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Vol. 23.
Páginas 63-80 (Julio - Diciembre 2017)
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La transformación de la opinión pública ante el resurgimiento de los nacionalismos
The Transformation of Public Opinion Before the Resurgence of Nationalisms
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Tania Celina Vásquez Muñoz1
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Resumen

El presente trabajo ofrece un análisis teórico del resurgimiento del nacionalismo en la transformación de la opinión pública, con la intención de vislumbrar el posible alcance de su reproducción en el nivel global. La democracia liberal y el fenómeno de la globalización se han hecho presentes como manifestaciones de coyuntura crítica, que no han podido resolver los problemas políticos y económicos de orden global. A partir de una revisión teórica sobre los proyectos nacionalistas presentados como alternativas en la solución de los problemas que ha dejado el sistema neoliberal, se construye el argumento de que el resurgimiento del nacionalismo se hace posible a través de un discurso xenófobo, discriminatorio y racista. Así, entonces, en el presente, se evidencia cómo tales expresiones de nacionalismo exacerbado y retrógrado se han reproducido democráticamente mediante las elecciones, pues gracias a los mecanismos formales (especialmente la emisión del voto) el nacionalismo regresó a la esfera pública. Al ser un tema actual —no sólo en la relación México-Estados Unidos—, es fundamental su análisis desde un enfoque teórico; sin embargo, éste no ambiciona ser, en forma alguna, una propuesta para la solución al problema de los nacionalismos.

Palabras clave:
Nacionalismo
xenofobia
democracia
opinión pública
elecciones
globalización
identidad
sociedad del riesgo
Abstract

The present work aims to analyze theoretically the resurgence of nationalism in the transformation of public opinion and perceive the scope of its reproduction at a global scale. Liberal democracy and the phenomenon of globalization have manifested themselves as phenomena of critical junctures, which have not been able to solve global political and economic problems. From a theoretical review of nationalist projects that have presented themselves as alternatives to the solution of the problems left by the neoliberal system, it constructs the argument that the resurgence of nationalism has been through a xenophobic, discriminatory and racist discourse. Through the article, it can be appreciated that this new identity has developed democratically through elections since it has been through formal mechanisms (especially the casting of votes) that nationalism has returned to the public sphere. Being such a current topic —not only in the Mexico-United States relation—, its analysis is fundamental from a theoretical point of view, but it does not aim to be in any way a proposal for the solution to the problem of nationalisms.

Keywords:
Nationalism
xenophobia
democracy
public opinion
elections
globalization
identity
risk society
Texto completo
Introducción

El desarrollo de las democracias se configura alrededor de un entramado cultural, social y económico que ha delineado las pautas del comportamiento político. En este espacio de interacción se ha insertado la globalización, un fenómeno que ha internacionalizado tanto un modo de producción como un régimen político. Así, bajo el auspicio globalizador, la democracia ha penetrado en cada uno de los rincones de la sociedad liberal y ha encauzado, al mismo tiempo, aspectos fundamentales para el curso de la política.

Desde esta consideración, la red de información que soporta el flujo de la globalización ha impactado directamente en la conformación de la opinión pública en el nivel global y, con mayor énfasis, en las sociedades liberales. En esta tesitura, los resultados de las democracias han marcado las fronteras de la política global, con ayuda, desde luego, del desarrollo de las nuevas tecnologías de la información. Así, dichos resultados, exitosos o no, han estado expuestos al escrutinio internacional, cuestión que influye, a su vez, en la percepción de los regímenes políticos dentro de las fronteras.

Esta configuración queda determinada, a su vez, por factores internos que moldean la forma de hacer política en el interior de los Estados y, en su caso, de una particular relación extraterritorial (tal es el caso de la comunidad europea). Pero esta situación guarda especial atención cuando los resultados prometidos por las democracias no satisfacen la realidad, ni se adecuan al contexto que permea a los sistemas políticos. Esas “lagunas democráticas” son el espacio ideal para fenómenos que, más allá de proponer soluciones adecuadas al régimen liberal, encauzan una bandera alterna de proyecto político, tal es el caso de los nacionalismos.

La configuración histórica de los nacionalismos determina la vida política de los Estados, y puede abarcar todas y cada una de las cuestiones públicas —en ocasiones las del ámbito privado— de los ciudadanos. Incluso, la forma de hacer política, en este caso nacionalista, va más allá de la estructuración de una determinada forma de gobierno; aun más, es posible argumentar que los nacionalismos pueden construirse desde las democracias, específicamente en el ámbito formal, en el que sus principios mínimos de normatividad llegan a ser cumplidos.

Esta precisión resulta determinante para el análisis político actual, toda vez que el nacionalismo puede surgir, incluso, en las democracias más avanzadas. De esta manera, el fenómeno del nacionalismo se ha relacionado, directamente, con el desarrollo de las democracias y con ello se tiene como resultado un análisis de coyuntura crítica. Por tanto, el nacionalismo del siglo xxi es el que pretende revertir los daños provocados por la globalización, tanto en el aspecto económico (desigualdad) como en el político (desconfianza hacia la democracia).

Hay que señalar que si la democracia moderna, de corte liberal y representativo, no cuenta con los mecanismos indicados para su renovación, fenómenos de identidad política llegarán a proponer un plan alterno. Si, como Fernando Vallespín asegura: “la democracia carece de algo así como un dispositivo automático que garantiza su renovación continua”,2 es evidente que los mecanismos de renovación provengan de la propia estructuración del gobierno en turno y, en ciertos casos, del orden global que se presente.

Pero el desarrollo del nacionalismo requiere una socialización, una adaptación mediática para reproducirse en diversas latitudes. Los casos paradigmáticos del Brexit y la victoria del republicano Donald Trump se han enarbolado bajo un paradigma nacionalista —con sus respectivos matices— y han tenido consecuencias determinantes para el orden global. El caso británico ha sido preponderante para la comunidad europea, como es el caso del avance de las fracciones ultraderechistas en el parlamento; mientras que el fenómeno estadounidense delineará las relaciones con Latinoamérica, especialmente con México.

Estos incipientes resultados comienzan a influir en el curso de la opinión pública, en la que, si bien predeterminada por los contextos internos en cada Estado, la esfera internacional ha impactado considerablemente. Pero la idea es clara y, hasta cierto punto, uniforme: el nacionalismo moldea una nueva ruta para la opinión pública en el mundo. Ello debe sentar las bases para repensar la agenda global de los países. En esta tesitura, el nacionalismo puede socavar la idea generalizada que se tiene de la democracia, donde la opinión pública se decante por prácticas antidemocráticas que, en el peor de los casos, pueden crear un espacio más para el desarrollo del nacionalismo.

