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Vol. 2014. Núm. 32.
Páginas 11-36 (Mayo - Agosto 2014)
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Vol. 2014. Núm. 32.
Páginas 11-36 (Mayo - Agosto 2014)
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Para entender la originalidad del pensamiento de Nicolás Maquiavelo en conmemoración del V Centenario de El Príncipe*
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Héctor Zamitiz Gamboa**
** Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM. Profesor de Tiempo Completo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. El autor agradece a María Isabel Hernández su apoyo para la elaboración de este ensayo
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Resumen

En ocasión de la conmemoración de V centenario de la escritura de El Príncipe, este ensayo acentúa las condiciones en que se gestó el pensamiento de su autor: el entorno humanista en el que se forma. En estas reflexiones sobre la formación de su pensamiento, destacamos un proceso que fue vital, no sólo para la formación de sus ideas, sino para su observación y práctica política: la experiencia republicana impulsada por el fraile Girolamo Savonarola en Florencia.

Palabras clave:
Nicolás Maquiavelo
El Príncipe
familia Medici
Girolamo Savonarola
filosofía política
Abstract

Due to the celebration of the V centenary of The Prince’s appearance, this essay highlights the conditions under which the author’s mind created it: the humanistic surroundings that gave life to it. With these considerations regarding his thinking, and how his ideas were elaborated, we can remark a vital process, not only for the formation of his ideas but regarding his political observation and practice: the republican experience motivated by the priest Girolamo Savonarola in Florence.

keywords:
Niccolò Machiavelli
The Prince
Medici family
Girolamo Savonarola
political philosophy
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Introducción

La historia está tironeada no sólo por los grandes acontecimientos, sino también por ciertas grandes obras políticas que, más de una vez, o más o menos a largo plazo, han contribuido a la preparación de estos acontecimientos. Lo anterior lo escribió Jean-Jacques Chevallier en su destacado libro Los grandes textos políticos. Le llamamos grandes obras políticas —afirmó Chevallier— a aquellas que en su objeto de estudio primordialmente una figura ocupa constantemente la escena: el Estado, organización de la sociedad y, ante todo, del poder en la sociedad, organización que se puede describir, justificar, alabar o criticar.

También les llamamos grandes obras en el sentido de que han marcado profundamente el espíritu de los contemporáneos o el de las generaciones ulteriores, y de que, ya en el momento mismo de su publicación, ya más tarde y, de algún modo, retrospectivamente, hicieron época. Dicho en otros términos, se beneficiaron, inmediatamente o a cierto plazo, de lo que se podría llamar la resonancia histórica o la oportunidad histórica. Este es el caso de El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo (Chevallier, 1970, X).

En los momentos de crisis en que las sociedades buscan orientarse mediante la discusión y el debate acerca de lo que es la política, cuando se repara en la centralidad de su naturaleza, la discusión llega tarde o temprano a la siguiente pregunta: ¿la política y el ejercicio del poder constituyen un ámbito autónomo, otras formas de sentido y de discurso como la moral o la religión? Es en estos momentos en que salta a la vista el nombre de Maquiavelo, en virtud de que él no sólo fue el primero en plantearse en forma seria esta pregunta, sino que la colocó en el centro del interés teórico, justo en el momento en que Europa despertaba sacudida del Renacimiento. A partir de este acontecimiento, cada vez que una crisis ha tambaleado los cimientos del nuevo Leviatán, se recoge la herencia de Maquiavelo, se hace un balance de sus textos y se cuestiona el sentido profundo de sus propuestas.

