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Inicio Boletín Médico del Hospital Infantil de México El bien vivir: ¿cuidado de la salud o proyecto vital? Primera parte
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Vol. 73. Núm. 2.
Páginas 139-146 (Marzo - Abril 2016)
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Vol. 73. Núm. 2.
Páginas 139-146 (Marzo - Abril 2016)
Salud Pública
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El bien vivir: ¿cuidado de la salud o proyecto vital? Primera parte
To live well: health care or life project? Part I
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Leonardo Viniegra-Velázquez
Unidad de Investigación en Medicina Basada en Evidencias, Edificio de Hemato-Oncología e Investigación, Hospital Infantil de México Federico Gómez, Ciudad de México, México
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Resumen

En este trabajo sobre del bien vivir —aspiración humana universal y fin último en el ideal de la atención a la salud— se confrontan dos opciones para su consecución: cuidado de la salud y proyecto vital. Se inicia con un recuento de las expresiones de la degradación humana en el mundo actual propiciada por las desigualdades sociales, cuya intensidad y omnipresencia revelan una quiebra civilizatoria. Con este marco se argumenta cómo la medicalización de la vida, que reduce el cuidado de la salud a la lógica de la lucha contra las enfermedades y la impone como prioridad vital, empobrece el bien vivir (vida digna, satisfactoria y serena), con la industria de la salud como principal beneficiaria.

La influencia de la medicalización en el modo de vivir ha convertido la obsesión por estar sano y el horror a la enfermedad en un medio de control social al servicio del poder que mantiene y profundiza las desigualdades; de ahí su promoción incesante. Se arguye cómo esa preocupación por la salud, lejos de aproximar al bien vivir, introduce por senderos de angustia, inseguridad y desasosiego. Al final, se hacen consideraciones sobre los inconvenientes de que el cuidado de la salud polarice la atención y las energías vitales de los profesionales de la salud y de los usuarios de los servicios, y se descuide la responsabilidad ética, que atañe a todos, de la búsqueda de un mundo hospitalario e incluyente.

Palabras clave:
Bien vivir
Cuidado de la salud
Medicalización
Control social
Consumismo
Quiebra civilizatoria
Abstract

To live well is a universal human aspiration as well as the ultimate goal of the services that take care of people's health. In this paper, two different ideas are discussed about how to achieve it: health care and life project.

Part I begins with a detailed account of human degradation and the social inequities responsible for the unprecedented social and cultural breakdown of the actual society. Under this interpretative framework, the medicalization of human life as result of the alienating consumerism is analyzed as well as the excesses it entails from both health care institutions and health services users. By exploring the reasons of medicalization, it becomes clear that its influence in our actual lifestyles has driven us to be obsessed with being healthy and horrified of diseases; this works as a very effective mean of social control from the powers that maintain and deepen inequality. As such, the first to benefit from it is the health industry. This constant concern for health takes us away from our goal of living well since it causes anxiety, insecurity and disquietude.

In conclusion, different considerations about the inconveniences of devoting all our energies towards health care are offered and it is suggested that instead we all have the responsibility of creating a more hospitable and inclusive world.

Keywords:
To live well
Health care
Medicalization
Social control
Consumerism
Social and cultural breakdown
Texto completo

“Nuestra inclinación inveterada a la simulación

nos ha hecho confundir el infierno con el paraíso.”

El autor

1Introducción

En este trabajo se parte de una premisa: el bien vivir —entendido de muchas maneras, casi siempre asociado con momentos o estados de bienestar— es una aspiración universal que históricamente ha sido privilegio de pocos y pretensión, en gran medida inasequible, de la mayoría, y es el fin último en el ideal de la atención a la salud física y mental. En otros tiempos, la imagen del bien vivir como construcción del fuero interno de toda persona respetable y con base en el deber ser solía reunir dos componentes principales provenientes de la tradición: “la posesión y uso, con mesura, de los bienes necesarios y suficientes para un diario vivir con satisfacción y bienestar, y el cuidado y preservación de la vida al actuar con honradez, moderación y sensatez”. Esta sabiduría ha dejado su lugar a ideas estandarizadas donde la posesión y el consumo confieren identidad y status social, además de que —se dice— son estilos de vida necesarios para incentivar la economía. Por otro lado, el cuidado de la propia vida se ha reducido al de la salud como deber de todas las personas que aspiran a la longevidad, lo que, en presencia de un consumismo exacerbado y alienante, se ha desvirtuado en el imaginario de los individuos alentando toda clase de excesos “indispensables”.