En este punto, es pertinente diferenciar un nacionalismo incluyente de uno excluyente, con el objetivo de no confundir y, sobre todo, de no subestimar los proyectos nacionalistas incluyentes, que buscan una “forma moderada de conciencia nacional o patriotismo que incluye a todos los grupos políticos y culturales, y con ello despliega para el sistema político un efecto altamente integrador y legitimador”.3 Así, el presente artículo hace referencia al avance de un nacionalismo excluyente y su influencia en la opinión pública.

Asimismo, será fundamental presentar el resurgimiento del nacionalismo como un factor de coyuntura crítica, capaz de sentar las bases de un nuevo legado histórico. En este tenor, si se piensa en una coyuntura crítica como aquel “periodo de cambio significativo, el cual ocurre típicamente de distintas formas en diferentes países (o en otras unidades de análisis) y se presume que producirá distintos legados”,4 los resultados de un nacionalismo excluyente pueden generar legados históricos xenófobos y discriminatorios.

Puesto así, las elecciones presidenciales en Estados Unidos se han presentado como una coyuntura crítica en la nueva configuración del nacionalismo. Esto repercutirá considerablemente en la opinión pública, tanto en el territorio estadounidense como en la periferia del mismo, con una connotación de orden global.

La percepción en este territorio ha sido unívoca: la democracia, especialmente aquélla de corte liberal y pluralista, no ha podido resolver los problemas de desigualdad económica y ello, aunado a las facilidades migratorias que ha traído la globalización, repercutió negativamente en una clase social conservadora, ubicada en el espacio rural y desprovista de los beneficios de la clase urbana.

En este orden de ideas, el argumento central del presente artículo es que la opinión pública ha sido delineada por el regreso de los nacionalismos y que, ante su ascenso, el electorado puede orientar sus preferencias electorales hacia dicha forma de hacer política, cuestión que se ve incentivada por el creciente descontento con la democracia liberal. En este trabajo se analiza el impacto del nacionalismo —caracterizado a partir de la victoria del republicano Donald Trump— en la transformación de la opinión pública.

Así, en primer orden se analizan los aspectos clave de la identidad y su relación con la política, con lo que se descubre la diferenciación que conlleva: la distinción respecto de los otros. Dicha diferenciación se analiza en el apartado siguiente, donde se revisa, por un lado, el nacionalismo y, por otro, las elecciones, para descubrir la correlación existente entre uno y otro, y cómo ––aun mediante discursos xenófobos— un candidato puede llegar al poder con los mecanismos electorales, impulsado por una plataforma electoral de corte nacionalista. En el tercer apartado, a partir de lo expuesto y descifrado en los dos anteriores, se analiza el discurso político de Donald Trump y el papel de la opinión pública ante decisiones cuestionables o impopulares, tanto del gobierno como electorales, en el momento en que éstas no correspondan al sentir general. En la reflexión final, se expone el resultado que puede tener una opinión pública débil ante la exposición de un discurso de un nacionalismo exacerbado y de qué manera esto afecta a las democracias liberales.

Identidad y política

La identidad —individual y colectiva— es la que permite dar forma a los regímenes políticos, entendida la identidad individual como “la percepción inmediata de la propia igualdad y continuidad a través del tiempo y la percepción relacionada a aquélla de que también reconocen esta igualdad y continuidad”.5 Por su parte, la identidad colectiva es aquélla que se demuestra en la cultura, los valores, las convicciones y los intereses en común; ésta “se estabiliza por medio de instituciones y símbolos y se reproduce en procesos de interacción y comunicación”.6

En la modernidad, la identidad se ha concebido bajo la premisa de la igualdad de derechos, volviéndola unívoca; así, en los Estados modernos la identidad se redujo al criterio de la pertenencia nacional. Esto quiere decir que el Estado moderno admite exclusivamente como sujetos de derechos a individuos caracterizados por una sola relación de permanencia. La identidad de cada individuo, en la configuración mundial que prevalece desde Westfalia, es concedida por su pertenencia a una nación, es decir, por su nacionalidad.

Se evidencia, pues, que existe una correlación entre identidad y nacionalidad. En este sentido, la forma de articular la identidad colectiva es lo que define a la nacionalidad. Al respecto, Habermas sostiene que “la identidad de una persona, de un grupo, de una nación o de una región es siempre algo concreto, algo particular (aunque, por supuesto, siempre ha de satisfacer también criterios orales)”.7 Por tanto, al hablar de identidad nos referimos a quiénes somos y quiénes queremos ser.

Así, en la actualidad, el concepto de identidad está cargado de la necesidad de dar sentido a quién es uno, así como de un ritmo de cambio en los contextos sociales circundantes. El sociólogo alemán antes citado expone que:

La forma que hemos cobrado merced a nuestra biografía, a la historia de nuestro medio, de nuestro pueblo, no puede separarse en la descripción de nuestra propia identidad de la imagen que de nosotros nos ofrecemos a nosotros mismos y ofrecemos a los demás y conforme a la que queremos ser enjuiciados, considerados y reconocidos por los demás.8

Cabe mencionar que en determinados momentos de la historia, la identidad ha sido más bien asignada que adoptada o seleccionada.

Una vez más, de acuerdo con Habermas: “La forma de identidad que representa la identidad nacional hace necesario que cada nación se organice en un Estado para ser independiente”.9 Sin embargo, desde este enfoque se afirma que el papel fundacional del Estado en la constitución de las identidades nacionales debe producir el “pueblo” del que emana; por tanto, no existirían más que “identidades nacionales de Estado”. Con esto se evidencia que la producción histórica de personas pasa por la sumisión de pueblos, que son, de antemano heterogéneos, a una ley común, con lo que se logra una nacionalización de la sociedad.

En relación con lo anterior, se puede entender que “es el nacionalismo el que viene a satisfacer la necesidad de nuevas identificaciones. De las viejas formaciones de la identidad[,] el nacionalismo se distingue en varios aspectos”.10 A continuación, enumeramos los aspectos:

  • 1.

