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Vol. 56.
Páginas 116-120 (Enero - Junio 2017)
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Páginas 116-120 (Enero - Junio 2017)
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Rafael Diego-Fernández Sotelo, María Pilar Gutiérrez Lorenzo y Luis Alberto Arrioja Díaz Viruell (coords.), De reinos y subdelegaciones. Nuevos escenarios para un nuevo orden en la América borbónica, Zamora, El Colegio de Michoacán–Universidad de Guadalajara–El Colegio Mexiquense, 2014, 418 p.
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Felipe Castro Gutiérrez
Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, México
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Una de las características del conocimiento histórico es que constantemente se rehace a sí mismo, de modo tal que después de mucha demolición, polvo y escombros surge lo que se presenta como un nuevo edificio, pronto para ser (re)inaugurado. Así, propuestas que en su momento fueron tenidas como aceptadas y fundamentales para comprender una institución, un periodo o un personaje, acaban siendo curiosidades bibliográficas, solo recordadas por los memoriosos. Por otro lado, hay antiguas conclusiones que resisten bien el paso del tiempo, siguen siendo de necesaria consulta y obtienen solamente correcciones y adiciones menores.¿Le ha llegado el tiempo de una remodelación general, de la construcción de un “nuevo escenario” al régimen borbónico de las intendencias en Indias? ¿Debemos visitar y reconsiderar lo escrito por autores como (para la Nueva España) José Miranda (en 1952), Luis Navarro García (1959) y más recientemente David Brading (1983) u Horst Pietschman (1996), que son los usualmente citados en los estudios sobre el tema? Tal resulta la tentadora y atractiva propuesta de este libro, que para ello aborda el asunto desde los mismos cimientos del nuevo régimen, esto es desde las subdelegaciones y los subdelegados. En esto sigue una tendencia reciente: pasar de las grandes generalidades a lo particular y específico, al ámbito local. Al cabo, los hombres no tratan con instituciones abstractas, sino con sus representantes concretos e inmediatos.

Para comenzar, es pertinente dar un vistazo de lo ya construido. En la historiografía previa se ha señalado con insistencia que una de las principales fallas estructurales de las intendencias estuvo en las subdelegaciones que sustituyeron a los anteriores corregimientos y alcaldías (aunque, en muchos casos, realmente desplazaron a los tenientes de alcalde mayor, unos personajes muy poco estudiados). El principal defecto habría estado en que no se previno un salario para el sustento de los subdelegados, sino solamente un porcentaje de los tributos, amén de otras fuentes menores de ingreso. Asimismo, se prohibió de manera terminante que continuaran con los antiguos repartimientos de mercancías, esto es, la venta forzada de productos a los indígenas a precios excesivos, o el adelanto de dinero a los nativos con el fin de monopolizar su producción de interés comercial, cuando la había. Así, los nuevos funcionarios quedarían con magros recursos de subsistencia o bien continuarían más o menos clandestinamente con los repartimientos, pese a la indignación de los reformistas. En este sentido, los alcaldes mayores y corregidores solamente habrían cambiado de nombre, pero no de defectos; en todo caso, se les dejaría en una condición aún más precaria, y siempre al borde de la ilegalidad por faltar a lo que tanto se le encargaba.

En su revisión crítica inicial, Rafael Diego-Fernández y María del Pilar Gutiérrez Lorenzo sostienen que las subdelegaciones no han sido estudiadas sistemáticamente; que se han considerado solamente los defectos observados al momento de su creación, sin considerar los ajustes posteriores, y que deberían estimarse las variaciones particulares que se dieron en una institución que se desarrolló en medios y ámbitos muy diversos. Asimismo, habría que revisar con cuidado la composición social, fuentes de ingresos y actuaciones concretas de los subdelegados en distintos periodos de su existencia. En todo esto ciertamente dicen bien, y estos numerosos y diversos estudios de caso son muy pertinentes y bienvenidos. No es mi intención realizar un detallado y rutinario resumen de todos ellos. Aquí más bien discutiré algunas cuestiones y perspectivas que parecen interesantes, con la inevitable consecuencia de no ocuparme de algunos trabajos que merecerían también una debida atención.

