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Disponible online el 10 de Marzo de 2017
Por una crítica indígena de la razón antropológica
Towards an indigenous critique of anthropological reason
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Alcida Rita Ramos
Profesora Titular Emérita de la Universidad de Brasilia e Investigadora senior del CNPq (Conselho Nacional de Desenvolvimento Científico e Tecnológico), Departamento de Antropologia, Instituto de Ciências Sociais, Universidade de Brasília, Campus Universitário Darcy Ribeiro, 70.910-900, Brasilia, D.F., Brasil
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Recibido 21 junio 2016. Aceptado 25 enero 2017
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Resumen

Discurro sobre una trayectoria posible en el universo antropológico, desde la etnografía clásica, pasando por el activismo político, hasta llegar a la reflexión, digamos, postactivista. La entrada en escena de intelectuales indígenas ha permitido cuestionar algunas prácticas antropológicas centenarias. Es de esperarse que los indígenas estudiosos de la antropología provoquen el surgimiento de una antropología ecuménica, de manera que renueven y rescaten la disciplina de su letargo actual. Lo que aquí está en juego es la expectativa de una “conversación” crítica entre antropólogos indígenas y no indígenas dirigida a generar preguntas, buscar respuestas que, a su vez, creen nuevas preguntas en una espiral dialéctica, donde los puntos de vista indígenas y no indígenas colidan para producir un grado de energía intelectual, potencialmente capaz de provocar transformaciones significativas en la disciplina antropológica.

Palabras clave:
Antropología ecuménica
Brasil
Indígenas antropólogos
Antropologías propias
Abstract

I deal here with a possible path within the anthropological universe, starting from classic ethnography, going through political activism, and reaching what we may call a post-activist reflection. With the arrival on the scene of indigenous intellectuals, some century-old anthropological practices are being challenged. We can hope that the presence of indigenous scholars will provoke the rise of an oecumenical anthropology, which could renew the discipline and rescue it from its current state of lethargy. The paper raises expectations about a critical “conversation” between indigenous and non-indigenous anthropologists by posing questions, looking for answers, which, in turn, would raise further questions, and so on in a dialectical spiral where indigenous and non-indigenous viewpoints inevitably clash, hopefully generating sufficient intellectual energy to provoke meaningful changes in the field.

Keywords:
Oecumenical anthropology
Brazil
Indigenous anthropologists
Own anthropologies
Texto completo
Preámbulo

A partir de mi experiencia personal, discurro sobre una trayectoria posible en el universo antropológico que va desde la etnografía clásica, pasando por el activismo político, hasta llegar a una reflexión, digamos, postactivista. La entrada en escena de intelectuales indígenas ha permitido cuestionar algunas prácticas antropológicas, por ejemplo, como la de camuflar la trascendencia epistemológica de las teorías nativas bajo rótulos como mitos, cosmología, etc., las cuales crean una incomunicabilidad que, dentro de la disciplina, le niega a los indígenas el papel de productores (y no apenas abastecedores) de postulados teóricos de cuño propio. Mi expectativa es que los indígenas estudiosos de la antropología provoquen una abertura hacia una antropología ecuménica para que renueven la disciplina y la rescaten de su letargo actual. La interlocución entre indígenas y no indígenas debe ser fundamental en ese proceso al crear un campo de interpelaciones mutuas como camino para el crecimiento, de manera semejante a la propuesta de Jorge Wagensberg en su estimulante libro El gozo intelectual. Teoría y práctica sobre la inteligibilidad y la belleza (Wagensberg, 2007). Volveré a esto más adelante.

Experiencia vivida

Con el debido permiso, le doy a este relato un tono personal como una manera de entender cómo se hizo una trayectoria antropológica y, al mismo tiempo, dar un contexto a las ideas que surgen, fluyen y suscitan otras, muchas veces de modo furtivo, casi inconsciente.