    En el nacionalismo, las ideas fundadoras de identidad provienen de una herencia profana, independiente de la Iglesia y de la religión, herencia que viene preparada y mediada por las ciencias del espíritu, que nacen en ese momento. Esto explica algo del carácter a la vez penetrante y consciente de esas ideas. Se apoderan casi por igual de todas las capas de la población y dependen de una forma autoactivadora y reflexiva de apropiación de la tradición.

  • 2.

    El nacionalismo hace coincidir la herencia cultural común del lenguaje, la literatura o la historia, con la forma de organización que representa el Estado. El Estado nacional democrático, surgido de la Revolución francesa, es el modelo por el que se orientan todos los movimientos nacionalistas.

  • 3.

    En la conciencia nacional se da una tensión entre dos elementos, que en los Estados nacionales clásicos — es decir, en las naciones que sólo cobraron conciencia de sí en las formas de organización estatal con que ya se encontraron— guardan una relación de mayor o menor equilibrio. Me refiero a la tensión entre las orientaciones universalistas de valor del Estado de derecho y la democracia, por un lado, y el particularismo de una nación que se delimita a sí misma frente al mundo externo, por otro.

Debe establecerse que la nacionalización de la sociedad produce consecuencias mayores; por un lado, sostiene —en gran medida— las condiciones de la existencia individual en el Estadonación; así, los ciudadanos tienen derechos especiales y exclusivos, mientras que los que no lo son se ven obligados a justificar su presencia en su territorio, para poder obtener un permiso de residencia. En este sentido, formar parte de una sociedad nacional es un privilegio. Por otro lado, mediante la nacionalización de la sociedad, el Estado estructura un espacio público propiamente doméstico donde los temas de interés para la sociedad en su conjunto y, por tanto, de todos los nacionales, pueden ser discutidos.

Por tanto, es posible sostener que las identidades son de tipo procesal antes que fijo o inmutable, puesto que están históricamente situadas. Las identidades concentran, exaltan y reproducen experiencias e imaginarios colectivos. Esto implica también que se encuentran en constante transformación, incluso las identidades que pueden apreciarse como ancestrales e inmutables. De esta forma, las identidades se intercalan, diferencian y enfrentan continuamente.

Ahora bien, la “opción por un rasgo identitario u otro es […] algo que obedece a consideraciones de signo contextual”.11 Y esto se debe a que, como sostiene Vallespín, “en algunos lugares será la lengua, en otros la raza, la religión o la cultura; o incluso alguna combinación entre cada uno de estos criterios”.12 Es evidente que no habrá una ley que rija de forma particular y, al mismo tiempo, pueda aplicarse a todos los casos; así mismo, la identidad se establece a través del contraste con otra cosa, esto es, a partir de la diferencia.

Puede decirse que debido a la ruptura de las comunidades tradicionales, que producen una anomia, se recurre a lo identitario. Sin embargo, esto es algo más propio del siglo pasado debido a que, en la actualidad, asistimos a la mundialización y al acelerado proceso de destrucción y alteración de las comunidades locales, fenómeno que no se da únicamente en algunos países sino en gran parte del mundo. Cabe resaltar que esta salida hacia lo identitario está más presente en las comunidades que han tenido problemas para incorporarse a las nuevas leyes de la competencia internacional. Así, recurrir a “lo local” se ha convertido en una solución cuasiautomática, cuando se presenta una amenaza exterior a la cual se le percibe como un peligro para “lo propio”.

La identidad, como ya se expuso, reconoce el sometimiento a una misma ley, que es la que da estructura a los Estados-nación y la que le reconoce —a quienes se identifican con ella— derechos de ciudadanía. Aquí es donde se puede evidenciar el vínculo que tiene la identidad con la política, puesto que el mero hecho de poder ejercer derechos de ciudadanía representa la identificación de un grupo de personas. Asimismo, los actores políticos buscan constantemente apelar a los rasgos que sirven para la identidad.

De igual forma, la identidad se vincula con el discurso, puesto que las identidades se constituyen discursivamente, aunque no son sólo discurso. Al respecto, Eduardo Restrepo expresa que: “Las identidades son discursivamente constituidas, como cualquier otro ámbito de la experiencia, de las practicas, las relaciones y los procesos de subjetivación. En tanto, realidad social e histórica, las identidades son producidas, disputadas y transformadas en formaciones discursivas concretas. Las identidades están en el discurso y no pueden dejar de estarlo”,13 ya que un lenguaje común es necesario y esencial para las democracias; sin éste no sería posible que “el pueblo” gobernara en conjunto. Y esto se debe a que un lenguaje común es necesario y esencial para las democracias; sin éste no sería posible que “el pueblo” gobernara en conjunto; es decir, si carecieran de un entendimiento entre ellos.

Para la cohesión política se vuelve necesario, entonces, promover una integración dentro de una sociedad cultural común. Esto se logra debido a que “las personas se identifican con quienes se parecen más a ellas y con aquéllos con quienes comparten una etnia que perciben como común, o una religión, unas tradiciones y un mito de una ascendencia y una historia también comunes.”14 Así, los Estados se han encargado del proceso de construcción nacional, que da como resultado la promoción de un lenguaje común.

Por tanto, podría considerarse como política la identidad que se organiza alrededor de una identificación con un grupo, sea de derecha, izquierda, socialista o conservador, regionalista o nacionalista. Mas esta concepción de la identidad política es de tipo reduccionista en cuanto que excluye del campo de la identidad política a aquellas identificaciones que no tienen un discurso ideológico reconocible. Así, es más apropiado considerar la identidad política como la organización de las principales divisiones correspondientes a cada individuo; esto es, su especificación primera es que se trata de una fuerza formadora de desavenencias, de modo que la identidad política de los individuos es aquella que funciona como principio de organización, que modela, específicamente, la configuración de su pertenencia social en desavenencias pertinentes para cada uno de ellos.

No obstante, “la modernización, el desarrollo económico, la urbanización y la globalización han llevado a las personas a replantearse sus identidades y a redefinirlas en términos más limitados, más íntimos, más comunales”,15 pues las identidades son, en gran medida, el fruto de conflictos y desavenencias internas, y las sociedades democráticas aluden al proyecto de una sociedad que sólo puede acceder a su integración mediante el reconocimiento institucional de su capacidad de regular el conflicto dentro de un espacio común compartido.16 También, como se dijo líneas arriba, las identidades remiten a una serie de prácticas de diferenciación y marcación de nosotros respecto de otros. Pero, en tiempos recientes, ante la globalización, se puede notar que resurge el nacionalismo local de corte excluyente, es decir, se acentúa una fuerte identidad local que busca cerrarse ante cualquier circunstancia exterior que atente contra dicha identidad.