En ocasión de la conmemoración del V centenario de la escritura de El Príncipe, este ensayo destaca las condiciones en que se gestó el pensamiento de su autor: el entorno humanista en el que se forma. Se destaca que la vida y obra de Nicolás Maquiavelo al estar ligada estrechamente a la acción política que ejerció la familia Medici en Florencia, su caída será un factor que contribuya a que él se convierta en Secretario de la segunda cancillería florentina y que el regreso de esta familia al poder implicó su destitución a dicho cargo; lo que posteriormente se convirtió en el “confinamiento de San Casiano”, tiempo en el cual elaborará sus principales libros, entre éstos la obra más conocida que hoy revaloramos: El Príncipe. En estas reflexiones sobre la formación de su pensamiento destacamos también un proceso que fue vital no sólo para la formación de sus ideas, sino para su observación y práctica política: la experiencia republicana impulsada por el fraile Girolamo Savonarola en Florencia.

Estamos convencidos que escribir sobre Nicolás Maquiavelo supone invitar a los interesados a identificar el conjunto de circunstancias que permiten entender la originalidad de su pensamiento, simiente de una disciplina que siglos después se definirá como Ciencia Política. Nos proponemos, entonces, repensar su obra a partir de comprender el contexto, así como las etapas y circunstancias en que vivió, que según nosotros fueron decisivas para que escribiera lo que escribió en sus obras, situaciones que para los eruditos podrían ser consideradas simplemente “lugares comunes”, o para los historiadores, simples “periodos” de la vida de Maquiavelo.

Por tanto, hay que leer El Príncipe tomando en consideración la historia de los siglos anteriores a Maquiavelo, y la historia de su tiempo; y entonces esta obra no sólo está justificada, sino que aparece como la verdadera concepción, elevada y magnífica, de un auténtico genio de la política.

Religión y política: una de las claves para entender la originalidad de su pensamiento

Nicolás Maquiavelo determinado por el contexto de la construcción del Estado Moderno, en el siglo XVII, impulsó la cuestión del carácter soluto del Estado frente a la religión, que había regado con sangre de luchas civiles las tierras europeas, desde España hasta los países eslavos, motivada más por la voluntad de racionalizar el poder desde la metafísica de la época que por su autoafirmación absoluta (Aramayo y Villacañas, 1999: 7).

En este sentido, aunque ciertas interpretaciones de la obra de Maquiavelo han sido superadas con el correr del tiempo, otras han terminado por imponerse. Una de estas últimas es la sentencia tan traída y tan llevada de que Maquiavelo, al fundar la ciencia política moderna, estableció con ello la autonomía de la política. Este planteamiento, expresado, por primera vez por Benedetto Croce, le atribuyó a Maquiavelo el logro de la separación de la política con la moral —entendida como emancipación de la política respecto a la moral y la religión—, con lo que situaba a la política más allá, o mejor dicho, más acá del bien y el mal morales (Croce, 1956: 256). Sin embargo, Isaiah Berlin lo planteó como “la diferenciación entre dos ideales de vida incompatibles y por lo tanto, dos moralidades: la moralidad del mundo pagano y la moral de las virtudes cristianas” (Berlin, 1986: 105).

Ernst Cassirer, por su parte, afirma que una y otra vez los filósofos medievales habían citado el dicho de San Pablo de que todo el poder es de Dios. El origen divino del Estado era universalmente reconocido. Al comienzo de la edad moderna este principio estaba en pleno vigor. Ni los más decididos defensores de la independencia y la soberanía del poder temporal se atrevieron a negar el principio teocrático; sin embargo, Maquiavelo en su obra no ataca este principio. Al hablar de su experiencia política y de lo que le enseñó el poder, el verdadero y efectivo poder político no tiene nada de divino. Vio a los hombres que fundaban los “nuevos principados” y estudió detenidamente sus métodos. Pensar que el poder de estos nuevos principados venía de Dios no era solamente absurdo, era además blasfemo; “como político realista, Maquiavelo tenía que abandonar, de una vez por todas, la base entera del sistema político medieval. El pretendido origen divino de los reyes le parecía algo completamente fantástico” (Cassirer, 1974: 162).

