culpa tenía de ello su tío Antonio Agustín Parmentier, inspector general de Sanidad de Napoleón, al que debíamos el nombramiento de oficiales y que nos había llenado la cabeza de fantásticas aventuras cientificomilitares. Ambos habíamos vivido algún tiempo en su casa de París mientras estudiábamos en la Sorbona. A mí, su tío me profesaba un cariño especial, porque había cuidado de él y había conseguido que terminase sus estudios venciendo su alocado carácter.

EN CAMINO

Púseme en camino el 25 de enero con unos compañeros que encontré en la Tolosa francesa y en Pau. A las 8 de la noche del 26, entramos en Irún, arrecidos y calados hasta los huesos. El 27 nos marchamos de Irún, dormimos en Hernani y el 28 llegamos temprano a la Tolosa española, donde pasamos el día. El 29 dormimos en Mondragón, el 30 en Vitoria, donde debíamos permanecer, pero un fuerte destacamento se ponía en marcha al otro día para reunirse con el segundo cuerpo. Nuestro destino era el mismo, y como es agradable viajar con compañeros, nos unimos con gusto al destacamento que podía protegernos. Así llegamos a Miranda de Ebro el 31 y, en los días siguientes, pasamos por Pancorbo, Quintanapalla, Briviesca, Burgos, Dueñas y finalmente estábamos en Valladolid el 8 de febrero. ¡Qué modo de correr! Pero nos habíamos acostumbrado a largas marchas y las soportábamos como soldados viejos.

En Valladolid logré reunirme con Agustín Parmentier, que me esperaba inquieto desde hacía varios días. De Valladolid partimos para El Escorial y nos hospedamos en el convento de San Lorenzo. Durante mi estancia en El Escorial, un cirujano del ejército francés disparó contra una cigüeña y la hirió. Cayó el ave cerca de la ciudad y unos aldeanos se apresuran a recogerla. Este acontecimiento causó un movimiento de protesta en la comarca. Curaron a la cigüeña de primera intención y lleváronla a su nido. El cazador imprudente fue arrestado para prevenir las consecuencias de una revuelta popular. El crudo invierno impidió el movimiento de las tropas y comenzamos a aburrirnos, así que pedimos permiso al coronel para visitar Madrid, donde sabíamos que acababa de llegar el tío de Agustín.

EN MADRID

Partimos para Madrid el 3 de abril y al llegar encontramos una hermosa ciudad, que con sus 180.000 habitantes equivalía a una de segundo orden de Francia. Nos alojamos en casa de Domingo Alonso, librero de la biblioteca real. La casa de don Domingo tenía dos fachadas, de las cuales la principal da a la calle Mayor. Preguntamos por el tío de Agustín y nos dijeron que todas las tardes acudía a casa de Mestre, el boticario mayor de palacio, así que nos dispusimos a reunirnos con él en cuanto estuvimos acomodados. Los españoles todavía no dudaban de que hubiéramos venido a cosa hecha para preparar y sostener la revolución de Fernando VII contra su padre. A Godoy le aborrecían, y Fernando era querido por el pueblo entero. No fue preciso más para que nos tomasen afecto. Nos recibían perfectamente en todas partes: ¡Viva Fernando!, ¡Viva Napoleón!, ¡Viva Francia y España!, tales eran los gritos de alegría del pueblo español.

Mestre tenía su casa en la calle Barquillo y a su salón acudía la mejor sociedad de intelectuales de Madrid, sin que faltaran damas de calidad y jóvenes casaderas, hijas de médicos y farmacéuticos. En nuestra primera visita tuvimos dificultades para ser recibidos, hasta que pudo aclararse que éramos protegidos de Parmentier. Aun así, las damas seguían tratándonos con cierto recelo. El 10 de abril Agustín fue destinado a Toledo, y yo recibí la orden de partir al día siguiente hacia Aranjuez. Todavía me quedaba la tarde para despedirme de las personas que había conocido y acudí a casa de Mestre. A eso de las 7 llegó una dama de cierta edad acompañada de dos preciosas jovencitas, sobre todo una de ellas que se llamaba Cayetana y era hija del farmacéutico José Agudo. Rogué ser presentado pero, tras cambiar algunas frases, no pude retener mucho tiempo el interés de Cayetana, a pesar de que hablaba un perfecto francés.

Abandoné Madrid disgustado --siempre había sido muy enamoradizo-- y, camino de Aranjuez, no hacía más que fijar en mi memoria a Cayetana a la que, quizás, no volviese a ver. Estando en Aranjuez me enteré de los sucesos del 2 y 3 de mayo. Escribí al General Parmentier y éste me contestó tranquilizándome sobre nuestros nuevos amigos y en especial sobre la hija de Agudo. Él se había encargado de todo para evitar cualquier desmán.

