Buscar en
Offarm
Toda la web
Inicio Offarm Los dulces de un mundo sin azúcar
Información de la revista
Vol. 25. Núm. 5.
Páginas 102-110 (Mayo 2006)
Compartir
Compartir
Descargar PDF
Más opciones de artículo
Vol. 25. Núm. 5.
Páginas 102-110 (Mayo 2006)
Acceso a texto completo
Los dulces de un mundo sin azúcar
Visitas
17896
Manuel Pijoana
a Químico y biólogo.
Este artículo ha recibido
Información del artículo
Texto completo
Descargar PDF
Estadísticas
Figuras (12)
Mostrar másMostrar menos
Tablas (1)
Tabla 1. Nombres científicos y familias a las que pertenecen las plantas citadas en el texto
Texto completo

Del maná a la brazzeína

Hojas de Pentadiplandra brazzeana.

Antes de que el azúcar de caña se popularizara por completo gracias a la expansión de las plantaciones, ingenios y trapiches de las Antillas durante los siglos XVII y XVIII, los alimentos dulces continuaban siendo escasos excepto en los lugares y épocas en que la naturaleza ofrecía en abundancia algún edulcorante natural. Uno de estos lugares era el centro y el noreste de Norteamérica, donde el arce del azúcar --y en menor medida de arce negro-- proporcionaba a los pawneeh, cree y otras etnias amerindias un jarabe o miel vegetal que todavía goza de gran popularidad en Estados Unidos y Canadá.

Algarrobas de Ceratonia siliqua.

Flores del chañar (Geoffroea decorticans).

Hormigas mieleras australianas.

Hojas de mistol (Zizyphus mistol).

Savias, cortezas y raíces dulces

Tras romper con su tomahawk la corteza de los arces, los indios de Norteamérica recogían el agua cargada de glucosa que circula entre la madera y la corteza de estos árboles durante los meses de marzo y abril; acto seguido, la hacían hervir hasta obtener un líquido espeso, negruzco y muy azucarado. Los primeros colonos se limitaron a imitar a los amerindios y, una vez perforada la corteza del arce con el hacha, recogían el azucarado líquido en una cajita hecha con corteza de abedul. Las cajas de corteza no tardaron en ser sustituidas por grandes cubos alimentados por un tubo de madera clavado en el árbol y más tarde, hacia 1850, los grandes calderos de hierro en los que se hervía al aire libre el agua de arce dieron paso a eficientes hogares y hervidores, debidamente aislados dentro de cabañas de madera similares a las que se utilizan hoy.

La recolección del agua de arce y su transporte hasta la cabaña se hizo a mano o con ayuda de la tracción animal hasta mediados de los años setenta, cuando empezó a implantarse la técnica de la conducción al vacío. Gracias a este sistema de succión acoplado a una compleja red de tubos, un solo hombre puede extraer desde entonces el agua de miles de arces y transformarla en jarabe en la cabaña. Sin embargo, y pese a éste y otros perfeccionamientos, como la filtración por ósmosis inversa, siguen necesitándose 40 l de agua de arce por cada litro de jarabe. Y, al igual que antaño, el agua de arce sólo puede recolectarse durante unas pocas semanas, lo que explica el elevado precio de este jarabe y más aún de los azúcares de arce.

Otro lugar donde abundan los edulcorantes naturales es el trópico asiático. Allí crece, por ejemplo, la palma gomuti, cuya producción de azúcar en Indonesia y Malasia es tan importante que va incluso por delante de la caña de azúcar. La savia fresca de esta palmera contiene cerca del 16% de sacarosa y, sobre todo en Indonesia, país cuya población es en su mayoría musulmana, se destina sobre todo a la producción de azúcar de mesa. En la India, en Sri Lanka y en Filipinas, donde la palma negra, la palmera del vino de la India, el cocotero, la palmera nipah y la datilera silvestre sustituyen a la palma gomuti, la situación es bastante distinta, ya que una gran proporción de la savia de palmera se transforma allí en vino de palma, en arrack y en otros destilados.