Como en nuestro tiempo las desigualdades sociales se acentúan, el consumo que alienta la publicidad va perdiendo —por inalcanzable— centralidad en la aspiración del bien vivir de las mayorías. Así, el cuidado de la salud se va convirtiendo en el único derrotero percibido hacia el bien vivir, y las instituciones en depositarias del encargo social de proveerlo. De esto deriva la pesada responsabilidad que recae sobre los trabajadores de la salud, a lo que se agrega el imaginario y las expectativas de la población sobre este tipo de personal: “guardianes de la salud física y mental y guías fiables en la búsqueda del bien vivir”, y revela la creciente importancia del cuidado de la salud en la forma de vivir de las sociedades modernas. Esto no se explicaría sin la incesante propaganda de los medios masivos de comunicación (de manipulación y persuasión en realidad), que convencen a la población inerme de que sus obligaciones y responsabilidades con respecto a la salud son una prioridad vital, lo que ha favorecido una dependencia creciente de las instituciones sanitarias. Al reflexionar acerca de esta situación histórica, cabe cuestionarse sobre la viabilidad de tal prioridad en la consecución del anhelado bien vivir de los individuos y los grupos. Esto debido a que nos encontramos en tiempos obscuros, cargados de desamparo, incertidumbre y envilecimiento, provocados por el predominio abrumador de políticas económicas globales que favorecen, como en tiempos pretéritos de explotación inicua y sin medida del trabajo asalariado, los intereses del capital sobre los del trabajo, acrecentando las desigualdades donde una exigua minoría concentra la riqueza socialmente generada. Además, las grandes mayorías se empobrecen, son marginadas o excluidas del movimiento económico y social. Estas desigualdades son mantenidas por un poder abusivo y opresor al servicio de los intereses de las grandes empresas (particularmente las financieras) a escala global, cuya codicia implacable ha llevado a la civilización de la que nos ufanamos a atentar gravemente contra sí misma, al convertir nuestra casa común en un lugar inhóspito para formas de vida decorosas para las mayorías.

2¿Una quiebra civilizatoria?

A continuación se hace un recuento de las principales calamidades que degradan a la humanidad (del dominio público)1, con muchos contrastes, variantes y matices entre bloques, países y regiones:

  • a)

    Mercantilización sin límite de la dignidad humana, con precios y tasas de rentabilidad contrastantes que van desde los héroes y las estrellas del espectáculo a los “desechables” indigentes en situación de calle.

  • b)

    Renovadas formas de explotación del trabajo que anulan derechos laborales y sociales: los nuevos ropajes de la esclavitud, supuestamente abolida muchas décadas atrás2.

  • c)

    El hambre que, lejos de eliminarse, se extiende en los países pobres y expoliados, volviendo letra muerta el objetivo básico del milenio de la ONU.

  • d)

    Precariedad creciente de las formas de vivir de amplios sectores de la población de los países oprimidos y con mayores desigualdades (raíz de las migraciones), que se extiende a los países económicamente poderosos.

  • e)

    Desmantelamiento del Estado benefactor, que debilita o cancela derechos laborales y sociales de educación, salud, seguridad, pensiones, vivienda o apoyo a desfavorecidos3.

  • f)

    Consumismo compulsivo y alienante como razón de vida y sentido de identidad, promovido por la mercadotecnia (a costa del endeudamiento progresivo e impagable de las víctimas), que es motor clave de una economía deshumanizada, amoral y predadora.

  • g)

    Inequidad e injusticia perpetuas por razones políticas, económicas, sociales y culturales.

  • h)

    Leyes al servicio de los poderosos que constriñen aún más las libertades civiles.

  • i)

    Violencia sistemática y creciente de los aparatos represivos del Estado como recurso de control social de la inconformidad, la disidencia, la resistencia o la rebeldía ante la opresión y el despojo.

  • j)

    La guerra, invariante de la historia humana, convertida en el más prominente recurso “diplomático” del poder hegemónico ante los Estados que se insubordinan o aspiran a la autonomía.

  • k)

    El terror (de Estado) como medio de “disuasión” cuando la represión no basta, para sojuzgar, intimidar o controlar poblaciones insumisas, o como recurso sectario ante la opresión, el abuso y la injusticia que se extiende y adquiere formas extremas de crueldad y destructividad, con clara tendencia a perpetuarse.

  • l)

    La corrupción como sino inexorable de las instituciones a lo ancho y largo del planeta, renuentes, elusivas y opacas al escrutinio y la fiscalización públicos.

  • m)

    La delincuencia —universalizada como expresión de una economía subterránea entreverada y coludida con la “legal”— que prospera al amparo de la impunidad.

  • n)

    El poder delincuencial creciente, difuso y diversificado que rivaliza o suplanta al propio Estado en países sometidos al poder global, descompone el tejido social y es fuente perenne de inseguridad, temor y opresión en la vida de las comunidades.

  • o)

    El abuso, la discriminación, el desamparo y la exclusión como destino inexorable de amplios sectores vulnerables de la población, que cancela posibilidades y oportunidades de realización.

  • p)

    La degradación omnímoda (moral y espiritual) de la vida humana.

  • q)

    El agotamiento de recursos naturales por la explotación sin medida con la consecuente devastación de los ecosistemas.

  • r)

    La polución irrefrenable del aire, de los suelos y de las aguas que envenena paulatinamente a los seres vivos —los humanos incluidos— y ha provocado un calentamiento global irreversible de la madre tierra, como la contribución más significativa “del desarrollo y del progreso”4.