Nacionalismo y elecciones

La configuración histórica de la identidad política ha conformado la base ideológica de los Estados. Cada régimen de gobierno ha diseñado una estructura institucional que ha servido, al mismo tiempo, como un programa de difusión de las ideas políticas. Bajo esta consideración, según el régimen del que se trate, se delinean las pautas ideológicas por seguir, no sólo desde el ámbito interno del gobierno en turno, sino, también, en la exteriorización de las ideas a la sociedad en general. En tal configuración se desarrollaron los denominados proyectos de nación, que tenían como fin establecer un entramado ideológico en la conformación de los Estados.

De esta manera, es posible observar que la forma de gobierno no sólo se encarga de organizar el poder público, sino que, además, crea la base subjetiva de la acción política. Desde luego, es pertinente decir que la comunicación del entramado ideológico necesita difusores, es decir, instrumentos que exterioricen y socialicen el contenido de los denominados valores de identidad. No está de más mencionar que los difusores por antonomasia de este tipo de comunicación gubernamental han sido los medios masivos de comunicación, que han diseñado la opinión pública de la sociedad.

Resulta necesario precisar, sin embargo, que el papel de los medios de comunicación en la opinión pública también estará en función del régimen político en que se desarrollan. En esta tesitura, una democracia liberal, por ejemplo, supondría la libre expresión, la competencia equitativa y una pluralidad de la información en los medios, pero, sobre todo, supondría una posición de independencia ante el régimen. Por otra parte, modelos autoritarios aducirían la necesidad de una contención a la información pública al coartar la libertad de prensa y expresión como estrategia de censura previa, cuestión que, además, ubicaría a los medios en una posición de sumisión respecto del gobierno en turno.

A su vez, el papel de la forma de gobierno en la conformación de la identidad nacional ha sido un fenómeno complejo, pues no existe un parámetro científico de evaluación sobre la influencia de la ideología en la conformación de la opinión pública. Para acercarse más a este hecho, resulta fundamental separar los contenidos de los regímenes por estudiar. En este tenor, si se trata de una democracia liberal, por ejemplo, será preponderante partir del análisis de uno de sus elementos fundacionales: las elecciones.

Las elecciones, desde una perspectiva formal, son procesos políticos diseñados para conformar el poder público, tanto el Poder Ejecutivo como el Legislativo, de una manera institucional, instrumentados a partir de la emisión del voto ciudadano y la selección de una oferta política determinada. Pero las elecciones son producto, a su vez, de una estructura institucional que interrelaciona, principalmente, un sistema electoral y un sistema de partidos. Ambas estructuras también son configuradas bajo un determinado diseño constitucional y político.

Si bien es cierto que existe un ámbito formal que sostiene el diseño de los sistemas electorales, también lo es el hecho de que existe un contexto sociopolítico que lo acompaña. Hay una serie de fenómenos detrás de toda estructura política, que marca la ruta más allá de lo establecido legalmente, y que, incluso, llega a sobreestimar la relevancia del ámbito electoral. Se trata también de un conjunto de relaciones de poder. De esta manera, los “problemas básicos del desarrollo y la estructura social, la cultura política, las relaciones de poder existentes en una sociedad, el patrón de comportamiento de las élites políticas, etcétera, hacen relativo el peso del factor ‘sistema electoral”’.17

El contexto hace la diferencia, menciona Dieter Nohlen,18 y ese contexto es el que imprime características especiales a los sistemas políticos, aun tratándose de regímenes símiles, como es el caso de las democracias liberales. Lo anterior constituye una cuestión relevante también para las elecciones, que, de acuerdo con ciertas particularidades, son capaces de crear variaciones de la propia democraciaCuestión primordial es la influencia de la herencia histórica, así como de la ideología política que reviste a un Estado en la conformación de un determinado sistema electoral.

Bajo esta configuración, es necesario partir de la idea de que “las condiciones socioestructurales y las experiencias histórico-políticas de los países o grupo de países determinan el perfil específico de exigencias en el diseño de un sistema electoral […]”.19 Será, entonces, a partir del funcionamiento de las elecciones, que la identidad política que pretenda instaurarse en un régimen no sólo organizará el gobierno, sino la vida política de la sociedad. Por esta razón, el punto toral en este apartado es el referido al ámbito electoral, pues éste se posiciona como uno de los elementos fundacionales de los modelos democráticos.

La simbiosis entre identidad y política dará la pauta para la acción de cada uno de los sistemas que integran el Estado. Si se piensa en una democracia representativa, se observa una incidencia tanto en el sistema electoral como en el de partidos. Resulta pertinente señalar que la configuración de una determinada identidad e ideología es también expresión del poder político y que éste se valdrá, para su materialización, de los elementos constitutivos de un régimen determinado. Tal es el caso de las elecciones.

Las elecciones, en un ámbito general, son una expresión de poder político, y de acuerdo con su espacio de aplicación se particularizan tanto en el poder de la ciudadanía (a través del voto) como en el poder de quienes participan en la contienda (partidos políticos y candidatos independientes). Pero la propia instauración del poder requiere tanto elementos formales (leyes y procedimientos) como aspectos subjetivos (símbolos, ideología, identidad); ambas cuestiones se conforman a partir de un entramado electoral prediseñado según la forma de gobierno en turno.

No obstante, esta forma de diseño electoral es una cuestión estrictamente interna, es decir, leyes, instituciones, procedimientos, poder político, forma de gobierno e ideología del régimen dependen, en mayor medida, de la ingeniería constitucional aplicable al caso. En esta tesitura, existe un espacio más, un ámbito ajeno que también puede modificar la estructura electoral; esto se refiere, sustancialmente, a la decisión de los electores. Si bien hay un contexto sociopolítico que influye en la conformación de tal o cual sistema electoral, hay un contexto que incide en la actitud de la ciudadanía.

Este último contexto está prediseñado por una determinada opinión pública, que, además, se enfrenta a un flujo de información proveniente de la globalización. Se trata de un cúmulo de conocimientos, actitudes y percepciones que se encuentran en la opinión pública tanto de los propios Estados como de la que se desarrolla en el orden global. Resulta pertinente señalar que este contexto diseña los contornos de la cultura política en el ciudadano; por ello, conocer la opinión pública de una determinada democracia es conocer, al mismo tiempo, las actitudes y la perspectiva de la ciudadanía respecto de la política.