La savia recogida de la palma negra, en particular, se transforma en jaggery, un azúcar que se obtiene a escala industrial y del que se consumen grandes cantidades en la India y en Sri Lanka, al igual que el vino de palma. La savia de la datilera silvestre, por su parte, es a la vez una bebida potable --una especie de gaseosa natural con un 12-15% de azúcar--, una fuente de jarabe y de azúcar y la materia prima para la producción de vino, arrack y vinagre. Cada año se extraen de esta datilera varios millones de litros de savia y los productos que se obtienen a partir de ésta se comercializan en casi toda la India, incluso en las grandes ciudades. La savia de la palmera nipah, por su parte, se explota comercialmente en todo el sudeste Asiático, en cuyas zonas pantanosas crece de forma espontánea, pero sobre todo en Bangladesh, Filipinas y Malasia, donde se cultiva más intensamente; las utilidades de su azucarada savia son, una vez más, el vino, el arrack y sobre todo el azúcar.

La palmera del vino de la India, por su parte, tiene bien ganado su nombre, aunque quizás debiera llamarse palma del alcohol de Ceilán, ya que el vino burbujeante producido con la fermentación de la savia se destila de inmediato para obtener un alcohol refinado que en Sri Lanka es tan apreciado como el whisky. Una vez más, la savia de esta palmera sirve para la fabricación de un azúcar que se vende en todos los mercados cingaleses, al igual que el de la palma negra y el del cocotero. La savia de esta última especie de la que nosotros apenas conocemos el coco, su leche y sus utilidades culinarias más o menos exóticas es, en efecto, objeto de una explotación importante, no sólo en la India y Sri Lanka, sino también, y sobre todo, en el sudeste de Asia; una vez más, la savia de cocotero tiene todas sus utilidades clásicas: el azúcar, el vino burbujeante y muy apreciado por los oriundos de la zona, el ubicuo arrack y los poderosos aguardientes de palma.

Aparte de las savias, otras fuentes poco convencionales de azúcares vegetales son las cortezas dulces, las raíces y tubérculos, las legumbres y las flores. Entre las primeras cabe citar los tsugas, las piceas y algunos álamos americanos (p. ej., Populus sargentii), que eran muy apreciados por distintas tribus amerindias. Entre las segundas se incluyen algunas plantas tan conocidas por nosotros como la regaliz, la chufa o el boniato, y también otras bastante más exóticas, como la oca o papa colorada de origen andino, algunas de cuyas variedades producen tubérculos tan dulces como frutas; la jícama, oriunda de México y cultivada allí, y el emparentado nupe de América tropical, que se comercializa en Estados Unidos, México, Tailandia, China y otros países; la nuez terrestre y el quamash, cuyas raíces eran muy apreciadas por los indios de Norteamérica; o el ácoro aromático, cuyos rizomas se consumían antaño en Europa como una especie de golosina.

Con todo, la golosina por excelencia de nuestros antepasados era, sin duda, el malvavisco, cuyo nombre en inglés (marshmallow) sirvió para designar a unos dulces esponjosos y blandos que en España se conocen popularmente como «gominolas» o «nubes». Además de su uso en la aromatización de las antiguas gominolas, las raíces azucaradas y ricas en mucílagos se utilizaban antaño en numerosas recetas de confitería.

Entre las legumbres, cabe citar la algarroba, que sirvió de alimento durante miles de años en la cuenca mediterránea, consumida directamente o transformada en harina o en bebida fermentada (p. ej., el palo, que todavía se comercializa en las Baleares). Aunque hoy pocos conocen el sabor dulce de las algarrobas masticadas ­una merienda popular en varias zonas rurales del sur de Europa hasta los años 30-40­, todos nosotros las hemos comido sin saberlo, con el nombre de espesante E 410, en helados, pasteles, pan, chocolate, salsas y platos cocinados, yogures y, por supuesto, en alimentos dietéticos, ya que no contienen gluten.