Vivo la antropología con un profundo acento brasileño. Mi formación se basó en los clásicos mundiales, pero vistos siempre desde un lugar específico, Brasil. Como inmigrante portuguesa, a la edad de siete años, fue en Brasil donde supe que pertenecía a la categoría “otro”. Experimenté los sentimientos de ser extraña en una tierra extraña. Esos sentimientos se transformaron en ideas que solo se dieron a conocer cuando, por primera vez, encontré a la antropología, ya en la universidad. Quería penetrar las entrañas de la alteridad que me hablaba tan de cerca y, así, vi en los pueblos indígenas un espejo que me podría devolver la imagen distorsionada que la “mayoría” hace de nosotros, los diferentes.

Contra la corriente que vigoraba en Brasil en la década de 1960, que giraba alrededor de los estudios de la fricción interétnica, y contra mi propia expectativa por trabajar con algún pueblo que hubiera sufrido los abusos del contacto perverso con la sociedad nacional, fui para el corazón de la Amazonia a estudiar un subgrupo del pueblo yanomami que, en aquella época, era el epítome de los indígenas aislados, libres de invasiones e injusticias interétnicas. Allá, durante 23 meses, viví en lo que hoy podríamos llamar paraíso etnográfico, más puro que las islas Trobriand de Malinowski. Llegué a sentir cierto escrúpulo por hacer un trabajo de campo “apolítico”, sin ninguna intención aparente de practicar una “conciencia crítica”, como cualquier investigador gringo en busca del nativo antes de que se perdiera para siempre. Sin querer, caí en el savage slot (Troulliot, 1991)… hasta el final de los años 1980.

Mal sabíamos nosotros lo que estaba por venir años más tarde: la locura de la búsqueda del oro [en el extremo norte de Brasil], la mortandad en masa de los indios yanomami bajo los efectos de repetidas pandemias de malaria, la publicidad mundial sobre el escándalo de su genocidio, la movilización política a su favor y el papel fundamental de la investigación etnográfica clásica en la defensa de sus derechos. Al fin y al cabo, no fue necesario inventar una fricción interétnica para legitimar mi escogencia de campo etnográfico. Para consternación de todos, el contacto interétnico se abatió sobre los yanomami como una ola gigante y mortífera (Ramos, 2010a, p. 46).

Deshaciendo mi equívoco inicial, la investigación etnográfica profunda probó, una vez más, que es indispensable como recurso político para la defensa de los derechos indígenas. Los escritos etnográficos que algunos colegas y yo escribimos a lo largo de esos veinte años fueron cruciales para sustentar argumentos a favor de la demarcación de la tierra tradicional de los yanomami, que apenas ocurrió en 1991, después de una década de lucha política y burocrática y de continuas invasiones de buscadores de oro (garimpeiros), a partir del 1989, que fueron responsables de la muerte de casi una tercera parte de los seis mil yanomami que fueron más duramente afectados en el territorio brasileño (Ramos, 1995a, cap. 11).

En 1977, la dictadura militar en Brasil (1964-1985) me empujó hacia la plácida Escocia, donde me ocupé escribiendo sobre la dramática situación de los indígenas bajo la égida de los megaproyectos de desarrollo en la Amazonia (Ramos, 1980, 1984; ver Ramos, 1991, 1995b). Sedienta de acción, regresé al Brasil tres años después. Me involucré en varias actividades militantes en la capital, Brasilia; conocí y hospedé a varios líderes indígenas que, como por encanto, habían surgido en el escenario nacional en aquel lapso de tiempo; viví de cerca su desesperación, su frustración y su angustia. Todos, pero cada uno a su manera, transmitían el drama de ser miembros de una minoría indígena en un país indiferente a las injusticias étnicas y sociales. Mientras yo me sentía extraña en tierra extraña, los indígenas se volvían extraños en su propia tierra. Desarrollé una fuerte empatía por aquellos indígenas estoicos y audaces. Fui testigo de situaciones límites que me produjeron una parálisis intelectual momentánea y llegué a experimentar una aguda toma de conciencia de lo que debe ser sentirse “indio” en un medio tan hostil. Pasó algún tiempo antes de que consiguiera transformar esa parálisis en análisis antropológicos. Al final, fue una parálisis productiva. Algunos de los artículos que escribí en la época son

fruto de una inmersión casi metafísica en el sufrimiento de aquellos indios: uno, borracho, rescatado de la calle después de una pelea de bar al final de un día perdido en las entrañas del poder en Brasilia; otro, inmovilizado a la fuerza para evitar que se matara, por no llevar a casa un nuevo fracaso político; otro, emocionalmente confundido, temiendo por la propia vida si volviera a su tierra después de denunciar a los poderes locales en fórums internacionales (Ramos, 2010a, pp. 47-48).