Al considerar este recuento que es del dominio público, es preciso reconocer y valorar la determinación, entrega y valentía de infinidad de personas, de organizaciones comunitarias, de la sociedad civil y algunas multinacionales que surgen incesantemente y que, de diferentes maneras y en distintos espacios, bogan contracorriente resistiendo la degradación moral y material del mundo. Encabezan la defensa de los derechos humanos, sociales y la no discriminación, el apoyo a los desvalidos y sufrientes5, se oponen con denuedo al despojo de etnias y pueblos originarios, promueven el respeto y la preservación de innumerables formas de vida amenazada o en riesgo, procuran el cuidado de los ecosistemas y son vigilantes observadores y fiscalizadores de los abusos del poder político y de las empresas voraces y predadoras. Estas organizaciones representan contra-tendencias esperanzadoras ante el derrotero catastrófico que se impone. En contraste con lo anterior se encuentran las organizaciones gremiales y los sindicatos, que surgieron como garantes de los derechos laborales desde mucho tiempo atrás y que consiguieron, por su fuerza organizativa, legislaciones y regulaciones del trabajo con sustanciales beneficios en pro de la dignificación de la clase trabajadora. Permanecieron por muchas décadas; sin embargo, ahora, al ser avasallados por el “tsunami” neoliberal, se debilitan y tienden a la irrelevancia social, dejando un gran vacío que abandona en la indefensión a los “privilegiados” que encuentran acomodo en el mercado laboral6, sin que hayan surgido organizaciones alternativas influyentes que retomen la bandera de los casi inermes trabajadores. Paradójicamente, los trabajadores, que fueron los primeros del lado oprimido en contar con organizaciones en la defensa de sus intereses y derechos, apuntan, en los tiempos que corren, a ser el sector más desprotegido y vulnerable al abuso del capital y a la exclusión social.

Si buscamos un calificativo para el panorama del mundo que nos toca vivir, se puede afirmar, sin hipérbole, que se trata del agotamiento y la ruina de una civilización basada en “el lucro sin límites” que compromete, como nunca antes, nuestra viabilidad como humanidad. Ante tal situación histórica que demanda un viraje del movimiento social, ¿qué representa la fe de los individuos y las colectividades en el cuidado de la salud como derrotero confiable en la búsqueda del bien vivir? Sin duda un grave problema ya que, además de la escasa relevancia y trascendencia del cuidado de la salud en la mitigación o eventual superación de la catástrofe, tiene poderosos efectos distractores y de encubrimiento de las verdaderas raíces de los crecientes problemas de salud que nos agobian (no de las causas inmediatas y aparentes), que no son otras que las calamidades aludidas. Es decir, asumir que el cuidado de la salud es vía fiable en la consecución del bien vivir es engañarse (en el arte de vivir la salud es solo una faceta, un supuesto). Es ilusorio por inalcanzable —somos víctimas obligadas e inescapables de situaciones históricas tan desventajosas y adversas que más temprano que tarde enfermaremos7— e inconveniente, porque dedicar los mayores afanes y energías a preservar y procurar la salud de cada individualidad en un mundo excluyente, degradado e inhóspito que se desmorona en sus fundamentos humanistas y morales, que arrasa los ecosistemas, donde el valor de la dignidad es el de una mercancía intercambiable y prescindible, implica desentenderse o descuidar la responsabilidad que a todos atañe de la búsqueda interminable de mejores condiciones y circunstancias de vida para todos, que representaría lo medular de los esfuerzos por aproximarse al bien vivir, y que la pasividad social vinculada al individualismo hace creer que se trata de asuntos ajenos.

Deriva de lo anterior la situación contradictoria en la que se encuentran los integrantes del equipo de salud de las instituciones públicas. Por un lado, se les hace responsables de la preservación de la salud de habitantes que viven en condiciones progresivamente “insalubres” (precarias, estresantes, degradantes, deprimentes), exigiéndoles buenos resultados; por el otro lado, se restringen sus acciones e intervenciones a lo estrictamente relacionado con el cuidado de la salud. Esto suele ser fuente permanente de frustración, insatisfacción e impotencia ante los magros resultados8, porque las raíces de lo que se manifiesta como problemas crónicos de salud, física y mental de las personas se encuentran en sus circunstancias crecientemente adversas para formas de vida digna, satisfactoria, serena y fraternal que, con infinidad de matices, se imponen a la población de todas las regiones del planeta.