Al otro lado del Atlántico, el algarrobo tiene varios homólogos pertenecientes al género Prosopis, como los mesquites del sur de Norteamérica y de América tropical, o los algarrobos blanco y negro del Cono Sur. Con las algarrobas de estas dos últimas especies se preparan sopas como el gualuncho, dulces sin azúcar como el arrope, panes y harinas dulces como el patay o el ulpo, bebidas fermentadas como la aloja y bebidas refrescantes como la añapa. El arrope, que es un líquido muy dulce, oscuro y con aspecto de miel, también se prepara con otras legumbres o vainas locales como las del chañar y del mistol. Los frutos de estos dos últimos árboles también sirven para elaborar añapa, sobre todo en Chaco y en Formosa, las regiones de Argentina donde viven los aborígenes wichi y donde mejor se conservan estas antiguas recetas.

Raíces de regaliz (Glycyrrhiza glabra).

Estevia (Stevia rebaudiana).

Flores azucaradas y dulces animales

Aunque a muchos les parezca extraño, las flores también son y han sido una fuente de dulces alternativos en numerosas culturas. En China, por ejemplo, las flores de las hemerocalis, muy ricas en néctar, se utilizan con frecuencia para dar un sabor dulce a la comida. Y en Norteamérica, algunas etnias de amerindios todavía consumen los pequeños «caramelos» de néctar que se forman en las flores de la hierba de la seda, además de hervir esas mismas flores para obtener un sabroso jarabe azucarado. Otras flores reputadas por su sabor dulce son las del asfódelo amarillo, de delicioso sabor dulce; del árbol del amor, que son agridulces y muy aptas para ensalada; de la feijoa o guayabo brasileño, que tienen un inesperado sabor a fruta; de las madreselvas, que hasta fechas bastante recientes se masticaban con avidez en muchas regiones mediterráneas; de las clavelinas, cuyo sabor dulce recuerda al clavo; e incluso las de la violeta de olor, cuyo sabor a la vez perfumado y dulce es, según parece, una pura delicia.

Dado que la parte dulce de la flor suele ser el néctar, la mayoría de las culturas ha preferido recurrir a la miel, ese codiciado edulcorante que, como se sabe, producen las abejas. La miel, que contiene cerca de un 40% de fructosa y cuyos color, sabor y textura vienen determinados por las flores de origen, suele extraerse de los panales que se forman dentro de una colmena de marco móvil instalada en un lugar estratégico por el apicultor. Éste es el esquema clásico en los países occidentales y en la mayoría de culturas agrícolas, pero no entre los pueblos cazadores-recolectores o entre los ganaderos nómadas, que tienen que desafiar a las abejas salvajes para extraerles su miel.

Una de las maneras más curiosas de conseguir miel salvaje es la que tienen los gbaya yaayuwee de Camerún, que se valen de la curiosa manera de alimentarse que tienen unos pájaros emparentados con los carpinteros y denominados precisamente indicadores de la miel (Indicator indicator e Indicator variegatus). Si una de estas aves encuentra una colmena silvestre y luego se cruza con una persona o con un ratel (una especie africana de tejón que adora la miel), le indica su descubrimiento con sonoros reclamos y vistosos e incansables vuelos cortos y le induce a seguirle, a veces durante casi 1 km. Una vez llega a la colmena, el indicador deja de gritar y se posa a la espera de que su acompañante destruya el panal y le permita obtener con menos riesgos las larvas de abeja y la cera que digiere gracias a sus bacterias intestinales. El cazador de miel camerunés, por su parte, se defiende de los aguijonazos de las temibles abejas africanas con una tupida y casi hermética armadura de paja.

No menos agresivas que las africanas, las abejas gigantes asiáticas (Apis dorsalis), que suspenden sus colmenas en árboles o en acantilados, son también un desafío para los recolectores. En Tailandia, por ejemplo, la recolección se hace a menudo por la noche, usando humo para pacificar las abejas que se cepillan del panal y dejando intacta una cuarta parte de las colonias de cada árbol para no extinguir la población local del insecto.

A diferencia de estas peligrosas especies, las otras abejas melíferas asiáticas suelen ser poco agresivas (Apis cerana), o bien tan pequeñas (A. florea) que su aguijón a menudo no consigue atravesar la piel humana. Por esta razón todavía son muchos los apicultores asiáticos que la prefieren a la muy difundida abeja europea (A. mellifera), pese a que su producción de miel es mucho menos importante.