PRISIONERO

Volví a Madrid el 10 de julio y traté de ver a Cayetana pero su padre se encargó de decirme que había salido con su madre y hermanas a tomar las aguas a Carabaña. Sabía bien que no era cierto, ya que un mancebo de la farmacia me había informado de que acudía muy temprano a misa a la iglesia de Las Salesas, pero desde los sucesos del 2 de mayo no salía de casa. Conseguí verla, de lejos, dos días después, mas rehuyó mi mirada y pretextó no conocerme. El día 14 recibí un recado de Lavigne, mi teniente y buen amigo de la facultad, para que acudiera a cenar a la Fontana de Oro. Esperaba que fuera alguna celebración y me encontré con que se trataba de un duelo. Lavigne había sido retado por el marido de una dama española a la que cortejaba y me pidió algo a lo que no pude negarme: ser uno de sus testigos. Lavigne murió a las primeras luces del día siguiente y yo me encontré ante un proceso, con mi prestigio por los suelos. Como siempre, intervino el general Parmentier y conseguí librarme de la reclusión militar, aunque sólo por el momento.

José I entró en Madrid el 20 de julio y el 25 fue entronizado, pero Andalucía y Valencia se sublevaron. El 19 de julio, aunque las noticias no nos llegaron hasta varios días después, el general Dupont, que marchaba contra Cádiz con tres divisiones, fue atacado y obligado a capitular. Nuestra moral comenzó a decaer y se decidió abandonar Madrid, dejando sólo una pequeña guarnición sanitaria para atender a los heridos imposibilitados para andar. ¡Nada menos que 3.000! El grave incidente de la muerte de Lavigne hizo que se me incluyera entre los que debían quedarse y así, mi poca suerte empeoró. El pueblo se levantó contra los franceses que quedamos en Madrid y tuvo que ser el propio general Castaños, el vencedor de Bailén, quien nos tomara bajo su protección para evitar nuestra muerte. Sin embargo, todavía gocé de algunos días de libertad. Visité a Mestre, aunque iba vestido de civil, y me interesé por la hija de Agudo, de la que no tenía más noticia que su buena salud, por lo que la supuse tan guapa como siempre. Desde los sucesos de mayo se habían suspendido las veladas y la gente salía poco de su casa.

Cuando fueron sanando nuestros enfermos, nos enviaron con ellos como prisioneros hacia la zona ocupada por los españoles. Aquí comenzó para mí un largo cautiverio itinerante que atravesó las provincias de Toledo, Cáceres, Badajoz, Sevilla y finalmente Cádiz, donde celebré la Navidad de 1808, tristemente encerrado en un pontón convertido en prisión. A partir de 1809 nuestra prisión se atenuó. Los oficiales sanitarios fuimos requeridos para intervenir en una epidemia de cólera y cuando pudo darse por concluida, algunos conseguimos escapar y pasarnos a la zona ocupada por los franceses. Escribí cartas a Parmentier, a su tío, a don José Mestre y a todos les pregunté por Cayetana. Pasaría más de un año antes de conseguir verme de nuevo en Madrid.

LA NAVIDAD DE 1810

José Napoleón I volvió a Madrid a la cabeza de un ejercito victorioso. Después de las batallas de Ocaña y Talavera persiguió a sus enemigos hasta Sevilla y de allí enfiló las montañas de Ronda, a Granada y a Málaga para visitar sus reinos de Andalucía. El inspector general de Sanidad, Parmentier, también volvió a Madrid para organizar un cuerpo de españoles seguidores del monarca, y a confirmar en su puesto de boticario real y jefe de farmacia de los ejércitos a Agustín José Mestre. Y yo, finalmente, pude volver a Madrid a mediados del mes de diciembre. El salón de Mestre funcionaba con normalidad y acudía los jueves porque también venía Cayetana, que seguía tratándome con frialdad.

Por fin llegó la Navidad, que los españoles celebran de forma muy brillante y ruidosa. Yo no conocía la zambomba y en Francia no estaba de moda el columpio, placer favorito de los jóvenes en cualquier fiesta española. Me enteré también de que las vísperas de las fiestas se organizaban veladas en las que se cantaban tonadillas como «Yo que soy contrabandista», seguidillas como «Es el amor un ciego» o la tirana «Iba un triste calesero», todo ello bien acompañado por la guitarra, que es el instrumento más cultivado. Pero en medio de tanta celebración yo estaba triste: Cayetana no me daba la menor esperanza, aunque su padre me había invitado a su farmacia varias veces para charlar de botánica y de química.