En relación con lo anterior, fenómenos externos han inducido a los electores a decidir de tal o cual manera, condición que, además, resulta estrechamente vinculada con el papel de los medios de comunicación. En este tenor, el ascenso de los nacionalismos ha sido un fenómeno desarrollado por medio de las elecciones y difundido en la opinión pública a través de los medios de comunicación. A su vez, el nacionalismo ha sido capaz de instaurarse en la opinión pública de las democracias liberales y con ello, reconfigurar la estructura formal y subjetiva de los sistemas electorales.

Gran reflejo del cambio social se ha observado a través de los procesos electorales, los cuales, han sido muestra de la opinión pública predominante en un sistema político. Por tal razón, cuestiones políticas, económicas y hasta culturales se reflejan en las elecciones y llegan a determinar el éxito o fracaso de un régimen de gobierno. El avance del nacionalismo, expresado como aquella “ideología y/o movimiento social, que está dirigido territorial y axiológicamente a la nación o al Estado nacional, y presupone una identificación consciente y una solidarización con la comunidad nacional”,20 ha sido un fenómeno reproducido por las elecciones.

Es necesario precisar que el nacionalismo, por su parte, ha sido alimentado gracias al descontento de la ciudadanía por una democracia liberal, fenómeno que se ha acrecentado debido a una economía globalizada que ha tenido dificultades en la distribución de la riqueza. Esta problemática puede generar una visión negativa de la forma tradicional de hacer política y, especialmente, del papel que han desempeñado las democracias liberales en el fenómeno. Al mismo tiempo, esta condición configura un espacio que puede ser aprovechado por corrientes antidemocráticas que proponen soluciones al problema.

Pero el éxito o fracaso del nacionalismo depende, en buena medida, de los procesos electorales, pues en éstos los partidos políticos utilizan diversas plataformas políticas determinadas, a su vez, por una identidad relacionada con ciertos principios en la organización del poder público. Incluso, es necesario argumentar que las soluciones electorales nacionalistas llegan a cumplir con el aspecto formal de una democracia: registro de candidatos, competencia uniforme de los partidos políticos, voto universal, etcétera, pero ello no significa que cumplan con aspectos sustantivos, como el respeto de los derechos humanos.

Esta es la razón por la cual un nacionalismo puede generarse e, incluso, reproducirse en las democracias más avanzadas, pues su plataforma política cumple con los requisitos básicos en su configuración legal, ya que no existe regulación alguna para adecuar las propuestas partidistas a los principios máximos de convivencia democrática y es, incluso, una cuestión de propagandas: ante los magros resultados de los partidos desarrollados a través del discurso neoliberal, el mensaje nacionalista aparece como un conjunto de estrategias de rescate frente a las crisis ordinarias.

De esta forma, un nacionalismo podría considerarse formalmente democrático, sin que ello signifique, desde luego, la protección de los derechos humanos y la adecuación al efecto globalizador de un sistema neoliberal. Así, la razón más preocupante del nacionalismo se encuentra, específicamente, en la transformación de la opinión pública en un aparato subjetivo de exclusión. Para Dieter Nohlen, el nacionalismo excluyente “está marcado por un sentimiento de valor exacerbado, que exalta las cualidades nacionales propias, marginándose de otros Estados o naciones, o las considera como de rango superior [con] respecto a otras”.21

De este modo, el nacionalismo se vale de un discurso populista, falaz y superfluo para encauzar la opinión pública en el marco de un proceso electoral limpio, transparente y democrático, en que la voluntad popular —característica primordial del modelo representativo— elige a su gobierno; ésta es la máscara del discurso nacionalista excluyente: acusar de manera incendiaria el “fracaso” del modelo neoliberal y provocar en la opinión pública un clamor social que permea en amplios sectores de la sociedad que se identifican vulnerados por el régimen.

Esta es la razón que determinó el resultado del Brexit como la victoria de Donald Trump en Estados Unidos. Si la democracia ha sido expresión de identidad política, el nacionalismo es un factor para repensar los canales de adhesión social a la conformación de los Estados.

Si bien la conformación de la opinión pública ha sido moldeada por la globalización —lo que implicaría un factor común nivel mundial— existen determinados contextos que otorgan características propias. En razón de lo anterior, el fenómeno Brexit, por ejemplo, traía aparejada la preferencia insular del Reino Unido, lo que condujo al rechazo del modelo europeo de integración, y en particular su posición en lo relativo a los movimientos migratorios. Esta condición fue aprovechada por los grupos “eurófobos”, y con ello lograron la separación completa de los británicos, respecto de la Unión Europea, mediante un mecanismo legal y legítimo de participación ciudadana, como el referéndum.

Es pertinente observar, en este punto, la importancia de las elites en la conformación y dirección de la opinión pública, cuestión que podemos observar con mayor énfasis en los procesos electorales en que los grandes partidos políticos se presentan como los principales generadores de información y comunicación dirigidas a la ciudadanía. Por tal razón, en un primer momento, el proyecto de identidad política busca su consolidación a partir de la interrelación de las elites que existen en el contexto socioeconómico de los Estados.

En este sentido, el primer empuje —y acaso el más importante— del nacionalismo en la transformación de la opinión pública se desarrolla gracias al poder de las elites. Este fenómeno se observó en el Brexit, toda vez que “en el Reino Unido el euroescepticismo se había asociado con una elite socialmente conservadora, chovinista y provinciana”.22 Es fundamental el apoyo de las elites para la reproducción tanto de una identidad política determinada como para la conformación de una opinión pública en particular.

Pero la preocupación más importante de la manifestación política del nacionalismo sucede cuando se expresa no sólo en una victoria electoral, sino, además, cuando puede ser parte de una estructura formal en la propia democracia y, sobre todo, se configura a partir de la esfera sustantiva de determinados principios políticos. Por tanto, la condición nacionalista se estructura con mayor facilidad en las democracias, pues llega por la vía legal e institucional y, por la misma razón, puede incentivar determinados principios políticos y, con ello, configurar una opinión pública acorde con su identidad.