Todavía más inofensivas son las abejas carentes de aguijón del género Mellipona, cuya miel era explotada activamente por los mayas y los incas antes de que los españoles trajeran la abeja Apis mellifica a América. La miel de las Mellipona y de otras abejas sin aguijón la recogen todavía hoy varias etnias africanas como los masai o los pigmeos aka, o asiáticas como los lahu del sur de China o los nat de Nepal, aun cuando esta recolección tampoco está libre de peligros, entre otras razones porque a menudo hace falta trepar por los troncos hasta 30 m de altura con un simple arnés hecho con lianas. En Sudamérica, esta miel es todavía de uso común en gran parte de la selva Amazónica. Lejos de caer en desuso, la utilidad de estas abejas totalmente inofensivas vuelve a considerarse hoy en varios países tropicales (Colombia, Guatemala, Filipinas, etc.); de hecho, está ya muy implantada en Japón, donde la mayoría de las granjas son pequeñas y no muy adecuadas para la explotación de las temibles Apis.

Las abejas sin aguijón que se utilizan en Japón pertenecen al género Trigona, que es también muy común en Australia y que los aborígenes usaban antaño como una importante fuente de azúcar. Para localizar la colmena, capturaban una abeja que se alimentaba de polen y, después de engancharle un pétalo de flor con los pegajosos jugos de ciertas plantas, la liberaban para que regresara a la colonia. Marcada de esta forma, la abeja no sólo era fácil de localizar, sino que además su vuelo se tornaba más bajo y lento, y por tanto más fácil de seguir por el recolector aborigen. Otra manera de localizar esta fuente de miel salvaje consistía en detectar la presencia en los troncos de los árboles de unas lagartijas negras que se alimentan de abejas cuando éstas regresan a su colmena arbórea.

Aunque estos originales sistemas de recolección de miel se han perdido casi por completo, los aborígenes del centro de Australia todavía recolectan las hormigas mieleras de los géneros Melophorus bagoti y Camponotus, tan apreciadas en este continente como lo son en México las hormigas mieleras del género Myrmecystus.

Hojas de katemfe (Thaumatococcus daniellii).

Frutos de katemfe.

El maná, la comida de Yahvé

El maná, el alimento que dio Yahvé a los israelitas durante los años en que peregrinaron desde Egipto hasta la tierra prometida, se define en el Éxodo como una sustancia blanca y fina que caía del cielo como el rocío y tenía sabor a torta hecha con miel. Esta milagrosa sustancia suele relacionarse con el mann o secreción del tamarisco que todavía se recolecta hoy en el Sinaí. En junio, julio y agosto los tamariscos de esta zona, pertenecientes a una subespecie algo distinta de nuestro familiar taray (Tamarix gallica), exudan una especie de goma con sabor a miel que llega a recubrirlos por completo. Los beduinos recogen esta goma a primeras horas de la mañana, cuando todavía cuelga del árbol en forma de pequeñas gotas de rocío y antes de que la derrita el implacable sol estival del desierto. Cuando no lo utilizan para preparar tortas y pasteles, para endulzar bebidas o para extenderlo sobre el pan, los beduinos que recogen este maná lo venden a los monjes del convento de Santa Catalina, quienes lo distribuyen a los peregrinos con el nombre de gazangabin o miel de tamarisco.

La afinidad entre este maná botánico y el fenómeno descrito por la Biblia ya había sido citada por el historiador romano Flavio Josefo y fue detallada más a fondo por varios autores recientes. Entre ellos, por los entomólogos de la universidad hebrea de Jerusalén, que a mediados de la década de 1920 realizaron una expedición al Sinaí dirigida por el Dr. Fritz Bodenheimer de la estación zionista de agricultura experimental. Según Bodenheimer y los entomólogos hebreos, el maná del desierto no era, como se creía hasta entonces, una simple secreción del tamarisco, sino una excreción del cuerpo de las cochinillas Coccus manniparus que pican el árbol.