El artículo “Categorías étnicas del pensamento Sanumá” (Ramos, 1985), a pesar del título anodino, contiene un momento fugaz en el que encarné la amargura de ser humillado por apenas una palabra: indio. En aquel momento, los yanomami no habían sido expuestos aún a ese estigma y entonces pude analizar estas categorías sin referirme al doloroso proceso de colonización de la consciencia, del que nos hablan Comaroff y Comaroff (1991).

Nuevos rumbos

Puedo decir que fue por la vía del afecto, del sentir la amargura de ser otro, tal vez más otro de lo que yo ya fuera, que comencé a cultivar la voluntad de acompañar más de cerca la trayectoria de los indígenas por el camino de la academia. Atrasado en décadas con relación a pueblos nativos de otros países de las Américas1, ese camino les abrió un horizonte de posibilidades intelectuales y políticas a los indígenas en Brasil, entre ellas la capacidad de oponerse a posiciones de académicos no indígenas que, inclusive bien intencionados, traen en su ADN cultural ideas demasiado arraigadas para ser voluntariamente cuestionadas y rechazadas (Ramos, 1994, 2000). Con la autoridad que el grado de doctor en antropología confiere, los intelectuales indígenas comienzan a identificar los problemas más profundos de la práctica antropológica tradicional, como veremos adelante.

Ahí comenzó mi interés por la praxis de la antropología en ese nuevo contexto interétnico, el cual me abrió una fase que denomino como poscomprometida, si es que el compromiso se limita a la militancia política. Al final, descomprometerse, en este sentido, tal vez sea la manera más comprometidamente desapegada de reconocer la agencialidad plena de los indígenas. Al renunciar a la militancia, el antropólogo sale de su posición como productor principal de conocimiento etnográfico para darle el lugar a nuestros tradicionales “otros”, tomando para sí el papel de actor secundario en la escena interétnica (Ramos, 2007, 2008, pp. 480-81).

Me alejé del campo militante ya repleto de agentes y asociaciones de apoyo a movimientos, y de encuentros y decisiones cuyo propósito es enfrentar los meandros del poder y hacer oír las voces indígenas. Me replegué, entonces, a la reflexión sobre el lugar y el papel de la naciente categoría de indígenas antropólogos y al posible futuro de la antropología cuando las teorías indígenas, vehiculadas por investigadores indígenas, marquen su presencia en la academia en igualdad de condiciones con las teorías corrientes en la disciplina. A ese futuro posible –y espero que probable y cercano– le di el nombre de antropología ecuménica. Un ecúmene antropológico (Ramos, 2011a, 2011b) sería, pues, la congregación horizontal (¿me arriesgo a llamarla igualitaria?) de teorías sociales de distintas procedencias. “En el futuro”, dice Benthall, “en el futuro la antropología, probablemente, hará más justicia a su promesa incontestable si se conduce con modestia y si se mantiene lo más permeable posible a otros campos de estudio” (Benthall, 1995, p. 6). La incontestable promesa de la antropología consiste en salir de los muros académicos para alcanzar el mundo, con un lenguaje accesible, sin perder su rigor científico. Esos otros campos de estudio pueden ser campos de producción antropológica fuera de la academia, sea en las instancias del poder, de protesta, o en aldeas indígenas de las que la antropología ha sacado mucho de su sabiduría y de su heterodoxia y donde hace falta sangre nueva para revitalizarla. La antropología, dijo Benthall, «es la única ciencia social comprometida de forma consistente en contestar al etnocentrismo inherente a todos los discursos sobre la sociedad » (p. 9; cursivas del autor). Si esa afirmación vale para los antropólogos no indígenas, ¿cómo será una antropología hecha por mentes indígenas?