3El cuidado de la salud

Se entiende por cuidado de la salud desde la perspectiva de las instituciones encargadas socialmente de los servicios sanitarios (prefiero este uso castizo que el de “servicios de salud”, que es parte del señuelo manipulador de las instituciones estatales respectivas, dado que sus actividades corresponden, en sentido estricto, a la lucha contra las enfermedades), que en el discurso médico se considera clave en la consecución del bien vivir, a las modalidades de salud pública y práctica médica en sus diferentes fases o etapas a manera de estrategias de acción:

  • 1)

    La prevención de enfermedades que supone un enfoque poblacional predominante y que, de acuerdo con el momento y oportunidad de su realización, se considera: primaria (desiderátum de la salud pública), la que retrasa o impide la aparición de cierta enfermedad; secundaria, dirigida a detectar determinada enfermedad en estadios muy tempranos, con el propósito de impedir o retrasar su desarrollo; terciaria, cuya finalidad, una vez desarrollada cierta enfermedad, es intentar evitar que empeore o se produzcan complicaciones y agudizaciones; cuaternaria, dirigida a atenuar o evitar las consecuencias nocivas de las intervenciones innecesarias o excesivas del sistema sanitario9.

Las otras estrategias se implementan bajo una perspectiva individual:
  • 2)

    El diagnóstico de las enfermedades consiste en identificar y precisar la enfermedad presente en la persona que requiere la atención (enfoque de daño) o identificar factores presentes en el individuo que elevan la probabilidad de aparición de una enfermedad en un futuro próximo (enfoque de riesgo).

  • 3)

    En el tratamiento de las enfermedades se tiene una primera distinción que especifica entre el tratamiento médico (de trastornos somáticos o psicológicos) y el quirúrgico. De acuerdo con sus fines y posibilidades, los tratamientos pueden ser de varios tipos: a) preventivos, corresponden a la fase de prevención que intenta lentificar el desarrollo de una enfermedad y atenuar o evitar su agravamiento o complicaciones; b) curativos, dirigidos a eliminar o suprimir la enfermedad; c) sustitutivos, de la función disminuida o perdida de algún órgano; d) de control, para mantener las desviaciones de las constantes vitales o de los estándares mentales del paciente, dentro de rangos aceptables de acuerdo con criterios científicos o clínicos; e) paliativos, cuyo propósito es mitigar el sufrimiento o prolongar el lapso de vida en aceptables condiciones —calidad de vida— ante lo incurable o inevitable; f) de rehabilitación, que buscan restablecer la funcionalidad afectada o prevenir secuelas que puede provocar la enfermedad en cuestión.

Si ahora se considera lo que ocurre en el mundo real —con respecto a los resultados de la implementación de las diferentes estrategias de lucha contra las enfermedades basadas en el uso estandarizado de tecnologías aplicadas a individualidades muy disímiles—, se encuentra que, con muchas variantes y matices, rara vez se logran a cabalidad sus propósitos y, en numerosas ocasiones que van en aumento, suelen resultar, por un lado, excesivas, nocivas o contraproducentes, y por el otro, insuficientes, extemporáneas o inefectivas. Además, la lucha contra las enfermedades, en la perspectiva de la medicina occidental institucionalizada que basa su publicitada potencia y efectividad en la constante incorporación de las innovaciones tecnológicas, la cual requiere de ingentes recursos y es inaccesible para los países pobres, es portadora de “armas de doble filo”, cuya utilización invariablemente conlleva riesgos que con frecuencia derivan en perjuicios (no necesariamente debidos a errores, sino a las características inherentes a los recursos tecnológicos en uso). A esto se agregan formas de uso dependientes del contexto social de que se trate en dos vertientes: cuidadosas en la aplicación de las tecnologías bajo los criterios establecidos y el buen juicio que se aproximan a lo ideal, para aportar los mayores beneficios potenciales; o descuidadas, que se alejan de ese ideal, disminuyendo, anulando o desvirtuando los efectos buscados10. También hay que considerar en este asunto que la práctica clínica clásica, donde el conocimiento de cada individualidad era tanto o más importante que el conocimiento de la enfermedad que padece, está en extinción, y ha sido reducida al uso aséptico de técnicas y tecnologías indicadas en el caso en cuestión que, al diluir la relación médico-paciente, debilita la expectativa favorable del paciente e incrementa la posibilidad de resultados insatisfactorios o adversos.

4La perspectiva de los usuarios de los servicios de salud y el poder

Cuando se ponderan los efectos concretos del sistema sanitario al implementar las diversas estrategias de acción para preservar o restituir la salud de la población, se debe considerar a los verdaderos protagonistas (dado que su vida es la que está implicada): los destinatarios de los servicios que influyen decisivamente en el mayor o menor cumplimiento de los propósitos buscados. A este respecto, desde la perspectiva de los usuarios de los servicios y del gran público, en virtud de sus vivencias previas y de la ingente publicidad, germina la idea —fundada en la aquiescencia y la docilidad— de que su papel en todo esto, en aras de la efectividad de las estrategias instrumentadas, se limita a una reciprocidad ante las propuestas y recomendaciones unilaterales del personal, la cual, en condiciones ideales, se traduce en una disposición a colaborar con base en una responsabilidad sentida, ineludible y prioritaria de cuidar y preservar su propia salud (aquí sí procede hablar de cuidado de la salud, que es propio de cada persona), y así aceptar y asumir lo que el sistema sanitario indique y recomiende, actuando en consecuencia.