La cantidad de jarabe azucarado que exudan las cochinillas del tamarisco varía según la abundancia o la escasez de las lluvias de invierno y, si la estación es buena, un hombre puede recoger 1,5 kg al día. Es una cantidad notable, pero no hay que olvidar que se trata de una producción estacional, centrada en los meses estivales. Además, como bien analizó a principios del siglo pasado P.E.M. Berthelot, el fundador de la termodinámica y uno de los pioneros de la síntesis química, el maná contiene únicamente sacarosa, levulosa, glucosa y dextrina. En definitiva, sólo hidratos de carbono y ningún aminoácido o elemento proteínico capaz de asegurar la supervivencia de los judíos durante cuarenta años, tal como se dice en la Biblia. Por lo demás, y a diferencia del maná bíblico, que tenía que consumirse de inmediato porque se pudría en una sola noche, quizás por los elementos nitrogenados que contenía, el maná de tamarisco se conserva durante años.

Otra planta que produce una secreción que recuerda al maná bíblico es la espina de camello, cuyo maná fue descrito por Avicena como un rocío que cae sobre la planta desde el cielo. Aunque la espina de camello sólo se encuentra en el oeste de Asia, su congénere el arbusto del maná también crece en el norte de África, incluido Egipto, y podría ser un buen candidato al maná bíblico. Otro posible candidato es Atraphaxis spinosa, una planta de las zonas semidesérticas del Próximo Oriente cuyo maná blanco amarillento y de sabor agradable sirve para elaborar pasteles.

Arbusto del maná (Alhagi maurorum).

 

Aunque no es propio de las zonas áridas, también cabe citar aquí el roble de Turquía, cuyo maná producido por un insecto se utiliza como jarabe y edulcorante de comidas y se vende todavía en varios mercados locales de Irán. En el Medioevo, cuando los comerciantes florentinos y venecianos compraban maná en Damasco, Alepo, Alejandría y Constantinopla para venderlo en los mercados europeos, es posible que adquirieran el exudado de este roble, además de las secreciones del tamarisco o de la espina de camello.

Al igual que el tamarisco, todas estas plantas producen un exudado carente de proteínas y que, por consiguiente, no habría podido nutrir durante años al pueblo judío como alimento principal. Conscientes de estas limitaciones, otros estudiosos propusieron como candidato productor del maná no ya una planta vascular, sino un liquen, Lenora spharothallia esculenta, que también se encuentra en el oeste de Asia y en el norte de África. Este liquen se descama con facilidad, y cuando las escamas son acarreadas por el viento, vuelven a caer a veces en forma de lluvia. En tiempos de hambruna, los beduinos y otras etnias nómadas trituran estas escamas y las mezclan con otras sustancias para elaborar una especie de pan. Una vez más, hay varias analogías con el maná bíblico --el color blanquecino, la caída en lluvia e incluso el sabor insípido que le atribuyeron los judíos--, pero tampoco este alimento tiene el valor nutritivo suficiente para equipararse al maná bíblico.

Del «fruto milagro» a los superedulcorantes

La mayoría de los sustitutos del azúcar aprobados para su uso alimenticio son compuestos totalmente artificiales como la sacarina, el aspartamo, el ciclamato o la sucralosa; algunos son de origen natural, aunque suelen producirse por síntesis para abaratar costes. Entre estos últimos figuran el sorbitol y el xilitol, que se encuentran en muchos frutos, verduras y hongos, los polioles como el manitol, el maltitol y la tagatosa, o la glicirricina que se extrae del regaliz.

Todas estas sustancias son hidratos de carbono o como máximo heterósidos (un hidrato de carbono más un grupo no glucídico) y por tanto moléculas bastante reducidas. Durante muchos años, en efecto, se pensaba que sólo las moléculas pequeñas podían inducir un sabor dulce, hasta que en 1968 se demostró que la miraculina, una proteína dulce que se extrae del denominado «fruto milagro», tiene un peso molecular de 24.600. La miraculina, por lo demás, no sólo es dulce, sino que además tiene la insólita propiedad de transformar los sabores ácidos en inequívocamente dulces.