Este espacio sustantivo de influencia constituye una cuestión básica en una democracia moderna, pues ésta “no es sólo el conjunto de reglas, instituciones y prácticas de las que nos valemos para organizar nuestro sistema de gobierno. Incorpora también principios, un ideal normativo, que dicho orden institucional está llamado a encarnar en la realidad y nos sirve de guía para poder evaluar su funcionamiento específico en un momento dado”.23 En esta tesitura, el nacionalismo puede convertirse —irónicamente gracias a la democracia— en un principio por seguir o, en su caso, en un ideal normativo.

Empero, estas cuestiones no implican un efecto per se en la democracia. Ésta es, sin duda alguna, una forma de gobierno que ha permitido la participación plural de una sociedad multicultural y, en ese sentido, se desarrollan los canales institucionales para que incluso expresiones nacionalistas y excluyentes participen. Pero el resultado electoral más preocupante es el referido a la influencia de un discurso antiliberal en la opinión pública de la sociedad: un conjunto de ideas y principios que regulan la actitud y la percepción de la ciudadanía sobre lo político.

En este contexto, la reciente elección presidencial de los Estados Unidos abona a la teoría de la opinión pública: Donald Trump ha triunfado a través de los mecanismos formales de la democracia, a través de un modelo representativo que aún funciona en los sistemas políticos modernos; no obstante, lo ha hecho a partir de un discurso xenófobo, antiinmigrante y, por supuesto, bajo una identidad nacionalista excluyente.

Si bien los mecanismos electorales permitieron su ascenso, no es posible deslegitimar la democracia. De lo que se trata, por tanto, es de identificar cómo se posicionó una estrategia política dentro de la opinión pública estadounidense y determinar si esta primera ola de nacionalismo podría incentivar un cambio de paradigma en el orden global. Resulta primordial identificar el marco sustantivo en las democracias modernas, para evitar la posible proliferación de los nacionalismos excluyentes.

El discurso político de Donald Trump y su confrontación con la opinión pública

La opinión pública se formula como un ideal filosófico-liberal, es decir, se busca la unión entre lo individual y lo colectivo, procurando el equilibrio entre la opinión de la mayoría y la de las elites que gobiernan, apelando a los principios de “universalidad, racionalidad y objetividad”.24 Esta concepción de la opinión pública tiene dos vertientes: en la primera se teoriza acerca de la percepción del conjunto social, y en la otra domina una posición reduccionista, en cuanto al mayor grado de importancia que otorga a la concepción individual.

Si bien la opinión pública es de “interés general, no así de acceso general”;25 es decir, al abordar temas de Estado y que tienen que ver con la administración pública, empezaron a cambiarse los análisis de tipo racional-cognitivo por los de corte racional-social. De esta forma, en la primera vertiente se tiene la valoración individual y, en la otra, la percepción social que influye en las concepciones de toda la colectividad y que termina por permear en las valoraciones individuales acerca de un fenómeno específico.

De esta manera, el concepto de opinión pública apela a la combinación de lo público y lo privado, lo colectivo y lo individual, y hace referencia a un grupo que está fuera de la administración pública o del Estado y que emite juicios acerca de política, economía o la sociedad, los cuales apuntalan o limitan determinadas medidas adoptadas por el gobierno. Como consecuencia, la opinión pública es capaz de dar legitimidad a determinadas decisiones, validez y viabilidad dentro del entramado social.

El desarrollo de la opinión pública trae aparejados otros temas centrales para la existencia de una democracia liberal, como el debate abierto, el libre flujo e intercambio de la información gubernamental, así como la crítica y el razonamiento colectivos acerca de las cuestiones de gobierno. Así, la opinión pública fisura las percepciones individuales y coloca en su lugar el ideal del “bien común”. Sin embargo, extender de manera desmedida la capacidad de crítica de la opinión pública no abona a la creación de un gobierno estable, ya que cada decisión se lleva a la palestra pública, lo cual propicia resultados poco favorables para la construcción de instituciones duraderas que garanticen la supervivencia de la democracia liberal.

Desde esta perspectiva, es evidente que la opinión pública es primordial para que los gobiernos obtengan información de la ciudadanía, de tal suerte que se puede considerar a la opinión pública como un canal de comunicación indirecto entre ellos. Hay que recordar que para su construcción, desde luego, se requiere la comunicación entre los ciudadanos.

En consecuencia, si un gobierno niega que la opinión de los ciudadanos es pertinente para la implementación de determinada política pública o acción de gobierno; o bien, si evita la libre y pública expresión de opiniones, sencillamente la opinión pública no existe, pues no produce el efecto de realimentación que la caracteriza y que permite a los gobiernos medir su grado de aceptación, popularidad o legitimidad, en general, y de las políticas públicas y acciones de gobierno, en particular.

En este sentido, es propicio señalar que, cuando no se permite la pluralidad de voces en el espacio público, materialmente existe una sola voz, que no informa a la colectividad, sino que propagandiza, adoctrina y se impone. Esta cuestión cobra relevancia en el caso del que se ocupa el presente trabajo, pues Donald Trump, en sus conferencias de prensa, elige unilateralmente a los medios de comunicación que habrán de formular preguntas que él mismo responderá (regularmente otorga la palabra a quienes son afines a sus decisiones) excluyendo a quienes disienten acerca del rumbo de sus políticas. De esta forma, niega los principios que sostienen a la opinión pública —universalidad, racionalidad y objetividad— ya que, como se puede apreciar por la forma en que elige quién lo podrá interrogar, limita la información gubernamental que circula entre los ciudadanos. Estas circunstancias suponen la restricción a las libertades informativas de los ciudadanos, con lo cual —de manera velada— Trump ejerce una especie de censura, rasgo distintivo de los gobiernos totalitarios.

Si bien, en sentido estricto, no se puede hablar de un régimen totalitario, sólo por promover la censura, puede decirse que introduce elementos totalitarios. Con respecto a este temema se pueden encontrar tres rasgos distintivos para distinguir si estos elementos están presentes en el gobierno:26

  • En primer lugar, en su reivindicación de una explicación total, las ideologías presentan una tendencia a explicar no lo que es, sino lo que ha llegado a ser, lo que ha nacido y ha pasado.

  • En segundo lugar, en esta capacidad totalitaria, el pensamiento ideológico se torna independiente de toda experiencia de la que no puede aprender nada nuevo, incluso si se refiere a algo que acaba de suceder.

  • En tercer lugar, como las ideologías no tienen poder para transformar la realidad, logran esta emancipación del pensamiento de la experiencia a través de ciertos métodos de demostración.