El antropólogo Tonico Benites, de la etnia guaraní kaiowá del estado de Mato Grosso del Sur, afirma que su “posición y lucha como indígena y antropólogo son para deconstruir y descolonizar esos «indios» idealizados y homogéneos en los libros didácticos y en los medios de comunicación” (Benites, 2015, p. 4). Benites muestra su manera de hacer antropología como un recurso importante en la defensa de los derechos indígenas cuando afirma:

el área de Antropología, cuando hecha con seriedad, se vuelve fundamental para entender de forma profunda las concepciones, los intereses y las necesidades reales de las familias y de los pueblos indígenas abordados, teniendo siempre en consideración su historia y su múltiple modo de vivir y de ser (Benites, 2015, p. 6).

La situación dramática que ha vivido su pueblo a lo largo de décadas de invasiones de tierras, asesinatos y negligencia estatal ayuda a explicar la pragmática de Benites con relación al papel de la antropología para intentar comprender las fuerzas que han operado en el destino de los guaraní kaiowá. Él dice: “siendo mi investigación participativa e implicada, puedo comprender mejor el modo de ser, actuar y pensar de los operadores de derecho, de los investigadores de las universidades, de los agentes indigenistas del Estado y de afuera de este (ONG), del gobierno y del poder judicial brasilero” (Benites, 2015, p. 6).

También vemos esa propuesta de hacer una “antropología reversa” (Kirsch, 2006) en los escritos de Gersem Baniwa (Luciano, 2012, 2015), como es mejor conocido el antropólogo Gersem Luciano2, miembro del pueblo baniwa del noroeste de la Amazonia. Al estudiar a los antropólogos que estudian a los indígenas, los indígenas antropólogos tienen en sus manos herramientas con las que desbastan el intrincado mundo de los blancos. La propia antropología les da esas herramientas en un proceso dialéctico, cuya nueva síntesis aguardo con impaciencia. Baniwa percibe esto de forma cristalina:

auto-representaciones de sus cosmovisiones, de sus universos culturales, ontológicos y epistemológicos, por medio de los cuales, nosotros los indígenas podemos conocerlos mucho mejor en la búsqueda por una convivencia y coexistencia más promisoria… Conocer a los antropólogos no indígenas significa conocer al hombre blanco (Luciano, 2015, pp. 2-3).

Para él, “la antropología [es] como un lente multifocal, multidimensional y multicósmico que posibilita al indígena ver cosas que la propia antropología no logra o no quiere ver, porque este dispone de otras formas, propósitos y ángulos para observar” (Luciano, 2015, p. 2).

Percibir cosas que la antropología no ha podido o no ha querido ver es exactamente lo que propongo con la antropología ecuménica. Es abrir un campo de intercomunicabilidad epistémica, de manera que, simplemente, los antropólogos no se complazcan con sus análisis y sus teorías sin ponerlas al escrutinio de la crítica indígena. Por crítica no quiero decir censura sino indagación a la luz de otras miradas. Es un procedimiento que recuerda la demostración del físico catalán Jorge Wagensberg (2007). Para él, la ciencia se desarrolla cuando una respuesta a una pregunta inicial genera otra pregunta, y así por delante. Una etnografía que se autorresponde y queda satisfecha con eso puede tener un valor en sí, pero no genera nuevas preguntas. Es aquí que el papel crítico de los indígenas puede apalancar cuestiones antropológicamente banales hacia niveles más exigentes de profundidad, sofisticación y comunicabilidad.

Gersem Baniwa aborda la cuestión de manera más filosófica al intentar identificar los obstáculos, las limitaciones actuales para una antropología ecuménica debidamente compartida entre indígenas y no indígenas y una posible respuesta.

Pensar el lugar, el papel y los desafíos de los indígenas antropólogos es pensar necesariamente el papel de estos junto a la propia antropología. Tal vez, esta sea una tarea difícil, pues abre la posibilidad de que la antropología sea cuestionada en su autoridad y cientificidad etnográfica, lo cual en general, los antropólogos están muy poco dispuestos a aceptar con tranquilidad, en la misma proporción en que los indígenas antropólogos no están dispuestos a ser meros actores secundarios y legitimadores de las teorías antropológicas, muchas de ellas colonialistas y racistas desde el punto de vista epistémico (Luciano, 2015, p. 4).

