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Vol. 51.
Páginas 88-91 (Junio 2016)
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Lo emocional como político: reseña del libro La política cultural de las emociones (2015), de Sara Ahmed. Ciudad de México: Programa Universitario de Estudios de Género de la UNAM
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Fiorella Mancini
Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Ciudad de México, México
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La política cultural de las emociones de Sara Ahmed admite abordar tres aspectos de la investigación en ciencias sociales que son, al mismo tiempo, tres grandes contribuciones a los estudios culturales en general y a la sociología de las emociones en particular. En primer lugar, quisiera rescatar algunos aspectos teóricos de su obra que resultan fundamentales para los estudios culturales sobre las emociones. En segundo lugar, me referiré a algunas cuestiones metodológicas que hacen de su investigación un muy buen ejemplo de rigor, sistematicidad y cientificidad en la investigación social. En tercer lugar, resaltaré ciertos aspectos políticos y valorativos de La política cultura de las emociones porque, detrás de la investigación de Ahmed hay, claramente, una posición política y un pronunciamiento ético y valorativo que es indispensable recuperar en las ciencias sociales.

Con respecto a la dimensión teórica de la investigación de Ahmed, habría tres grandes señalamientos. El primero es, simplemente, que Ahmed hace teoría; y específicamente elabora una teoría social sobre las emociones. En tiempos donde prevalecen las explicaciones intermedias sobre la mayoría de los fenómenos sociales, Sara Ahmed construye una teoría estructural de las emociones que permite explicar lo que yo llamaría el circuito reproductivo de las emociones: cómo estas se generan socialmente, cómo se reproducen y cómo se distribuyen a través de la economía de los afectos. Ahmed no solo elabora esta especie de teoría sistémica sobre las emociones, sino que además lo hace desde tres perspectivas entrelazadas: las prácticas culturales, la crítica cultural y, especialmente, la perspectiva de la política cultural. Es decir, las emociones, plantea Ahmed, no son estados psicológicos, sino prácticas culturales que se estructuran socialmente a través de circuitos afectivos. Eso es un problema cultural y no solo psicológico, y en cuanto tal, es un problema de todos. Lo que una siente es finalmente un problema social y es un problema colectivo. Y eso es así porque, tal como lo demuestra la autora, las emociones no residen ni en los sujetos ni en los objetos, sino que se construyen en las interacciones entre los cuerpos, en las relaciones entre las personas.

El segundo elemento teórico que quisiera rescatar es el vínculo entre emociones y acción. Generalmente, en la sociología de las emociones hay un vínculo estrecho entre estos dos componentes sociológicos en la medida en que las emociones impulsan a las personas a actuar de una determinada manera. Pero el texto de Ahmed ya no da cuenta del vínculo entre emociones y acción, sino de las emociones como acción, de las emociones como movimiento permanente. Sin embargo, las emociones también generan inacción (que, en definitiva es una manera específica del obrar) o, a veces, no se observan resultados sociales directos a partir de un determinado actuar emocional, sino que pueden presentarse encadenamientos emocionales, siempre en permanente tensión y dinamismo. En cualquier caso, el vínculo indeterminado entre emociones y acciones sociales que plantea Ahmed invita a reflexionar sobre el papel de gran parte de los dualismos de la sociología para reinterpretar procesos sociales en clave emocional: interior-exterior, público-privado, acción-emoción, etc. El papel actuante de las emociones en estos seres sintientes que analiza Ahmed cuestiona ciertos esquemas establecidos a partir de distinciones categóricas entre mundos privados y públicos, entre el sufrimiento y la subalternidad, o entre emociones positivas y negativas. Como bien lo deja entrever la autora, el intento de encontrar la motivación última de la acción en el reservorio emocional de las personas no solo deviene en reduccionismo, sino que además puede transformarse en una operación que tiende a desplazar los problemas sociales hacia una instancia marcada por el misterio y la sacralización, características que no son propias de las ciencias sociales.

