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Vol. 16. Núm. 11.
Páginas 6-11 (Diciembre 2002)
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Historia de Navidad. Navidad ilustrada
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ENRIQUE GRANDA VEGAa
a Doctor en Farmacia. egran@jet.es
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Finalizamos el año, como en otras ocasiones, con una historia farmacéutica de Navidad, imaginada por nuestro colaborador Enrique Granda. Con ello queremos invitar a un merecido descanso a nuestros lectores en las tareas y los afanes de cada día en su oficina de farmacia y, a la vez, desearos a todos unas felices fiestas navideñas. En esta ocasión, la historia va y viene desde el siglo xviii hasta nuestros días, con el nexo común de la ciencia farmacéutica puesta a disposición de la salud de los pacientes.
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Era el día veintitrés de diciembre, y Casimiro estaba sentado en su pequeño despacho, junto al mostrador de su farmacia. De repente, oyó algo que le hizo levantar de un bote: alguien pedía un medicamento contra el paludismo. Se trataba de un joven con buen aspecto, alto y delgado, a quien inmediatamente rogó que pasara al interior de la farmacia para atenderle personalmente.

 

­ Buenos días. Traes una receta de un antipalúdico que es posible que no tengamos en existencias, aunque puede estar aquí en menos de dos horas --dijo Casimiro, con el aire inconfundible de ser el titular de la farmacia.

­ Sí, vendré a buscarlo luego --contestó el joven, tratando de marcharse--.

 

Pero Casimiro estaba decidido a no dejarle marchar, e hizo todo lo posible por trabar conversación.

­ Espera, hombre, cuéntame cómo ha sido.

­ Soy cooperante --dijo el joven-- y he pasado casi un año en América del Sur. Al volver por Navidades, para celebrar estas fechas con mis padres, he sentido unas tiritonas muy fuertes y me han diagnosticado paludismo.

­ Ya veo --dijo Casimiro releyendo la receta--. Seguramente has pescado el Plasmodium falciparum, que se trata bien con cloroquina. Dentro de tres días te encontrarás mucho mejor, si te han diagnosticado bien. Si sigues mal, tendrás que volver al médico, porque puede ser otra variedad de Plasmodium, que requeriría otro tratamiento. Vamos a encargar la cloroquina al almacén antes de que se pase la hora de hacer el pedido --explicó el farmacéutico--. Todavía hay algo que me gustaría saber...

Casimiro dejó por un momento solo al joven. Enseguida volvió, tras haber encargado a una de sus auxiliares que hiciera el pedido, y se reanudó la conversación.

­ ¿Dónde has estado? ¿Había mosquitos? --preguntó Casimiro de forma directa, pero sin dar mucha importancia al asunto, para que no se viera su interés--.

­ He estado en Bolivia y en Perú, siempre en zonas con mosquitos, aunque usábamos repelentes y también hemos tomado pastillas de quinina --dijo el joven--. Pero, a pesar de todo, ya ve usted...

 

Casimiro, ya sin tratar de ocultar su curiosidad, le preguntó:

 

­ ¿Has visto los árboles de la quina?

­ Sí --contestó el joven--. Allí son casi un símbolo nacional y todo el mundo conoce la historia de su descubrimiento. Se estudia en las escuelas que su nombre viene de la condesa de Chinchón, que era la esposa del virrey del Perú, pero casi nadie la cuenta igual. Unos dicen que fue el virrey el que tuvo tercianas y se curó con la corteza de quina, otros que fue la propia condesa, y también los hay escépticos que dicen que no fue ni el virrey ni su esposa, sino una dama de su séquito. Hay opiniones para todos los gustos, pero en lo que casi todos están de acuerdo es que el primero que descubrió el secreto de la quina fue el indio Pedro Leiva.

»La historia tiene, además, su leyenda propia, porque al indio le arrebataron el secreto, hasta entonces bien guardado entre los suyos, y fue un jesuita, Juan López, quien escuchó de Pedro Leiva la receta milagrosa que servía para quitar la fiebre.

 

Casimiro conocía esta historia, pero a él se la habían contado incluso con algo más de misterio. Y es que hay quien llega a afirmar --siempre hay anticlericales --que el jesuita recibió la información en secreto de confesión, aunque no hay constancia de ello. Cómo se divulgó y, sobre todo, cómo llegó a curarse con quina la fiebre de la dama, sea la condesa de Chinchón o la bella de su séquito, se deja a la imaginación del lector.