EN MANOS DE LA SUERTE

El día 3 de enero recibí una carta del general en la que me decía que no faltara a la velada de Reyes en casa de Mestre porque se iban a sacar los estrechos y a él, como persona de edad y la máxima autoridad sanitaria, le habían encomendado el honor de ser quien se encargara de llevar a cabo la rifa. Pero, ¿qué eran los estrechos? Pregunté a mis compañeros franceses y ninguno sabía nada. Por fin, hablé con un joven oficial español y me puso al día: el 5 de enero, en la velada de Reyes, se llevaba a cabo una lotería entre jóvenes solteros de uno y otro sexo cuyas familias se conocían. Se escribían los nombres de ellos y ellas en unos billetitos de papel que se doblaban varias veces --por eso se llamaban estrechos-- y se iban sacando de dos bolsas formando parejas. Las parejas formadas tenían durante el año siguiente algunas obligaciones: se harían pequeños regalos, no rechaza rían ser visitados y mantendrían una relación amistosa sin compromisos, aunque mi informante me dijo con bastante guasa que raro era que varios de los estrechos no acabaran en boda.

Pasé en ascuas el día 4. ¿Acudiría Cayetana a la lotería de los estrechos?¿Tendría la suerte de ser yo precisamente el agraciado? Me encontraba muy bajo de moral. Mi campaña en España no había sido precisamente muy afortunada; todavía tenía los signos de mi largo cautiverio. Y también pensaba que Cayetana tendría un año de pequeñas atenciones con cualquier otro y eso me enloquecía. Llegó por fin la fatídica velada de Reyes y allí estaba Cayetana. Por un momento preferí que no hubiera venido. Todos estábamos muy nerviosos. Al fin llegó Parmentier, a quien saludé militarmente pero él estuvo bastante seco conmigo. Se prepararon los estrechos. Cada uno escribimos nuestro nombre, que fue cuidadosamente revisado por Mestre y por su esposa. Se introdujeron en dos bolsas de tela que contenían respectivamente los estrechos masculinos y femeninos. Parmentier sacaba primero un estrecho femenino y lo leía recreándose en ver cómo el rostro de la joven empalidecía o enrojecía. A continuación, con calculada pose, sacaba el estrecho masculino y la nueva pareja era jaleada por todos los presentes. Cayetana tardaba en salir, pero mi nombre tampoco había salido. Mis posibilidades aumentaban pero mi corazón estaba desbocado. Parmentier dijo de pronto: Cayetana Agudo. Se me nubló la vista por un momento y, a continuación, aunque para mí trascurrió una eternidad, oí: Sébastien Blaze. Era yo. Me sentí desfallecer.

Ofrecí mis regalos a Cayetana, que me tranquilizó con una sonrisa, y escuché cómo su padre me daba la enhorabuena y me invitaba a ir a su casa a comer al día siguiente.

UNA ESTRECHA AMISTAD

Comencé mi relación con Cayetana con mucho miedo y sin tratar de salir de mi papel de «estrecho» por un año, pero Cayetana comenzó a tomarme el pelo. En unos casos siguiéndome la corriente, en otros tratando de que me saliera de mi papel de amigo impuesto por la suerte. Y cuando yo me dejaba llevar por mi incontenible pasión, ella volvía a recordarme que lo nuestro acabaría en la próxima Navidad. Pero cada día éramos más amigos.

Las cosas comenzaron a torcerse para los ejércitos de Napoleón. Fui destinado urgentemente a la división del general Godinot, que combatía en Andalucía, y acudí a despedirme de Cayetana. Sus lindos ojos se cubrieron de lágrimas y con la voz entrecortada me dijo: «Debes volver pronto, aquí tienes una obligación conmigo hasta Navidad». Y con la promesa de escribir todos los días, partí hacia el frente de Ubrique y algunos meses más tarde salí de España para siempre.

El 24 de mayo de 1812 fui a visitar al general Parmentier a su casa de París. Había envejecido mucho y se encontraba cansado. Me tomó la mano y me preguntó por Cayetana. «Sigo amándola, mi general», fueron mis primeras palabras. Le conté que habíamos estado carteándonos bastante tiempo hasta que no volví a recibir respuesta a mis cartas. También le dije que la suerte no me había acompañado, excepto en la lotería de los estrechos. Parmentier se sonrió y me dijo: «Lo cierto es que nunca tuviste suerte; Cayetana me solicitó que hiciera trampa y llevara un billetito con tu nombre en la manga de la camisa para cuando saliera el suyo. Ahora me ha vuelto a pedir algo: que me entere de si sigues amándola antes de decirte que está en Barbizon con su familia y que no te diga nada si no la amas. Así que sigues sin tener suerte».

Yo le contesté: «Mi general, ¿para qué quiero la suerte si le tengo a usted?». Y salí corriendo mientras gritaba: «¡Viva muchos años, mi general!». Sé que el viejo Parmentier, como el lector de estas páginas de mi diario, sabrán comprender mi prisa. *

 

 

BIBLIOGRAFÍA GENERAL

Blaze S. Mémoires d'un apothecaire sur la guerre d' Espagne pendant les années 1808 à 1914 (tomo I y II). París: Ladvocat Librairie, 1828.

Blaze S. Memorias de un boticario (volumen I). París/Buenos Aires: Casa Editorial Hispano-Americana. Traducción parcial de Mariano Ramón Martínez.

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