En lo que respecta a la estructura general, habría que observar que aunque la parte novohispana está razonablemente cubierta, no ocurre lo mismo con otros virreinatos, sobre los cuales solamente hay dos trabajos, de María Concepción Gavira Márquez sobre Oruro, y de Román Flores Álvaro, sobre Cuzco. En esto, si nos atenemos al título de la obra, los coordinadores nos han quedado a deber. Es cierto que, como se advierte al inicio, este es un proyecto en desarrollo y aparentemente habrá más sobre el tema de parte del grupo de trabajo del que resultó esta publicación, esto es la “Red de Estudios del régimen de subdelegados en la América Borbónica”. Si es así, sería deseable que incluyeran la consideración de Filipinas (sobre el que hay un buen estudio anterior de María de Lourdes Díaz-Trechuelo), donde también hubo una intendencia, aunque desde luego no era un territorio “americano” (aunque sí novohispano). Y es que siempre resulta inconveniente proyectar hacia el pasado construcciones geopolíticas modernas.

Por otro lado, en esta obra se ha dado implícitamente por bien conocido el régimen de alcaldías y corregimientos, y se enuncian sus muchas limitaciones y frecuentes vicios. En realidad, las críticas que aquí se hacen a los escritos sobre las subdelegaciones podrían perfectamente aplicarse a lo dicho sobre el previo sistema de gobierno. Esto es, se ha procedido en el pasado por simplificación y generalización, sin atender a su evolución histórica, y dando por buenas las críticas dieciochescas (notablemente, la requisitoria en su contra hecha por el visitador José de Gálvez). En realidad, podría considerarse que aunque tenemos un gran número de estudios y referencias sobre casos concretos nos falta reunirlos, compararlos entre sí y ver patrones generales. Al respecto, hemos tenido que conformarnos con las generalidades presentadas en varias obras, notablemente en la coordinada por Woodrow Borah, El gobierno provincial en la Nueva España, que tiene ya algún tiempo (1985); y los trabajos de Águeda Jiménez Pelayo (2001), para la Nueva Galicia. Asimismo, se han tomado como “típicas” las muy sonadas actuaciones de algunos alcaldes mayores que dieron lugar a escándalos o incluso a grandes y famosos tumultos (como el de Tehuantepec en 1660, notorio por “abarcar” la producción de grana cochinilla, o el de Papantla, en 1767, que hizo lo mismo con la cera y la vainilla), cuando es probable que hayan sido casos extremos, producto de circunstancias particulares. No todos los alcaldes mayores realizaban repartimientos de mercancías, ni cuando los hacían tenían la misma relevancia para su sustento; estos eran muy importantes en el sur y sureste de México, ocasionales en el centro y casi inexistentes en el norte. El otro aspecto, la monopolización y comercio de la producción indígena, fue aún más raro y resultaba en la práctica inviable en regiones bien comunicadas, con frecuente tráfico de personas y mercancías.

Recientemente, Jeremy Baskes ha sostenido que en el caso de regiones donde había producciones de interés mercantil la participación de los alcaldes mayores era prácticamente la única manera en que podían cobrarse los créditos o el “avío” a los indios productores, pero su punto de vista ha sido objeto de variadas discusiones. Se trata de una polémica en desarrollo, pero es posible sostener que las protestas venían más de lo que se llamaban “excesos” que de los repartimientos en sí; o incluso que se acusaba a un magistrado por esta práctica por ser su lado más vulnerable cuando las principales quejas o descontentos tenían otros motivos. En este sentido, podría regresarse a ver con otros ojos los argumentos de los defensores coloniales de esta práctica, sin necesariamente darlos por buenos. Es ciertamente muy revelador que, pese a todas las condenas iniciales y tras muchas vacilaciones, los gobernantes virreinales legalizaran el repartimiento en 1794, considerando que a lo sumo debía regularse para evitar abusos y monopolios (siguiendo, en este sentido, el precedente peruano, donde había sido legalizado en 1751).