Desde otra perspectiva, tal obligación inducida por una incesante y masiva publicidad persuasiva representaría una circunstancia propicia para incentivar y fomentar iniciativas ciudadanas en el cuidado de la salud propia y ajena, de mayor alcance potencial en sus beneficios que la implementación de medidas unilaterales emanadas del sistema sanitario, porque estarían orientadas por los intereses genuinos de los usuarios que comparten experiencias del cuidado de su salud, y vigorizadas por la participación colectiva que ejercería un control social sin precedente sobre la pertinencia y calidad de los servicios. No obstante, tal participación es sistemáticamente cohibida o silenciada, sobre todo si las movilizaciones surgen y se desarrollan por fuera del control institucional6,8. Esto además de provocar mayor dependencia de los servicios sanitarios por parte de la población los desborda. Dicho de otro modo, las políticas, en general, y las sanitarias, en particular, favorecen la pasividad social en dos sentidos: por un lado, bombardean a la población con mensajes alusivos e intimidatorios sobre las consecuencias de incumplir obligaciones y responsabilidades en relación a su salud, y por el otro, desalientan, neutralizan o bloquean la participación colectiva y organizada de la población tendiente a la satisfacción de sus necesidades, expectativas y aspiraciones con respecto a los servicios sanitarios (se debe aclarar que participación se emplea aquí como concepto, no como palabra corriente, y alude específicamente a la movilización de una colectividad organizada en torno a valores o intereses compartidos, en la defensa y promoción de estos).

La situación descrita ejemplifica la forma de operar los hilos del poder que disuade, sistemáticamente, los intentos de participación en cualquier espacio social (siempre amenazantes para los requerimientos de control). También revela que se viven momentos históricos donde el poder político —al servicio de los intereses dominantes de rentabilidad creciente del capital a expensas de decrementos progresivos de la rentabilidad del trabajo— se ve obligado a diversificar, intensificar y, sobre todo, a “invisibilizar” los mecanismos de control social dirigidos a los grupos y las poblaciones que actúan por cuenta propia, manifiestan su inconformidad, se insubordinan y oponen.a Así, la participación de la población dentro del ámbito de la salud —que conlleva la toma de conciencia progresiva de que el orden imperante es la raíz de las adversidades cotidianas y de la “insalubridad” ambiental que la enferma— representa, para el poder que mantiene el orden generador de las desigualdades, el riesgo de “contaminación” de otros espacios. En cambio, mantener férreamente la pasividad opera como fórmula efectiva de control que, al circunscribir las eventuales inconformidades a la esfera de la salud a costa de rebasar y desquiciar las posibilidades de las instituciones sanitarias y, por ende, desvirtuarlas, impide el arribo del conflicto a la escena política. Lo anterior explica por qué esa responsabilidad sentida se traduce en los hechos más en la espera, la incertidumbre, la resignación y el desasosiego, que en la búsqueda de entendimiento de lo que acontece o en vislumbrar alternativas de acción colectiva de los aquejados por algún malestar agudo o crónico, somático o mental. Menos aún, se llega a asumir la iniciativa con respecto a las decisiones vitales que les atañen (es obvio que existen numerosas excepciones al respecto). Tal pasividad facilita que los usuarios, una vez dentro del sistema sanitario, habitualmente se conviertan en dóciles pacientes, lo cual suele significar que dejan de lado sus deseos, preferencias y aspiraciones, exponen su intimidad, aceptan sin reservas la realización de procedimientos diagnósticos incómodos, molestos o dolorosos, según el problema de salud que los aqueja. Una vez aclarado el diagnóstico (si es el caso), acatan estrictamente el tratamiento médico prescrito, las medidas recomendadas o el someterse a algún procedimiento invasivo.

La responsabilidad sentida por el cuidado y preservación de la propia salud ha alcanzado tal preeminencia en el imaginario social que influye cada vez más en la forma de ser y de vivir de la mayoría de la población, en particular en los países dominantes con economías desarrolladas. En contraste, en los países expoliados y subordinados, con marcadas desigualdades sociales, inculcar tal responsabilidad representa una cruel paradoja para amplios sectores de la población que son víctimas de la exclusión, la precariedad y la inseguridad, y se ven obligados a formas de sobrevivencia inseguras, marginales, inestables y de alto riesgo (la migración, la delincuencia). La obsesión por estar sano y el horror a la enfermedad tienden a convertirse en preocupaciones centrales e inextinguibles de la vida humana. De esta manera, la población se hace progresivamente dependiente de los servicios sanitarios y, paulatinamente, va introduciendo la racionalidad y la lógica propia de la mirada médica en sus modos de vivir. Esto se ha designado como medicalización que, de manera concisa, significa asignar la mayor prioridad en la búsqueda del bien vivir a la lucha contra las enfermedades.