 

­ Todo esto ocurrió hacia 1645 --prosiguió el joven--, aunque el mercado europeo de la quina alcanzaría su máximo esplendor un siglo después, cuando España mandó varias expediciones a identificar las especies del género que había establecido Linneo en 1742. Esas expediciones se organizaron porque había problemas de falsificación del medicamento, y también porque la quina no actuaba siempre de igual forma, en parte por la misma causa que ahora se conoce --que hay distintas especies de Plasmodium-- y en parte también porque la dosis no era la misma, por lo que llegó a conocerse como «el palo indomable» entre algunos médicos.

La conversación siguió, un rato más, por los mismos derroteros históricos, hasta que llegó el pedido. Al cooperante, sin embargo, lo que le interesaba más era cómo cuidar su paludismo, por lo que Casimiro no tuvo más remedio que emplearse a fondo en explicarle las precauciones que debía adoptar con la cloroquina. Algo que puede sorprender al lector, como sorprendió al joven, es que al farmacéutico no le costara ningún trabajo informarle. Y es que Casimiro había colgado la bata de investigador, cambiándola por la de farmacéutico de barrio.

INVESTIGADOR

Llegados a este punto, es posible que el lector se pregunte quién era Casimiro. El ahora humilde farmacéutico había hecho una carrera irregular, siendo buen botánico --había oído decir a su abuelo que el nombre de Casimiro era una constante en la familia y lo debían a su antepasado, el ilustre botánico Casimiro Gómez Ortega, aunque sus apellidos ya no coincidían, seguramente porque sólo tuvo hijas--, buen químico y cultivando una pasión sobre todas las demás: la parasitología. A él se debía la broma, que había permanecido en la Facultad, de denominar a la ampliación de parasitología «Alien II». En todo lo demás, había sido muy flojito y la carrera le había durado bastante más de lo que sus padres esperaban, pero era un investigador nato y fue admitido a hacer la tesis en Parasitología. La hizo precisamente sobre las posibilidades de crear anticuerpos contra el Plasmodium, algo de lo que se había hablado mucho tras las investigaciones de Manuel Elkin Patarroyo y la oposición frontal de las multinacionales a dar crédito a sus investigaciones, quizá por haber cedido las patentes a la humanidad.

Obtuvo Casimiro la máxima calificación en su tesis doctoral y se dispuso a seguir investigando. Viajó a las zonas palúdicas, observó los programas de erradicación del mosquito anofeles in situ, y llego a la conclusión de que nunca habría una buena vacuna contra el paludismo --al fin y al cabo un protozoo--, mientras que todavía quedaba mucho por hacer con el mosquito, que era su vector. El Plasmodium vive en el mosquito porque se encuentra todavía en una fase incipiente de desarrollo que no resulta infectiva. Y aquí es donde comenzó a elaborar su teoría: si al mosquito le resultase fatal el Plasmodium, desaparecería la enfermedad o, por lo menos, se reduciría enormemente su incidencia. Al menos, hasta que apareciese un nuevo vector de propagación. Para eso quizá fuera necesario --pensó--modificar genéticamente el mosquito para hacerle vulnerable, o activar el desarrollo del Plasmodium a su paso por el mosquito.

Esta idea le obsesionaba y se puso a estudiar seriamente el asunto, pero la falta de medios era increíble. Sólo se podría llegar a algo en una empresa privada, pero él trabajaba en una universidad española, con medios muy escasos y una exigua beca posdoctoral. Así pasó varios años, publicando algunos artículos sobre cuestiones parciales de su gran proyecto y enviando resúmenes a empresas multinacionales que, en el mejor de los casos, agradecían el envío a través de una carta amable y lo remitían a sus departamentos de investigación, sin que Casimiro volviese a tener noticias de ellos.

Cuando estaba a punto de acabar la última beca, recibió una extraña carta de una poderosa empresa de ingeniería genética en la que se le pedía una memoria sobre sus investigaciones, con la promesa de una posible incorporación a su plantilla para desarrollar el proyecto. Era una gran ocasión que no podía perder y se empleó a fondo en describir su teoría. Sin embargo, todo quedó en lo mismo. Recibió, una vez más, una amabilísima misiva, en términos alentadores, donde le comunicaban que no había sido seleccionado, pero le animaban a continuar perseverando en sus investigaciones.