El repartimiento aparece y reaparece en este libro constantemente en la mayor parte de las contribuciones, sin que sea un asunto en sí. Recibe en cambio amplio espacio en el artículo de Luis Alberto Arrioja Díaz Viruell sobre un militar y subdelegado de Villa Alta (Oaxaca), Bernardino María Bonavía y Zapata (hermano del más conocido Bernardo, intendente que fue de la capital virreinal y su provincia). Este subdelegado practicó el reparto de mercancías abiertamente y con mucho provecho. Aún más, contradijo al intendente de Oaxaca y al virrey al respecto, y criticó formal y acremente la prohibición existente en un escrito que sería bueno ver publicado en su totalidad. Pese a esto –y a que, según el saber convencional, estas prácticas y actitudes lo convertirían en un mal gobernante– Arrioja considera que “su desempeño repercutió directamente en la consolidación del régimen colonial y secundó la construcción de un espacio común donde la autoridad recibió y resolvió numerosos problemas”, en particular en la administración de justicia a los indios. En esto, como en muchas otras discusiones, es preciso pasar del discurso que proyecta al pasado la condena contemporánea de la apropiación patrimonial del cargo público, para ver la manera concreta en que estos hombres ejercían el oficio y hallaban su sustento.

Este último objetivo es el asunto de dos trabajos. Víctor Gayol se ocupa con rigor conceptual y amplio fundamento de los ingresos formales de los subdelegados (de los que se ha dicho fueron el “talón de Aquiles” del sistema). El otro, de Martha Terán, trata del cobro de los tributos (de los que los subdelegados obtenían un 5% de retribución), un tema que la ha ocupado desde hace tiempo a partir de una impresionante base de datos. Son contribuciones minuciosas y eruditas, que probablemente serán referencia obligada para todo el que se adentre en el futuro en estos temas, pero el lector notará que los autores no se pronuncian sobre la cuestión de fondo, esto es si resultaban suficientes para que los subdelegados cumplieran con las funciones previstas por las normas.

Algo similar hace Claudia Guarisco, quien después de hacer una cuidadosa exposición del establecimiento de las subdelegaciones en la intendencia de México realiza un balance en el que destaca los retrocesos en el ámbito jurisdiccional de los intendentes, las dificultades para cubrir los puestos de subdelegados y los inconvenientes aparecidos en la recaudación de impuestos, para sostener finalmente que una conclusión sobre el papel de estos nuevos funcionarios en la consolidación o crisis del régimen virreinal es cuestión que deberá ser respondida en otro lugar. También podría citarse en este sentido a Magdalena Díaz Hernández, quien refiere que mientras las subdelegaciones de Xalapa, Córdoba y Orizaba eran codiciadas por hallarse en las rutas del comercio transatlántico y los caminos a Veracruz, los subdelegados de Pánuco-Tampico y Cosamaloapan tenían dificultades para subsistir, cometían abusos contra la población o incluso renunciaban al cargo por falta de ingresos. En conjunto, resulta claro que había situaciones que dependían de contextos enteramente locales, algo sobre lo cual volveré en unas líneas.

Hay otros resultados de esta obra que son muy interesantes, y en los que se corrigen suposiciones que se habían tenido como evidentes, en particular que el puesto de subdelegados solamente atrajo a personajes locales de a lo sumo mediana condición social. Aquí, afortunadamente, se brindan datos “duros” que permiten pasar de una imagen impresionista a un conocimiento más preciso, como ocurre con el ensayo prosopográfico de Silke Hensel sobre los subdelegados de Oaxaca, donde con todas las reservas a que obliga una documentación incompleta puede sostener que muchos habían servido en el ejército y tenían grados militares, o bien contaban con experiencia administrativa previa. Es algo que permite pensar en una especie de profesionalización incipiente, con lo cual nos hallaríamos en un contexto “moderno”. Por otro lado, también estaban los que habían sido comerciantes (y ya se sabía qué podía esperarse en estos casos), o contaban con otros parientes que habían servido al rey, lo cual era considerada como un mérito personal, pero inevitablemente traía consigo lealtades y compromisos.

Laura Machuca señala, por su parte, que en Yucatán los cargos estuvieron casi acaparados por una influyente familia meridana y de hecho no eran nombrados sin la anuencia de la élite local. No lo considera tan notorio para Tehuantepec, su otro caso en estudio, pero nota que aquí eran mercaderes los que “habilitaban” a los subdelegados, lo cual también les daba bastante influencia. Parecido era lo que ocurría en la intendencia de Arizpe, de la que se ocupa José Marcos Medina Bustos: varios subdelegados eran mineros o comerciantes, aunque no eran parte de las familias más principales; nota que aunque los intendentes los criticaron acremente, de hecho no había quejas de consideración en su contra y tenían bastante buena imagen entre los vecinos.