Cada vez más las vicisitudes propias de la vida cotidiana, que en otros tiempos se afrontaban como peripecias menores o situaciones inherentes al diario vivir, se aprendía de ellas, se sobrellevaban y frecuentemente dejaban de representar inconvenientes serios o hasta desaparecían (por ejemplo, los achaques que aparecen con el avance de la edad, que en ocasiones limitan cierto tipo de actividades físicas pero pueden propiciar la intensificación de otras de orden intelectual o artístico), ahora se convierten en “problemas de salud” estudiados y hasta “tratados” por los médicos. Lo anterior, además de constituirse en un jugoso negocio de “la vasta industria de la salud”, propicia que las instituciones respectivas, tanto públicas como privadas, refuercen su papel de medios de control social de la población al magnificar trivialidades y crear mayor dependencia, desviando la atención de los solicitantes de ayuda o los clientes del orden imperante que origina los procesos sociales que subyacen a la presencia creciente y precoz de las enfermedades (crónicas) somáticas y psíquicas: condiciones y circunstancias cada vez más adversas para formas de vida digna, estimulante, productiva, gratificante, serena y fraternal.

5La medicalización de la vida social

La medicalización progresiva de la vida humana es una expresión inequívoca de los excesos referidos anteriormente11 que, si bien implica la incorporación progresiva de saberes científicos de la esfera de la salud a las formas de vivir de la gente, está lejos de representar, en contra de la opinión generalizada, la garantía de beneficio que se le atribuye y de guía segura para lograr mejores modos de vida por parte de la población receptora (el bien vivir). Son varias las razones por las que la medicalización de las formas de vivir dista de significar un gran paso en el progreso civilizatorio. A continuación se destacan tres:

  • 1)

    En primer término, la medicalización no es una consecuencia obligada de la incorporación incesante a la vida diaria de las nuevas verdades o una expresión particularizada y actual del arribo a “las sociedades del conocimiento” que pregonan los medios masivos de persuasión a lo largo del planeta, ejerciendo un imperceptible y efectivo control de las conciencias que hace prevalecer las ideas dominantes al servicio del poder (en palabras de Malcolm X: “…si no estás prevenido ante los medios de comunicación, te harán amar al opresor y odiar al oprimido…”). Esto es incompatible con una sociedad afincada efectivamente en el conocimiento. Se trata entonces de una situación histórica que ha sido configurada por la llamada industria de la salud (en todas sus variantes), cuya razón de ser, muy por encima de cualquier otra consideración, es la obtención de altas tasas de ganancia que logra al manipular el mercado con publicidad avasallante e inocula a las inermes víctimas (incluidos los que prestan los servicios) con altas dosis de fantasías engañosas, seguridades ilusorias, necesidades inducidas y alienantes o expectativas infundadas, que subyacen a patrones de consumo compulsivo de lo que es “bueno para estar sano” y distanciarse de la enfermedad (la salud como obsesión y mercancía de costo creciente).

  • 2)

    Otra razón tiene que ver con una de las mayores limitaciones del conocimiento científico que se genera en el campo de la salud para traducirse en un verdadero aporte al bienestar de la población. Se trata del constreñimiento social de su búsqueda, debido a que la poderosa industria de la salud —principalmente las empresas transnacionales que producen la tecnología de punta o de “última generación”— va condicionando cada vez más el tipo de problemas que se indagan, las prioridades de investigación que se establecen y la tecnología implicada en su realización, por medio del financiamiento selectivo de proyectos que responden a sus intereses (de hecho, se trata progresivamente de proyectos por encargo) y que suelen derivar en innovaciones y patentes muy rentables por su exorbitante costo para los consumidores. Es decir, se investigan problemas de salud (reales o creaciones de la medicalización) cuyo diagnóstico y tratamiento “de por vida” prometan elevada rentabilidad por el gran mercado de consumidores persuadidos, no necesariamente los más acuciantes, los que asuelan a los pobres y marginados o los de mayor morbilidad ni los tratamientos más efectivos, accesibles, menos agresivos o de mayor beneficio potencial para las personas y las comunidades (la psicoterapia es quizá la gran excepción a este respecto)12.

  • 3)

    La última razón también alude a las limitaciones de la investigación en su pretendida aportación de verdades científicas incuestionables que deben moldear las formas de vida de las personas civilizadas que aspiran al bien vivir, pero ahora con respecto a las ideas sobre la realidad de los seres vivos (incluidos los humanos) que se manifiestan como creencias, convicciones o formas de actuar de los científicos; es decir, el mecanicismo, que equipara al organismo con una máquina. Se habla, por ejemplo, de “la máquina perfecta” para referirse al cuerpo humano en plenitud y de “la máquina averiada” en presencia de un organismo enfermo que amerita reparaciones: “se intentan identificar los mecanismos alterados para poder actuar, a fin de restablecer el funcionamiento adecuado”. La máquina, como metáfora (por la forma de proceder de los científicos, pareciera ser la realidad misma), dista de desentrañar la naturaleza de la vida ya que pierde de vista, entre otras cualidades vitales, que cada organismo es único (no una máquina con rendimiento promedio), que el proceso vital es la interacción perpetua del organismo con su entorno y es cambio incesante generador de novedades a cada momento. Esto se deja de lado a la hora de los montajes experimentales y de registrar los hechos científicos: se observan colectividades de sucesos (no individualidades) en “situaciones controladas”, con ambientes simplificados y estandarizados13. La idea reduccionista, simplista y engañosa de máquina en la mente de los profesionales de la salud tiene que ver con muchos de los fracasos de la atención médica en sus diferentes variantes estratégicas, atribuibles al paciente que osa no comportarse como máquina (falta de apego al tratamiento o de colaboración, irresponsabilidad, indisciplina, rechazo a las recomendaciones). Tales limitaciones están igualmente presentes en la práctica especializada, donde la idea de máquina subyace a la división del trabajo. Cada especialidad privilegia en sus intervenciones un fragmento o función del organismo (desentendiéndose del resto) y centra sus esfuerzos en “repararlo o regresarlo al patrón de normalidad”, aunque tal propósito pueda provocar un perjuicio en otro fragmento o función, representar una disarmonía para el organismo en su conjunto o una desventaja para la vida de relación del paciente (en la psiquiatría y la psicología, este reduccionismo está considerablemente atenuado).