ILUSTRADO

Su carrera de investigador terminó con aquella carta. Su desencanto llegó al límite y consideró un cambio en su profesión. Obtuvo una farmacia de nueva instalación, se casó con su eterna novia, tuvieron dos preciosos niños y cambió su pasión de investigador de laboratorio por los estudios históricos, especialmente los relacionados con el siglo xviii, por la época de la Ilustración. Llegó a conocer con detalle las expediciones botánicas, las biografías de su antecesor Gómez Ortega; leyó los escritos de José Celestino Mutis y el material científico de Hipólito Ruiz y José Pabón. Al fin y al cabo, seguía investigando sobre lo que le gustaba, pero por otras vías. También estaba suscrito a algunas revistas serias como Nature, o de divulgación, como Investigación y Ciencia. Las devoraba para no permanecer ajeno a los nuevos descubrimientos. Era farmacéutico e ilustrado, pero en ocasiones, y la Navidad era una de ellas, añoraba sus días de investigador en activo.

Casimiro --con ese nombre era imposible ser de otra manera-- tenía buen carácter. A veces, la gente consideraba que era muy serio, y quizá incluso sus auxiliares en la farmacia le tenían por un poco déspota. Se empeñaba en atender bien a sus clientes, pero generalmente les daba pocas explicaciones. A uno le decía: «Vuelva al médico y que le cambie el tratamiento, ese medicamento no le conviene». A otra le advertía: «Esto no se le ocurra tomarlo». Sin embargo, la gente confiaba en él porque siempre acertaba, se pensaba las cosas, y los médicos acababan dándole la razón.

En Navidades se ablandaba un poco, vendía lotería de una ONG farmacéutica, ponía guirnaldas de acebo y decoraba la farmacia con plantas. En los días mas señalados situaba bandejas con caramelos y bombones en el mostrador para los clientes. Le encantaban las plantas. En estas fechas navideñas, además de la Euforbia pulquerrima, la flor de Navidad que todo el mundo conoce, le gustaba poner vincas de flores azules, y al que le preguntaba por ellas le explicaba que esa era la verdadera flor de Navidad, la que se usaba en el siglo xviii para hacer guirnaldas, elaborar filtros de amor y alejar los malos espíritus, y de la que habían salido tantos buenos medicamentos, sobre todo uno para recuperar la memoria que él siempre recomendaba mientras decía: «La memoria es el tesoro más valioso que tenemos; si perdemos la memoria ¿para qué queremos todo lo demás?».

DÍAS DE NAVIDAD

Los niños estaban sin colegio y Casimiro les llevaba a la farmacia. A mediodía irían a terminar las compras navideñas y luego a casa, porque era sábado. Las fiestas trastornaban un poco a Casimiro, que añoraba llegar a su casa, en la que había impuesto, desde el principio, tener un pequeño despacho. Allí dedicaba todos los días una hora a leer los escritos de las expediciones americanas del siglo xviii y sus revistas científicas. Había conseguido en una subasta una reimpresión del diario de José Celestino Mutis y cada día le dedicaba un rato.

Aquella tarde en que despachó el medicamento para el paludismo leyó lo que había escrito Mutis el 19 de diciembre de 1789, unos renglones que resumían 27 años de experiencia: «Mi principal ocupación ha sido en los últimos años el ejercicio de la Medicina, con las alternativas de gustos y amarguras que produce la facultad en corazones tiernos y sensibles hacia el bien del prójimo. He disipado francamente, sin previsión mía, el caudal que iba adquiriendo, para hallarme imposibilitado de volver a Europa, y pegado mi corazón a mi excelente biblioteca y gabinete; formando entretanto una multitud de discípulos y aficionados a las ciencias útiles en un reino envuelto en las densísimas nieblas de la ignorancia, a pesar de una juventud lucidísima, ocupaciones que me constituyen en oráculo de este reino, con satisfacción de mis interesantes taras».