Frente a tales dificultades, Baniwa propone que los propios indígenas antropólogos tomen para sí la tarea de transformar la disciplina “frente a la necesidad de ser menos totalitaria, colonialista, jerarquizadora de las relaciones humanas” (Luciano, 2015, p. 4). Y advierte: “la única cosa que no puede es dejar de ser indígena. Mi entendimiento es que nosotros indígenas antropólogos, en nuestro tiempo y espacio propio, construiremos nuestro propio quehacer antropológico, lo cual no significa hacerlo contra o a favor del quehacer antropológico clásico o moderno, sino simplemente significa hacerlo diferente” (Luciano, 2015, p. 5).

Para el estado actual de la imaginación antropológica, que parece contentarse con remozar viejos modelos que se agotaron en la llamada posmodernidad, tal vez sea el momento propicio de intentar algo que está frente a nosotros pero que ha escapado a nuestra conciencia. Es común que los antropólogos dejen que teoría y método se interpongan entre su lógica y la de los indígenas, ignorando el hecho de que todos compartimos la misma racionalidad humana. Imágenes distorsionadas o reducidas serían el resultado de los puntos ciegos creados por un exceso de preocupación con la aplicación de métodos y teorías, generando la ansiedad de la que habla Devereux (1967). Me refiero al punto ciego que ignora la contribución fecunda de los indígenas, no más como productores de materia prima etnográfica sino como pensadores, como analistas capaces de traer para la academia maneras nuevas de ver el mundo y formas innovadoras de abordar fenómenos socioculturales, inyectando sangre nueva a la disciplina que tiene por hábito autofagocitarse. Sería aplicar a la propia antropología el aclamado adagio lévi-straussiano según el cual los indígenas siempre se abrieron para el otro (Lévi-Strauss, 1993). Y no se trata apenas de escribir un texto y “dar” coautoría a quien proporcionó los datos. Se trata de componer a varias manos un dialéctico encadenamiento de dudas, conversaciones mutuas y respuestas que, a su vez, generan nuevas dudas y así hacen girar la rueda de la intercomunicabilidad y de la profundidad en la generación de conocimiento.

Nuevamente evoco a Wagensberg: “una comprensión es de hecho una máquina para hacer preguntas” (Wagensberg, 2007, p. 26), preguntas que resultan de una fase de la investigación que el autor llama conversación. “Si la conversación regresa exactamente al mismo punto queda atrapada… en un círculo vicioso. Para que la conversación no sea circular, el punto de partida y de llegada han de ser distintos, aunque sea por muy poco” (p. 33). Transportando esta propuesta para el campo de la etnología es fácil prever las ventajas para la comprensión mutua y para que la propia antropología se abra al otro, acogiendo nuevas teorías, otras sapiencias, otros puntos de vista que los indígenas antropólogos están aptos a conducir en igualdad de condiciones epistemológicas (Ramos, 2008). “Es natural y deseable”, dice Baniwa, “que los indígenas antropólogos, con dominio de las herramientas teóricas y analíticas de la disciplina y, conocedores de las realidades de sus comunidades y pueblos, construyan y ejerzan procesos discursivos críticos e independientes de los preceptos canónicos de la disciplina perpetuados a lo largo de su existencia” (Luciano, 2015, p. 5).

No obstante, es necesario reconocer y valorizar la contribución que la antropología ha dado para el surgimiento de una “conciencia antropológica” por parte de los indígenas. Ese hecho por sí solo hace que valga la pena la existencia de la antropología, pues, entre otras cosas, como dice Baniwa, “puede ofrecer a los indígenas un bien precioso y complejo que es el conocimiento sobre el mundo del blanco” (Luciano, 2015, p. 2). No es necesario ni loable aferrarse a las ideas recibidas como una tabla de salvación. Como nos enseña el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer (1989), tradición que no se transforma termina muriendo de inanición. Al final, los indígenas son parte constitutiva de la tradición antropológica y llegan ahora al punto de cambiar de lugar dentro de ella, a pesar de la resistencia que se percibe en algunos sectores de la antropología académica. La entrada de los indígenas antropólogos al escenario profesional puede ser más turbulenta de lo que sería válido suponer. “La visión absolutista de la ciencia antropológica”, dice Baniwa,

conduce a la práctica de la tutela cognitiva de los indígenas… los antropólogos no indígenas son excelentes asesores, tutores, aliados políticos, pero delante de discursos de rupturas no logran romper las bases culturales de la tutela, del colonialismo y del imperialismo, en la medida en que no son capaces de soltarse de sus matrices cosmopolíticas y epistemológicas eurocéntricas (Luciano, 2015, p. 6).