Por su parte, el uso de la argumentación como un tipo de deducción lógica mantiene coherencia con dos elementos de las ideologías. En primer lugar, el pensamiento sobre las decisiones que se toman no procede de la experiencia, sino que es autogenerado por las simpatías y la relación cercana que guardan los ciudadanos con los ideales que promueve un gobernante. En consecuencia, cualquier decisión sería apoyada incondicionalmente, a partir de un proceso irracional y que no se corresponde con la realidad. En este punto, cabe resaltar la experiencia del Reino Unido y el referéndum que dio como resultado final su salida de la Zona Euro (Brexit). Dicha salida fue decidida por una mayoría inconsciente de las implicaciones que esta decisión conllevaría.

En segundo lugar, la argumentación transforma el único y exclusivo punto de vista que es tomado y aceptado de la realidad experimentada, en una premisa axiomática; es decir, resulta tan evidente y obvia que no requiere demostración en la realidad. Esta referencia guarda estricta relación con la identidad política de cada nación; en este caso tenemos dos ejemplos extremos: por un lado, un Estado donde se niega la universalidad a la opinión pública, y por el otro, un Estado donde la opinión pública tiene tanta libertad que apuntala una decisión que, en primera instancia, parece más perjudicial que benéfica.

Por lo anterior, “una vez interiorizado el axioma, el subsiguiente proceso de argumentación queda completamente inafectado por cualquier experiencia ulterior. Una vez establecida su premisa, su punto de partida, la experiencia ya no se injiere con el pensamiento ideológico, ni puede ser éste modificado por la realidad”.27 En este sentido, la potencia de la argumentación ya no radica en su capacidad para abordar la lucha entre ideologías o en la lucha de clases, principalmente, sino más bien en su habilidad de establecer relaciones lógicas y causales acerca de cómo se presenta la realidad.

Por su parte, la mayoría de los teóricos de finales del siglo xx predecía la caída del Estadonación, y veía en el proceso globalizador la desaparición del Estado en su concepción decimonónica. Beck suponía que “[l]a imagen de una época ligada a lo territorial, que inspiró durante los dos últimos siglos la imaginación política, social y científica, se desvanece”.28 Sin embargo, estas suposiciones teóricas que parecían cada vez más sólidas han desaparecido, es decir, el proceso globalizador parece estar detenido, y nuevamente las naciones retroceden hacia dentro de sus fronteras anteponiendo sus intereses a los de los demás países.

En este sentido, el lema de campaña de Donald Trump —Make America Great Again— parece tratar la cuestión del Estado-nación y retomarla, para reforzar la idea de la importancia de la territorialidad y de la función fundamental de las fronteras como un medio de defensa para los intereses domésticos de los Estados Unidos, frente al resto de los países del mundo. También resulta oportuno hacer notar que este lema fue el que lo llevó al triunfo en las pasadas elecciones (el 8 de noviembre de 2016), ya que, a través de esta estrategia de marketing político, logró acercarse a públicos excluidos de las decisiones gubernamentales, y que, en muchas ocasiones, han sentido que las decisiones del gobierno transgreden sus interés individuales o de grupo.

El discurso de Trump, consecuentemente, apela a convertir una democracia liberal —el sistema que lo llevó al poder— en una autocracia proteccionista, a este respecto, Sergio Raúl Castaño establece: “[l]a autocracia es presentada como la pretensión de proclamarse jefe a sí mismo, o asimismo la condición de quien hereda el poder”.29 La principal diferencia entre la democracia y la autocracia se basa en el principio de investidura, que encuentra su reflejo en el principio de legitimidad. Entonces, no puede haber un grado aceptable de gobernabilidad al no haber consenso dentro de las decisiones que se toman y, principalmente, al excluir a la opinión pública para que no difunda medidas impopulares o poco respetuosas de los principios que rigen a un país que se proclama a sí mismo democrático.

En consecuencia, para que el ejercicio del poder dentro de un sistema democrático liberal sea legítimo, debe haber elecciones “libres, competitivas y no fraudulentas”,30 además de periódicas y transparentes, que permitan el mayor grado de participación dentro de la sociedad. Si bien el sistema democrático —a través del voto— llevó a Trump al poder, el hecho de adoptar medidas impopulares y muy cuestionables le resta legitimidad, y en consecuencia, capacidad para ejercer el poder. El ápice fundamental de la democracia es la voluntad soberana de la mayoría para depositar la capacidad de ejercicio del poder en un solo individuo, mediante la búsqueda del consenso popular y la existencia de varias opciones entre las que poder elegir antes de designar a alguien en específico.

En este sentido desempeña un papel central la capacidad del elector para decidir, la cual, como se vio líneas arriba, puede ser producto de un proceso cognitivo dual en el que se vincula lo racional y lo irracional, y en el que estos elementos se conjugan para determinar el sentido en la intención del voto. Si bien hay diversas formas de participación política, la más común es la del voto:

[…] los sujetos mantienen distintas actitudes y creencias sobre determinadas cuestiones de índole social que pueden afectarle[s] más o menos directamente: desempleo, inseguridad ciudadana, igualdad de oportunidades para ambos sexos, política exterior, etcétera. Pues bien, a la hora de emitir su voto los sujetos deben evaluar cuál es la posición de los partidos ante esos distintos temas y las posibilidades que tienen para llevar a cabo la política que defienden.31

En este caso, respecto de la elección de los Estados Unidos, se puede inferir que la decisión no fue producto de una confrontación entre diversas ofertas de campaña, sino, más bien, el acercamiento a través de un discurso emotivo a un grupo de votantes que se encuentra decepcionado de la economía, la corrupción, el desempleo, entre otros asuntos. Asimismo, durante su campaña se exaltó una identidad nacional excluyente —en la forma que ya se ha definido—, que influyó en el resultado final.

Por otro lado, la acumulación de experiencias previas a la hora de votar desempeña un papel preponderante en las elecciones venideras y, en consecuencia, en el sentido del voto que habrá de tomar determinado grupo de electores; entonces:

Estas experiencias políticas pueden conducir a los sujetos a mantener la fidelidad hacia un grupo determinado o a buscar otra alternativa que recoja mejor sus actitudes e intereses. En el primer caso nos encontraríamos con una situación de hábito de voto semejante a la que planteaba Himmelweit, y que actuaría como una especie de compromiso para futuras elecciones.32

Sin embargo, el escenario que se presenta en las pasadas elecciones es uno en el que los grupos buscan una alternativa de cambio que satisfaga mejor sus demandas.