El tercer elemento teórico interesante es la cuestión de las emociones y los límites corporales. Es decir, las emociones permiten delimitar espacios y distancias. Cercanías y lejanías. Al delimitar el espacio, a la vez establecen quiénes pertenecen y quiénes quedan fuera de ese espacio. Esa idea no es propia de Ahmed en realidad; ya Mary Douglas desde la década de 1980 (y Elías y Simmel desde antes) había establecido que los miedos sociales permiten distinguir un nosotros de un los otros y con ello delimitar grupos sociales y establecer diferencias entre las personas de diversas comunidades. Lo importante de este argumento teórico de Ahmed es que, a través de las emociones, los cuerpos adquieren determinado valor y, por lo tanto, como sucede con todo aquello que se valoriza, algunos cuerpos valen más que otros y es aquí, en esta política cultural (y económica) de las emociones, donde se crea y se reproduce la idea de otredad mediante el agrupamiento de algunos cuerpos y la marginación de otros (nos agrupamos los que sentimos el mismo miedo y nos diferenciamos de aquellos a quienes les tenemos miedo). Evidentemente, detrás de esta idea de las emociones como límite al otro se encuentra una perspectiva muy concreta sobre la desigualdad social: si unos cuerpos valen más que otros, la desigualdad entre esos cuerpos deviene inevitable. Posiblemente ahí radique la preocupación nodal y el gran hallazgo sociológico de la obra de Sara Ahmed: cómo la emoción diferencia; en definitiva, cómo las emociones son utilizadas socialmente para generar, legitimar y aceptar la desigualdad social.

Ahora bien, la pregunta que sigue es cómo logró la autora llegar a estas conclusiones y con qué diseño metodológico accedió a cada una de estas afirmaciones teóricas. Es aquí donde llaman la atención tres aspectos metodológicos.

La primera cuestión está relacionada con la propia aventura metodológica de La política cultural de las emociones. En esta obra, Ahmed se va alejando de sus primeros escritos ensayísticos para inmiscuirse en la investigación empírica, propia de las ciencias sociales. Mediante lo que la autora denomina la “emocionalidad” de los textos, nos muestra las intenciones emocionales de los discursos públicos para generar ciertos efectos “legitimadores” en quienes los reciben. Lo que demuestra la metodología de Ahmed (y es una buena enseñanza para los estudios sociológicos de las emociones) es que las investigaciones sobre el tema deberían involucrar las diversas maneras en que funcionan las emociones, ya sea en la cultura pública o en la vida cotidiana, y esto significa trabajar con una serie de materiales diferentes, que podemos describir también de diferentes maneras. Esta especie de pluralismo metodológico al que nos invita Ahmed evita pensar que las emociones están “en” los materiales que analizamos (como si las emociones fueran una propiedad de algo o de alguien, ya sea de una entrevista, de una encuesta o de un grupo focal), cuando, en cambio, lo importante es analizar lo que “hacen” los materiales que utilizamos, es decir, cómo trabajan los textos a través de las emociones para generar determinados efectos en nosotros, que somos los que analizamos dichos textos.

La segunda cuestión metodológica que llama la atención es la utilización de las fuentes de datos. Para ilustrar sus puntos, Ahmed analiza textos públicos y el lenguaje figurativo que se emplea para nombrar ciertas emociones. O dicho de otro modo, para explicar cómo funcionan las economías afectivas en la sociedad, la autora emplea como ejemplos diferentes discursos en los que se apela a las emociones de las personas para crear un vínculo identitario. Es decir, se trata de un análisis de contenido, de un análisis textual que desentrama el andamiaje emocional de un determinado texto o de una determinada producción textual. En ese sentido, en el prólogo del texto, Helena López sostiene que si bien es fundamental este tipo de análisis sobre la textualidad de las emociones, como lo hace Ahmed, también sería de mucha utilidad ocuparse de otras instancias de las economías afectivas, especialmente en los tiempos actuales: de sus condiciones de producción, de los circuitos de distribución, de las situaciones para su recepción. Tal como lo plantea López: “sólo así mapearemos con eficiencia el campo cultural desde una comprensión que no es exclusivamente representacional de la emoción, sino también como economía material y simbólica”, que es lo que está detrás, finalmente, de la idea de una política estructural de las emociones. Es decir, habría que ir aún más allá del análisis de Ahmed e intentar desentramar “la estructura” que permite la reproducción social de determinadas emociones y no de otras. La estructura que hace que nos sintamos más culpables que víctimas ante el desempleo, por ejemplo. La estructura que hace que nos sintamos los únicos responsables de nuestra propia suerte. La estructura que, finalmente, está detrás de cada ser sintiente y que reproduce una determinada cultura de la época: la cultura del miedo, la cultura del trabajo, etc.

El tercer aspecto metodológico es la cuestión de la inter, multi o transdisciplinariedad que está detrás de La política cultural de las emociones. La investigación de Sara Ahmed es un diálogo francamente interdisciplinario entre estudios de género y de la cultura, entre la psicología, la sociología de las emociones y la economía política, donde también participan la fenomenología, el psicoanálisis, el feminismo y la teoría queer. Es decir, su investigación es una invitación permanente al diálogo entre disciplinas y entre una gran diversidad de perspectivas teóricas de las ciencias sociales.