Casimiro a menudo comparaba su vida y la de los sabios del siglo xviii. Se veía en la localidad de Mariquita, donde se había establecido Mutis, rodeado de discípulos y añorando sus años de investigador, y cómo había ido evolucionando científicamente, pero al final descartaba el parecido. Mutis era un hombre religioso, se había ordenado sacerdote y terminó sus días en olor de santidad. Casimiro era --o la vida le había hecho-- agnóstico. También se había comparado en ocasiones con Hipólito Ruiz y con José Pabón y, sobre todo, con su antepasado, Casimiro Gómez Ortega, que había sido farmacéutico real y el primer catedrático en el Jardín Botánico, pero sobre todo había sido un avezado hombre de negocios, ya que tenía en su farmacia medicamentos exclusivos procedentes de las expediciones americanas. Con esto último tampoco era posible que Casimiro se identificase.

REFLEXIÓN DE FIN DE AÑO

Casimiro tenía una manía. El primer día de enero siempre era para él un día de reflexión, en el que hacía balance de todo el año. «¿Soy feliz?», se preguntó mientras se sentaba en su despacho, y no pudo menos que contestar afirmativamente. El trabajo de la farmacia le absorbía y le gustaba. Había que educar a la gente. Su hogar era alegre, sus niños crecían sanos y su esposa le comprendía. Ella le dejaba entretenerse en sus aficiones históricas. Tenía amigos que le respetaban y pertenecía a varias sociedades científicas en las que hacía pinitos con pequeñas comunicaciones, cada vez menos actuales, porque se había aficionado perdidamente a la Historia.

Ahora trabajaba en una comunicación sobre los vinos de quina que tanto éxito habían tenido en épocas relativamente recientes, especialmente entre las mujeres, y que sucumbieron por la incomprensión y la fuerza arrolladora del marketing de los medicamentos actuales. También se interesaba por los fenómenos socioeconómicos relacionados con los medicamentos. La quina había sido el gran medicamento del siglo xviii, y había sido introducido, como los actuales, por una multinacional: la Compañía de Jesús. Ahora primaba el beneficio económico, pero la quina se usó también como instrumento de dominación y arma política contra el protestantismo. Hubo polémicas científicas con trasfondo político y religioso: la quina, el único antifebrífugo conocido entonces, se negaba a los protestantes y ellos respondían desacreditándola.

Las expediciones se hicieron también con un trasfondo económico. Y todo había partido de la revelación del secreto que guardaban celosamente los indios. Pedro Leiva, el indio que lo contó a los jesuitas, quizá pensó salvar su alma, pero había puesto en marcha su comercialización a escala mundial.

UNA SORPRESA

Aquella tarde estaba decidido a ordenar sus papeles. Era primero de año y fue separando las cartas de felicitación que había recibido, comprobando que las había contestado todas. Miró el correo en el ordenador y contestó algún mensaje. Separó las revistas que ya había leído de las que todavía se encontraban en sus envoltorios. Colocó los libros que no pensaba usar en los próximos días, dejó aparte el diario de José Celestino Mutis y fue abriendo las revistas que le quedaban por leer.

Tenía sueño porque, aunque habían celebrado la Nochevieja en casa, se habían acostado tarde. Iba leyendo los sumarios para seleccionar mentalmente los artículos que más le interesaban y, en alguno, ponía un adhesivo amarillo. Ya había revisado varias revistas profesionales cuando abrió el último número de Investigación y Ciencia. En el sumario leyó: «Nuevas perspectivas en la erradicación de la malaria», y no pudo menos que ir directamente al artículo correspondiente.

A Casimiro se le aceleró el corazón. Las nuevas perspectivas de investigación no iban en busca de la ansiada vacuna, sino de una modificación genética del mosquito que aceleraba el desarrollo del Plasmodium y le hacía vulnerable a la enfermedad. Era su teoría, expuesta por un investigador de una compañía de ingeniería genética, adquirida recientemente por una multinacional farmacéutica. Allí se aseguraba que, por este procedimiento, se pensaba erradicar la terrible enfermedad que producía más de cien millones de muertos anualmente. Era su propia teoría, por la que había luchado tanto y, además, iba a ser un magnífico negocio...

Entonces le vino a la memoria el envío de su proyecto de investigación a aquella compañía. Y recordó al indio Leiva. Volvió a su conversación con el cooperante y pensó en la Compañía de Jesús, en los siglos xvii y xviii. Finalmente se dijo: «Está claro: yo a quien me parezco, de verdad, en esta historia es al indio. ¿Vendrá de aquí lo de hacer el indio?».

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