Mis expectativas con relación a la crítica indígena sobre la antropología son:

  • 1.

    Traer un nuevo aliento a la antropología, principalmente, con la participación de sus antiguos “objetos” que, a juzgar por los testimonios aquí presentados (y muchos otros fuera de Brasil), están dispuestos a apostar en un Renacimiento antropológico, gracias a la combinación de su vivencia indígena con la apropiación de los instrumentos de la disciplina.

  • 2.

    Al provocar una conversación equilibrada entre profesionales indígenas y no indígenas, la antropología debe, necesariamente, hacer justicia a la sagacidad y a la riqueza intelectual indígena, abandonando de antemano ciertas ideas recibidas que reducen teorías y metodologías indígenas a viejos conceptos atávicos cargados de desigualdad.

  • 3.

    Abrir camino al crecimiento y recuperación de la antropología, ansiando por una fusión de horizontes, o sea, por el esfuerzo de aproximación entre diferentes visiones, en los moldes trazados por Gadamer (1989), aunque sea como una quimera oximorónicamente alcanzable, trazando una ruta plena de encrucijadas donde antropólogos indígenas y no indígenas se pregunten, se desafíen mutuamente, provocando nuevas respuestas en una espiral intelectual propicia a entendimientos o desentendimientos productivos, de tal manera que se asegure una sobrevivencia digna para la antropología y, ante todo, para los pueblos que la hicieron posible.

Horizontes

Después de mucho insistir en la necesidad de las autoetnografías indígenas y de una antropología ecuménica (Ramos, 2008, 2009, Ramos, 2010a, 2010b, 2011a, 2011b, 2012, 2014), es hora de ir al mundo real y comenzar a probar estas ideas en la práctica. Con la entrada de indígenas en los campos de la academia, ahora tenemos la oportunidad de intercambiar ideas en igualdad de condiciones. El escenario es muy diferente al del campo de investigación etnográfica tradicional en el cual el investigador preguntaba y el “nativo” respondía, en el cual el investigador era un intruso y el “nativo” estaba en casa, en el cual el investigador llevaba objetos manufacturados y el “nativo” los deseaba. En este nuevo contexto, el terreno es compartido, las preguntas, respuestas y objeciones son mutuas y pueden surtir efectos inesperados para ambas partes.

En la Universidad de Brasilia, estudiantes indígenas de posgrado produjeron textos estimulantes sobre las diferencias entre la etnografía hecha por académicos no indígenas y por indígenas (ver Cândido, en este volumen) y sobre las vivencias de estudiantes indígenas en el mundo académico de la antropología (ver Sotto Maior Cruz, 2016 en este volumen). Encuentros informales entre esos estudiantes y algunos profesores han traído a la superficie muchas inquietudes y sorpresas. El idioma común de la antropología permite que transitemos por los mismos caminos de comunicación, con la única –pero significativa– diferencia de que algunos son profesores no indígenas y otros son estudiantes indígenas. Aunque todavía sea una experiencia bastante incipiente, comenzamos a percibir lo que está por venir. Por ejemplo, una conversación sobre parentesco generó una duda en uno de los estudiantes indígenas, quien afirmó la posibilidad legítima de casarse con sus primas paralelas, rechazando los argumentos etnográficos habituales. Asaltado por la duda, consultó a su padre por teléfono y, con una sonrisa traviesa, admitió que él también, sin darse cuenta, seguía la regla que prohíbe el matrimonio entre «hermanos». Aunque el ejemplo sea trivial, muestra la posibilidad de posibles diálogos entre saberes distintos que pueden convergir en nuevos espacios de comprensión mutua.