La medicalización de la vida, si bien impulsa a la población bajo su influencia a aproximarse a los servicios sanitarios, y esto puede favorecer la aplicación oportuna de medidas de prevención o la detección precoz de problemas de salud (que en esta fase pueden ser resueltos o mejor tratados), también suele introducir a los individuos por un derrotero preñado de ansiedades y obsesiones que marcan el tono afectivo del diario vivir. Se trata de una poderosa tendencia que, aunque encuentra resistencia o rebeldía en una considerable proporción, avanza y moldea progresivamente la vida de los más vulnerables. La medicalización no propicia la serenidad y la iniciativa, sino el desasosiego y la resignación. No es coincidente con el disfrute de la convivencia, de los momentos gratificantes de la existencia o con la sabiduría del bien vivir, sino indiferente o distractora; favorece un individualismo temeroso, angustiado, con aversión a la enfermedad, dispuesto a someterse a privaciones, insatisfacciones, inconvenientes diversos y hasta sufrimientos con tal de “conservar la salud”, que periódicamente desahoga o recrudece su aflicción al fiscalizar su constantes vitales (los obligados chequeos). El sistema sanitario, que es el principal motor de la medicalización, ha contribuido a que los otrora acontecimientos propios de la esfera privada, como el parto, se consideren, indiscriminadamente, de obligada atención institucional. También, a que incidentes comunes y poco trascendentes ahora sean motivo de preocupación inducida en sus portadores, que los lleva a buscar consulta profesional y a someterse a estudios diagnósticos exhaustivos que con frecuencia derivan en sobrediagnósticos y tratamientos innecesarios14, o que los “riesgos” de enfermar o las dificultades para la convivencia se conviertan en nuevas patologías. Es decir, nuevas etiquetas intimidatorias que se aplican a los considerados en otros tiempos “raros pero normales”15, que ameritan intervenciones expertas. Algunos ejemplos son tener antecedentes familiares de cierta enfermedad como la diabetes, la obesidad o el Alzheimer, el colesterol elevado, el sobrepeso, los trastornos alimentarios y del estado de ánimo, la hiperquinesia o el déficit de atención, la dislexia, o más recientemente, la osteoporosis y la fragilidad en la vejez o la supuesta predisposición genética para determinadas enfermedades, como el cáncer de mama. “La promoción de la salud” también es expresión de la medicalización al imponer cambios higiénico-dietéticos y de actividad física, con frecuencia contrarios a los hábitos inveterados de la población blanco o incompatibles e inviables en las circunstancias de vida de los angustiados destinatarios. Se debe subrayar que lo anterior no pretende afirmar que tales situaciones sean necesariamente inconvenientes o contraproducentes, sino se desea destacar que todo eso que ahora parece obvio, deseable e indiscutible, es una manifestación inequívoca de cómo la medicalización se interioriza en las mentes de la población y de los profesionales de la salud para extenderse a momentos y espacios de la existencia sustraídos anteriormente a su influjo.

La progresión de la medicalización no se debe a sus bondades intrínsecas ya que, por ejemplo, infunde horror de las enfermedades y distrae o aleja de una vida serena, disfrutable, satisfactoria y fraternal. Más bien expresa su sintonía con los intereses de la boyante y diversificada industria de la salud, que incrementa constantemente sus ganancias al incidir en espacios de la vida de las personas que permanecían al margen de sus efectos persuasivos, todo bajo el eslogan de “preservar, cuidar y promover la salud”: desde los chequeos invasivos hasta el acondicionamiento físico compulsivo, pasando por las dietas estrictas y selectivas, los tranquilizantes, las vitaminas, los antioxidantes, los suplementos de todo tipo, las bebidas energizantes o “los productos milagro”. Se debe insistir en que la medicalización de la vida —que ubica en el centro de las preocupaciones de las personas el conservarse sanas y de las obligaciones el cuidado de su salud en su aspiración del bien vivir— es a la vez consecuencia y causa de los mecanismos de control social de las conciencias. Funcionan con gran efectividad porque no se perciben como tales, y su efecto es desviar la atención de los desfavorecidos (la gran mayoría) del orden injusto, que genera, perpetúa y profundiza las desigualdades en todos los órdenes de la vida social, provocando la degradación de las condiciones y circunstancias vitales que son la raíz de los ambientes “insalubres y patogénicos”, que agobian a las personas y que, a fuerza de la costumbre, parecen “normales”, “inexorables”, y conminan a adaptarse a costa de alejarse del bien vivir.