En este sentido, puede proponerse que las subdelegaciones tuvieron una buena recepción e implantación local entre las élites regionales (algo que ciertamente era necesario para cubrir las cuantiosas fianzas requeridas por la Real Hacienda), con independencia de algunos conflictos particulares y de los resultados de su administración del punto de vista de la Corona. Esto marca una diferencia con la situación anterior, donde los alcaldes mayores eran por lo común ajenos a la jurisdicción que llegaban a gobernar, y dependían para su “avío” de los grandes comerciantes de la capital. Así, aunque parezca paradójico (y aquí vendría a darse la razón a lo planteado tiempo atrás por Pietschmann), podría decirse que el régimen de los subdelegados trajo consigo una centralización administrativa, pero una descentralización de las influencias sociales en el gobierno.

Evidentemente, hablar de la “sociedad” local es una abstracción, porque una cosa era la élite y otra muy distinta los vecinos españoles de variada condición de villas y ciudades, o bien los pueblos y “repúblicas” de indios, sobre los que los subdelegados tuvieron facultades antes reservadas al virrey. De este último aspecto se ocuparon en el pasado Martha Terán (para Michoacán) y Rodolfo Pastor (para Oaxaca), y en esta obra lo aborda Luis Juventino García Ruiz, para el caso veracruzano. Este autor por un lado confirma lo que conocíamos sobre esta relación, en particular el virtual embargo de los bienes de comunidad, cuyos productos fueron administrados por las autoridades, supuestamente para evitar borracheras y dispendios en fiestas. Pero, por otro lado, puede verse que no era una política en contra de las corporaciones indígenas en sí, porque los subdelegados fueron partícipes en la recuperación del fundo legal de algunos pueblos (lo cual es parte de un “agrarismo ilustrado” que resta por estudiar con más detalle) y también atendieron algunas demandas, en particular de pueblos sujetos que querían segregarse de la cabecera. Este es un tema que requiere más trabajos sobre casos particulares antes de llegar a generalizaciones defendibles.

Hay un último aspecto que resulta notable. Los subdelegados, que fueron vistos con renuencia y desconfianza en sus inicios, llegaron a tener con el transcurso del tiempo un arraigo considerable y contaron frecuentemente con sólidos vínculos personales, familiares, así como relaciones cercanas con párrocos y comerciantes. Tan es así que continuaron en funciones aún después de que la Constitución de 1812 hubiera determinando su desaparición; se ocuparon de organizar las elecciones de diputaciones provinciales y ayuntamientos constitucionales (como muestra bien Juan Luis Alcauter Guzmán), e incluso tuvieron un papel de cierta relevancia durante la revolución de independencia, en uno y otro bando (como se aprecia en el trabajo de Graciela Bernal Ruiz). Desde este punto de vista, pese a todas las objeciones, las quejas y críticas, puede decirse que los subdelegados cumplieron con los propósitos para los que habían sido establecidos; que su gobierno fuese mejor que el de los antiguos alcaldes mayores es materia más dudosa, y mucho dependería de a quién se preguntara.

Vistos en conjunto, los contenidos de este libro dan buen material para la reflexión sobre el régimen de intendencias, pero no parecen modificar radicalmente lo dicho por sus críticos clásicos y la historiografía previa. Más que la construcción (o reconstrucción) de un nuevo edificio historiográfico, lo que tenemos es un mucho mejor conocimiento de sus pasillos, entresuelos y rincones particulares, lo cual ciertamente viene muy bien. Quizás la mayor (y quizás imprevista) aportación viene de una posible inversión de perspectiva: en vez de considerar las intendencias como una vasta estructura imperial sobre la que deben hacerse reflexiones generales, lo que ahora resulta evidente es la gran variedad de resultados que tuvo su implantación en diversos contextos. Así considerado, lo que destaca es la multiplicidad de las reacciones locales frente al arribo de una innovación gubernamental, y la diversa capacidad de las élites, ayuntamientos y pueblos para absorber, acomodar y moldear una innovación autoritaria. Es una conclusión que nuevamente nos lleva a repensar el impacto de las reformas borbónicas, que tan decisivas e impresionantes nos parecían hasta hace unos pocos años.

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