Con estudiantes indígenas, que no comparten con nosotros la misma historia de conquistas, podemos preguntar, por ejemplo, por qué Occidente necesitó inventar la antropología. Se espera que su respuesta no sea la misma que la de estudiantes no indígenas. Para ellos podemos diseñar cursos que les hablen más de cerca y les permitan descifrar algunos enigmas de la conquista. Con ellos comenzamos a incursionar por caminos que no estaban en nuestro horizonte. Esta intercomunicabilidad productiva de preguntas, respuestas y más preguntas, de dudas, ambigüedades y aciertos es reminiscente del gozo intelectual pregonado por Wagensberg. Por esos encuentros, todavía pocos, se puede percibir claramente que el entrenamiento en antropología no hará de esos indígenas otros tantos antropólogos aplanados por el limador de la ciencia. Así como nosotros, antropólogos no indígenas, llevamos nuestra carga cultural para el campo, a pesar del efecto mínimamente neutralizador del entrenamiento antropológico, también los antropólogos indígenas no dejan de ser indígenas solamente por ser antropólogos. Con toda seguridad, serán lo que Tonico Benites llama Antropólogos Indígenas o lo que Gersem Baniwa denomina Indígenas Antropólogos.

Incluso con cierta dosis de artificialidad, podemos intentar descifrar esta inversión que hacen Benites y Baniwa del substantivo y del adjetivo de indígena y antropólogo. Ambos perciben en la antropología un instrumento útil para pensar el mundo. Sin embargo, mientras que Baniwa afirma que «la antropología puede ofrecer a los indígenas un bien precioso y complejo que es el conocimiento sobre el mundo del blanco» (Luciano, 2015, p. 2), Benites asevera que «la Antropología, cuando se hace en serio, se vuelve fundamental para entender de forma profundizada las concepciones, los intereses y las necesidades reales de las familias y de los pueblos indígenas de los que trata, considerando siempre su historia y su modo de vivir y de ser múltiples » (Benites, 2015, p. 6).

Podríamos traducir ambas posiciones en términos que rebasan nuestra discusión. Los indígenas antropólogos de Baniwa –donde la palabra ‘antropólogos’ califica ‘indígenas’– equipados con los conocimientos antropológicos combinados con los suyos propios, se proponen desarrollar una antropología crítica. Es una antropología vuelta para fuera, a partir de una mirada formada adentro. Por su parte, los antropólogos indígenas de Benites, antropólogos que tienen el privilegio de ser indígenas, tendrían como objetivo hacer antropologías propias o, si se quiere, autoetnografías. Es una visión vuelta para dentro, alimentada por un conocimiento cultivado desde fuera. ¿Cómo esas dos visiones, igualmente densas y legítimas, nos plantean la cuestión de la antropología ecuménica?

Traer a los antropólogos indígenas al seno de la vida intelectual, dentro o fuera de los muros académicos, no significa negar la importancia de la investigación etnográfica hecha por los no indígenas. La mirada distante (como propone el mismo Baniwa) ya se mostró fundamental para la comprensión de cualquier sociedad. Un caso ejemplar es el de Alexis de Tocqueville (2003), noble francés fascinado por la idea de democracia. Su investigación en Estados Unidos reveló aspectos sorprendentes para los propios americanos. Lo que es inconcebible es atribuir más valor a las teorías y análisis académicos que a las indígenas.

Es decir que las teorías nativas ya no deben ser consideradas una mera materia prima que alimenta la fábrica de ideas académicas. Tomar a los indígenas en serio no es apropiarse de sus palabras y gestos como material bruto al que se agrega valor y se vende como teoría antropológica, sino otorgarles el lugar intelectual que les corresponde (Ramos, 2011a, p. 118).

Como resultado práctico de todas estas consideraciones, persistamos en crear una red permanente de intercambio en la que indígenas y no indígenas se involucren y se desafíen mutuamente y, así, creen un horizonte de conocimiento y respeto mutuos basados en el lenguaje común de la antropología ecuménica, un campo de debates donde no hay ni ganadores ni perdedores, ni dominadores ni dominados, solo pensadores, mentes abiertas cuyo horizonte es el conocimiento mutuo y el respeto que proviene de ello.