6¿Qué hacer?

Si se tiene la genuina pretensión de dar mayor alcance a las labores en favor de los que solicitan y requieren ayuda, no se trataría de insistir, convencer o hacer creer a la comunidad y a nosotros mismos que el bienestar del organismo o de la mente (componentes del bien vivir) depende principalmente de asumir la responsabilidad con el cuidado de la propia salud, o de aceptar y cumplir cabalmente las recomendaciones y prescripciones de los especialistas. Tal persuasión, con sus certezas engañosas, contribuye decisivamente —casi siempre de manera involuntaria— a la manipulación de las conciencias, a la pasividad y al conformismo ante las circunstancias adversas e injustas en la que nos encontramos. Todo lo anterior forma parte prominente de los mecanismos de control social que ejercen los Estados y gobiernos (garantes de los intereses dominantes), tendientes a desviar la inconformidad, la disidencia, la resistencia y la rebeldía hacia otros espacios, resguardando las políticas que mantienen la desigualdad, el abuso, la precarización, la injusticia y la exclusión.

Con base en lo anterior, si aspiramos a que nuestro proceder como trabajadores de la salud aporte mayores beneficios a los pacientes, lo primero es percatarse que la preservación de la salud y el bien vivir distan de ser equivalentes; hasta pueden ser divergentes en una época signada por la medicalización. Un siguiente paso es tomar conciencia del contexto histórico que nos toca vivir y de la gravedad de las circunstancias que a todos atañen, por lo que no debemos actuar como si nada pasara más allá del propio ámbito laboral y social. En esta búsqueda, es preciso ampliar o cambiar la perspectiva de entendimiento de los acontecimientos, para captar las raíces de la situación actual que padecemos y percibir cómo el orden imperante, por medio de sus estrategias de dominación, condiciona que el propio quehacer opere (a espaldas de los protagonistas) como correa de trasmisión del control social. Asimismo, reconocer que el cuidado y preservación de la salud, como centro de las responsabilidades y prioridades vitales a lo largo de la existencia de todo individuo (incluidos nosotros mismos), y como marco obligado y restrictivo de nuestras iniciativas, decisiones, acciones, indagaciones o recomendaciones, son expresiones particularizadas de ese control. Se trataría, entonces, de considerar, entre nuestras opciones vitales compartidas, asuntos más fundamentales, sensibles, entrañables y acuciantes para la existencia de las personas, los grupos y las comunidades en estos tiempos aciagos, como los relativos al sentido de la vida en su multiplicidad de dimensiones temporales y espaciales, que den origen a proyectos vitales vigorosos, consistentes y comprometidos por un mejor mundo, que animen y guíen el anhelo del bien vivir, el cual, en su versión individualizada, bien puede tener como punto de partida, para ulteriores consideraciones, la connotación dual mencionada en la introducción que se atribuye a la tradición: “la posesión y uso, con mesura, de los bienes necesarios y suficientes para un diario vivir con satisfacción y bienestar, y el cuidado y preservación de la vida al actuar con honradez, moderación y sensatez”. Cuando este tipo de proyectos vitales se desarrollan, nos implican en causas más allá del individualismo. Esto supone replantear las prioridades de vida hacia la búsqueda del bien vivir pero como desiderátum colectivob. El tratamiento de estas cuestiones, tan necesario como perentorio, es materia de la segunda parte de este trabajo.

Conflicto de intereses

El autor declara no tener ningún conflicto de intereses

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Control que va perdiendo efectividad ante la creciente inconformidad con la imposición de formas de vida adversas, la renuencia a someterse a una realidad inexorable y el surgimiento de modos de resistencia de todo tipo que van derivando en multitud de organizaciones civiles.

En estos planteamientos, y con mayor razón en ambientes de lectores donde lo relativo a las enfermedades es referente obligado de reflexión, no se pretende soslayar que la afectación de la salud, sea que se resuelva o se haga crónica, en el momento de su aparición obligadamente ocupa y monopoliza la prioridad del sentir, pensar y actuar. Sin embargo, cuando el desenlace no es fatal o severamente invalidante, en muchos casos un proyecto vital sólido hace posible la superación de los efectos más perturbadores o limitantes de la enfermedad (por tiempos variables dependientes de la naturaleza del problema en cuestión), y aunque las prioridades vitales experimentan un reacomodo, pueden conservar la jerarquía presidida por una experiencia vital guiada por el altruismo que se afana por el bien vivir.

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