Posteriormente, en 1972, se descubrieron la monellina y la taumatina, otras dos proteínas intensamente dulces y de elevado peso molecular. El primero de estos compuestos se extrae de Dioscoreophyllum cumminsii, una pequeña liana que crece cerca del suelo de la pluviisilva africana, y es unas 100.000 veces más dulce que la sacarosa si se comparan sus moléculas (y unas 3.000 veces más dulce a igualdad de pesos). Pese a ser escasísimo, se comprende que el contenido en monellina de los frutos de D. cumminsii sea suficiente para darles el intenso sabor dulce que tanto aprecian los niños de los pigmeos aka.

La taumatina, que es en realidad una mezcla de proteínas, se extrae de los arilos del fruto del katemfe, otra planta de África occidental. Dos mil veces más dulce que la sacarosa a igualdad de pesos --y unas 10.000 veces más en comparación molar--, la taumatina sólo tiene este dulzor tan intenso para los primates del Viejo Mundo, incluido el hombre. Consumida desde hace millones de años por nuestros «primos evolutivos», la inocuidad de esta sustancia es más que probable y de ahí que esté aprobada en muchos países como edulcorante y potenciadora del sabor.

Mesquite (Prosopis glandulosa).

El sabor de la brazzeína es más parecido al de la sacarosa que la taumatina, la única proteína dulce que tiene un número E (E957) y que ha sido aprobada por la Unión Europea

Algarrobo blanco (Prosopis chilensis).

El siguiente descubrimiento en esta línea fue el de la mabinlina, una proteína que se extrajo en 1983 de la alcaparra de Yunnan. Aunque «sólo» es unas 400 veces más dulce que la sucrosa a igualdad de pesos, la mabinlina es la proteína dulce más termoestable que se conoce hasta la fecha. Seis años más tarde, en 1989, se extrajo la pentadina, otra proteína dulce, de Pentadiplandra brazzeana, una planta arbustiva de las selvas de África occidental consumida por varias etnias gabonesas desde hace centenares de años.

Aparte de su dulzor, similar al de la mabinlina (500 veces más dulce que la sacarosa a igualdad de pesos), y de los puentes bisulfito que presenta su molécula, poco más es lo que se sabe sobre la pentadina. Quizá porque, en 1994, el Prof. Bengt G. Hellekant y el estudiante de doctorado Ding Ming, ambos de la universidad de Wisconsin, descubrieron en la misma planta la brazzeína, una proteína dulce muy termoestable, resistente a la hidrólisis enzimática y extraordinariamente estable frente a los cambios de pH. Además de esta envidiable estabilidad, que la convierte en el sistema ideal para investigar los requisitos químicos y estructurales de una proteína dulce, la brazzeína es 2.000 veces más dulce que la sacarosa y es por tanto uno de los edulcorantes más potentes que se conocen. Así las cosas, no es extraño que varias multinacionales intenten extraer comercialmente esta molécula a partir de maíz modificado genéticamente, amparándose en patentes cedidas por la universidad de Wisconsin. Máxime si el sabor de la brazzeína es más parecido al de la sacarosa que la taumatina, la única proteína dulce que tiene un número E (E957) y que ha sido aprobada por la Unión Europea.

Aunque hoy cuesta imaginar la vida sin azúcar, ese producto cristalino y blanco con el que endulzamos bebidas, postres y pasteles, no hay que olvidar que el consumo de este edulcorante no empezó a generalizarse en Europa hasta bien entrado el siglo xv. Antes, casi toda la población tenía que contentarse con las frutas que estaban en sazón --aunque algunas, como veremos, pueden ser tremendamente azucaradas--, con la miel --si podían obtenerla-- y con una variedad bastante grande pero rara vez abundante de cortezas, raíces, savias y otros exudados dulces.

Opciones de artículo
Herramientas
es en pt

¿Es usted profesional sanitario apto para prescribir o dispensar medicamentos?

Are you a health professional able to prescribe or dispense drugs?

Você é um profissional de saúde habilitado a prescrever ou dispensar medicamentos