Últimas consecuencias

Llevando la inspiración de Wagensberg hasta las últimas consecuencias, acojo con placer las reflexiones de la evaluadora anónima, quien dio un chorro de vida a este trabajo. Superando ampliamente mis expectativas más osadas, la colega vislumbró nuevas preguntas que para responderlas con la debida profundidad yo tendría que escribir un libro entero sobre el asunto. Aquí puedo apenas apuntar algunos caminos sugeridos por ella y que dan a mis ideas una profundidad anhelada pero no alcanzada en el contexto de un capítulo de un volumen colectivo.

En primer lugar, mi entendimiento de lo que son los intelectuales indígenas, en especial en el área de la antropología, se refiere a su situación privilegiada de vivir en dos mundos: el de los saberes indígenas y el de los saberes académicos. Este desdoblamiento de la idea central del artículo nos llevaría a profundizar la importancia de los antropólogos indígenas como agentes por excelencia que operan una conjunción de saberes distintos y, por ello, serían capaces de enriquecer a ambos saberes con fértiles cuestionamientos cruzados que tendrían el gran potencial de dirimir malentendidos mutuos y fomentar la comprensión derivada del respeto a las diferencias. Naturalmente, ese ejercicio no es común a toda sociedad, ni a la del indígena antropólogo ni a la del antropólogo no indígena. El intelectual indígena y el no indígena serían como conmutadores culturales, figuras especiales en posición de permutar experiencias y mensajes a través de sus respectivos contextos sociales.

Un segundo punto que podría ser desarrollado tiene a ver con la especificidad del conocimiento antropológico en un contexto mayor de relaciones interétnicas. ¿Cómo los indígenas antropólogos construyen su conocimiento académico dentro de ese contexto y cómo son percibidos por sus pares profesionales y por sus coterráneos? Lo que aquí está en juego es la cuestión de cómo enfrentar las contradicciones inherentes de pasar de “objeto” a “sujeto” de la investigación etnográfica sin traicionar lealtades étnicas de ambos lados.

Dentro de las desigualdades sociales que ninguna simetría académica –si existiera– podría desvelar, el llamado a desvestirnos de nuestros respectivos orígenes por medio de la prolongada formación académica pone de relieve el deseo utópico de la nivelación social. No obstante, casi siempre tropezamos con el poder diferenciado que introduce un elemento de, podríamos decir, “entropía” en la búsqueda por ecuanimidad en el campo intelectual. Obviamente, ser ecuménico no significa ser igual ni social ni culturalmente. La propuesta de este texto desafía esa verdadera aporía al proponer que es justamente en el espacio de diferencias que está la posibilidad de superarlas, aunque sea apenas en el campo intelectual.

En consecuencia, ¿así como rechazamos el etnocentrismo no indígena tendríamos el mandato intelectual para repudiar igualmente el etnocentrismo indígena y, por ende, las tan admiradas diferencias culturales? ¿Tendríamos nuevamente aquí las inquietudes de Lévi-Strauss alrededor de la famosa copa de ron de los Tristes Trópicos: intransigentes con nosotros mismos e indulgentes con los “otros”? ¿O sería el caso de que esos “otros”, como pares, ejerzan sobre nosotros una advertencia permanente para mantener prendida nuestra conciencia crítica?

Estas son algunas preguntas wagensbergianas que surgen de este trabajo y que fueron traídas a mi conciencia por la generosidad de una lectora atenta.

Agradecimientos

Agradezco a Pierre Beaucage sus comentarios perceptivos y pertinentes.

Referencias
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La revisión por pares es responsabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Es autora de Sanumá memories (1995), Indigenism: Ethnic politics in Brazil (1998) y compiladora de Constituciones nacionales y pueblos Indígenas (2014).

Este atraso se debe al desprecio centenario del Estado brasileiro a la educación escolar indígena ocasionado, entre otros factores, por el tenaz régimen de tutela estatal.

En cuanto a los nombres y apellidos de los autores indígenas, adopto los que ellos mismos indican en sus trabajos escritos.

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