Finalmente, desde la perspectiva o desde la dimensión política de la investigación, el texto de Ahmed nos presenta tres grandes desafíos. El primero es recordar no solo que lo personal es político, sino también que lo emocional es político. Las emociones son públicas y se organizan socialmente, nos demuestra Ahmed. Y al definir lo emocional como político, la autora necesariamente tiene que reconocer la existencia de una función específica que tienen las emociones en la construcción de una colectividad. Si bien parecería que las emociones son privadas, pues generalmente se las toma como una manifestación de la psique de cada persona, Ahmed explicita, contundentemente, que también se construyen y se significan a través de un imaginario colectivo y de una determinada interacción social. Como en el ejemplo que utiliza de lo que siente una niña frente a la aparición de un oso en el bosque, emociones como el miedo no están en la niña, no están en el oso; están en el momento del encuentro entre ambos, en la interacción entre ambos. Y ese encuentro, a su vez, está moldeado por historias y conocimientos previos: nos enseñaron que a los osos hay que temerles. Habría entonces una especie de “aprendizaje emocional” que adoptamos desde la niñez y que nos indica qué debemos sentir y en qué momento, qué emociones son buenas y cuáles no, qué debemos hacer para lograr niveles superiores de “inteligencia emocional”, cuáles emociones son propias de varones y cuáles de mujeres; y es ese aprendizaje el que va moldeando que, a través de las emociones, nos acerquemos a ciertas personas y objetos y nos alejemos de otros.

El segundo aspecto político tiene que ver con el poder de las emociones. Tal como lo demuestra Ahmed con el análisis de textos y discursos, las emociones pueden conducir a la política, a la identidad colectiva, a determinadas alianzas sociales. Es este poder social de las emociones el que se manifiesta a través de la política, a través de los movimientos sociales, incluso para crear identidades nacionales. La teoría de Ahmed anima a lectoras y lectores a considerar las implicaciones políticas de sentir o no sentir algo. Porque el poder moldea cuerpos y moldea emociones; y en ese modelaje el poder, finalmente, acalla determinados cuerpos y da voz a otros. De ahí precisamente que las emociones sean una política cultural eficaz y eficiente para mantener el orden y, por ende, la reproducción social. De hecho, la función social de emociones como la vergüenza, la culpa o el miedo es precisamente evitar el conflicto, acallar cuerpos y, finalmente, privatizar problemas que se hacen pasar por “psíquicos” cuando en realidad son claramente sociales y culturales. Es en esta especie de ocultamiento de la injusticia detrás de lo emocional donde reside unas de las grandes aportaciones políticas de esta obra.

Finalmente, la tercera cuestión política de enorme relevancia recae en el uso público que se hace de las emociones para legitimar desigualdades sociales y para naturalizar o tratar como dadas cuestiones que son, en realidad, resultado de decisiones políticas. Tal como Ahmed demuestra, emociones como el miedo, la culpa o la vergüenza refuerzan públicamente los caminos argumentativos de la discriminación y el rechazo, transformándose en excusas emocionales para evitar asumir responsabilidades colectivas. Si siento vergüenza por no tener trabajo es porque la culpa de no tener trabajo es exclusivamente mía. Es allí donde operan las emociones como mecanismos legitimadores no solo de la desigualdad, sino también de las injusticias de las sociedades actuales. En ese sentido, emociones como el miedo operan como técnica política que aumenta la vergüenza individual, disminuye la inconformidad social y asegura el “buen” funcionamiento de lo colectivo. Si todos sentimos miedo, no salimos a la calle. Si todos sentimos miedo, no reclamamos derechos. Si todos tenemos miedo, nos encontramos con los otros en esa singularidad, pero exclusivamente desde lo privado y lo individual. Y eso, al poder, plantea Sara Ahmed, siempre le resulta útil y funcional.

Como último punto, quisiera recuperar las tramas de correspondencia (nunca lineales ni uniformes) que establece la obra de Ahmed entre las condiciones estructurales de la desigualdad social y el miedo, la vergüenza o el odio como expresiones emocionales de ese mundo desigual. El prisma de la política cultural de las emociones permite ubicar (de manera impecable) puntos de convergencia entre el nivel biográfico y el social, y establecer desde allí encarnaciones individuales de problemáticas estructurales. Desde esa perspectiva –y ahí reside seguramente el gran aporte del texto de Ahmed–, cultura y emociones (en cuanto vínculo indeterminado) configuran relaciones de mutuo moldeamiento en las que los dos ámbitos se afectan recíprocamente y donde las emociones devienen, finalmente, una gran excusa para explicar la reproducción social de las sociedades modernas y, en definitiva, la manera en la que se reproducen las desigualdades y las injusticias actuales en el mundo de la vida.

La revisión por pares es responsabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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