El papel central de la opinión pública es el de vigilar la actuación del gobierno; ofrecer la mayor cantidad de información; servir de filtro y como barrera respecto de opiniones que formulen supuestos falsos y que busquen la confrontación mediante la imposición de sus visiones, y ofrecer durante el desarrollo de las campañas electorales las propuestas de gobierno de los candidatos a cargos de elección popular para aportar elementos que permitan una decisión acertada de aquellos que tomarán decisiones.

Además de servir como medio de cuestionamiento legítimo respecto de decisiones que resulten debatibles, impopulares o aquéllas que no guarden correspondencia con el sentir general, que atenten contra los principios que apuntalan la democracia liberal, la opinión pública debe evitar —a través de los mecanismos legales e institucionales establecidos— la transformación del sistema democrático en uno autocrático que impida el consenso y se niegue al debate abierto acerca de todas las decisiones que se tomen.

Reflexión final

Cuando la conformación de la identidad nacional se encamina al establecimiento de un nacionalismo excluyente, es decir, hacia una fuerte distinción de un nosotros frente a un otros, permite que los actores políticos que aspiran a acceder al poder recurran, precisamente, al discurso nacionalista para lograr dicha aspiración. Asimismo, este fenómeno de defensa excesiva de “lo nacional”, que busca excluir a quienes no comparten rasgos identitarios en relación con los que se identifican como nacionales —y por tanto, como los privilegiados para ser ciudadanos de un determinado Estado—, tiene por resultado que la opinión pública se vea sesgada en virtud de este tipo de información, ya que sólo se atiende a la que exalta el tipo de nacionalismo mencionado.

Éste ha sido el caso del fenómeno Trump, puesto que en su discurso ha introducido elementos que exaltan rasgos identitarios propios de los nacionalismos excluyentes y que le ayudaron a obtener el triunfo en las elecciones presidenciales. Otro factor que influyó durante su campaña fue la información que circulaba en los medios de información y redes sociales y que incidió en la opinión pública, la cual que permeó en la intención de voto de los ciudadanos estadounidenses que se identificaron con su mensaje. De esta manera, debido al sentido identitario nacionalista —exaltado durante sus mítines—, Trump logró convocar a aquellos grupos que se sentían excluidos y que han encontrado en sus propuestas una posible solución a lo que los aqueja (desempleo, migración, desigualdad). Esta solución asume una posición excluyente que ha negado la universalidad de la opinión pública e introdujo elementos totalitarios como la censura.

Así, la presencia de la identidad nacionalista exacerbada transforma la opinión pública, puesto que, cuando un grupo se identifica por rasgos nacionalistas y censura las expresiones que no exaltan dichos rasgos, deja fuera a los otros, situación que puede engendrar severas amenazas para la democracia liberal. Como se evidenció, de esta forma resurge el acudir a lo exclusivamente local, a un nacionalismo que influye en las elecciones y que permite el acceso democrático al poder a personas que pueden transformar el régimen democrático. Finalmente, puede inferirse que la existencia de una opinión pública débil, que no es capaz de confrontar al gobierno en turno, estimula la existencia del nacionalismo excluyente.

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Fernando Vallespín, El futuro de la política, Taurus, Madrid, 2000, p. 163.

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David Collier y Ruth Collier, Shaping the Political Arena. Critical Junctures, the Labor Movement and Regime Dynamics in Latin America, Princeton University, Princeton, p. 29.

Dieter Nohlen, op. cit., p. 686.

Idem. Cursivas propias.

Jürgen Habermas, Identidades nacionales y postnacionales, 3ª ed., Tecnos, Madrid, 2007, p. 115.

Idem.

Idem.

Ibidem, pp. 89-90.

Fernando Vallespín, op. cit., p. 79.

Idem.

Eduardo Restrepo, “Identidad: apuntes teóricos y metodológicos”, en Gabriela Castellanos Llanos, Delfín Ignacio Grueso y Mariángela Rodríguez (coords.), Identidad, cultura y política, Porrúa, México, 2010, p. 64.

Fernando Vallespín, op.cit. 15 Idem.

Idem.

Ibidem, p. 87.

Dieter Nohlen, “Sistemas electorales y reforma electoral”, Quid Juris, año 1, vol. 3, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2006, p. 9. Artículo disponible en <https://revistas-colaboracion.juridicas.unam.mx/index.php/quid-iuris/ article/view/17304/15513> [fecha de consulta: 4 de mayo, 2017].

Idem.

Ibidem, p. 45.

Dieter Nohlen, Diccionario de ciencia política, op. cit., p. 942.

Idem.

José Piquer, “Soñar en pequeño”, Economía exterior, núm. 76, Estudios de Política Exterior, Madrid, primavera, 2016. Artículo disponible en <http://www.politicaexterior.com/articulos/economia-exterior/sonar-en-pequeno/> [fecha de consulta: 2 de mayo, 2017].

Fernando Vallespín, op. cit., p. 161.

Juan Miguel Morales y Gómez, Eduardo Rodríguez Manzanares et al., “Opinión pública y democracia, algunas aportaciones para su estudio”, Espacios Públicos, vol. 14, núm. 32, septiembre-diciembre, Universidad Autónoma del Estado de México, Toluca, 2011, p. 184.

Idem, p. 186.

Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Taurus, Madrid, 1998, p. 377.

Ibidem.

Beck citado en Eduardo Pastrana, “Extinción o reinvención del Estado-nación frente a los desafíos globales”, Desafíos, núm. 12, Universidad del Rosario, Bogotá, 2005, p. 276.

Sergio Raúl Castaño, “Democracia moderna y legitimidad. Glosa crítica a un texto de Sartori”, Ambiente Jurídico, núm. 10, Universidad de Manizales, Manizales, Colombia, 2008, p. 270.

Ibidem, p. 270.

Jorge Sobral Fernández y José Manuel Sabucedo Cameselle, “Participación política y conducta de voto”, Papeles del psicólogo, núm. 25, Consejo General de la Psicología, Madrid, mayo, 1986. Artículo disponible en <http: www.papelesdelp-sicologo.es="" esumen?pii="265"> [fecha de consulta: 3 de mayo, 2017]. </http:>

Idem.

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