Para Maquiavelo, no es la Providencia sino los hombres, libres y responsables colaboradores de esa Providencia, quienes hacen la historia y forjan su propio destino individual y colectivo. Lo había afirmado ya claramente en ese mismo capítulo final de El Príncipe: “Dios no quiere hacerlo él todo, para no quitarnos nuestro libre albedrío y, con él, la parte de gloria que nos corresponda”. Lo cual no quiere decir que no reconozca muchas veces, como creyente que era, la providencial intervención de Dios en el acontecer humano, como manifiesta claramente en el final del Capítulo XIX del Libro Octavo de esta Historia.

Todas las concepciones místicas se habían convertido para Maquiavelo en algo completamente ininteligible. Todas las ideas e ideales teocráticos anteriores se suprimen de raíz en su teoría. Pero, por otro lado, nunca tuvo la intención de separar la política de la religión. Era un adversario de la iglesia, pero no un enemigo de la religión. Por el contrario, estaba convencido de que la religión es uno de los elementos necesarios de la vida social del hombre. Pero, en su sistema, este elemento no puede aspirar a una verdad absoluta, independiente y dogmática. Su valor y validez dependen enteramente de su influencia sobre la vida política.

Según este criterio, sin embargo, el cristianismo ocupa el lugar inferior, pues está en oposición estricta a toda verdadera virtud política. Ha vuelto a los hombres débiles y afeminados. “Nuestra religión —dice Ma-quiavelo— en vez de héroes canoniza solamente a los mansos y los humildes”, mientras que los paganos “divinizaban tan sólo a los hombres llenos de gloria mundanal, como grandes comandantes e ilustres jefes de comunidades”. Para Maquiavelo, este empleo pagano de la religión era el único racional. En Roma, la religión pudo llegar a ser la fuente principal de la grandeza del Estado, y no una fuente de debilidad. Los romanos se aprovecharon siempre de la religión para reformar el Estado, para promover sus guerras y para apaciguar tumultos.

Por consiguiente, la religión es indispensable hasta en el sistema de Maquiavelo, pero ya no es un fin en sí misma —afirma Cassirer—, se ha convertido en un simple instrumento en manos de los dirigentes políticos. No es el fundamento de la vida social del hombre, sino un arma poderosa en toda lucha política. Una religión meramente pasiva, que rehúye el mundo en vez de organizarlo, ha demostrado ser la ruina de muchos reinos y Estados. La religión sólo es buena si produce un buen orden, y al buen orden suelen acompañarlo la buena fortuna y el éxito, en cualquier empresa. La religión no mantiene ya ninguna relación con el orden trascendente de las cosas y ha perdido todos sus valores espirituales. El proceso de secularización ha llegado a su término, pues el Estado secular existe ya de jure y no sólo de facto: ha encontrado su definida legitimación teórica (Cassirer, 1974: 166).

Nicolás maquiavelo, humanista

Nicolás Maquiavelo nació en Florencia el 3 de mayo de 1469. Las primeras noticias que tenemos de él nos lo muestran tomando parte activa en los asuntos de su ciudad natal en 1498, año en que el régimen controlado por Savonarola abandonó el poder. Savonarola, el Prior dominico de San Marcos, cuyos proféticos sermones habían dominado la política de Florencia durante los cuatro años precedentes, fue arrestado como hereje a primeros de abril; poco después, el Consejo que gobernaba la ciudad comenzó a retirar de sus posiciones en el gobierno a los secuaces del fraile que todavía permanecían en él. Uno de los que perdieron su empleo como consecuencia de ello fue Alejandro Braccesi, el jefe de la Segunda Cancillería. En un principio el puesto quedó vacante, pero al cabo de unas cuantas semanas de dilación el nombre casi desconocido de Maquiavelo comenzó a sonar como un posible sustituto. Tenía apenas veintinueve años, y no parecía haber tenido experiencia administrativa previa. No obstante, su nominación salió adelante sin mayores dificultades, y el 19 de junio fue debidamente confirmado por el gran Consejo como segundo canciller de la República florentina (Skinner, 1984: 13).

Por el tiempo en que Maquiavelo entró en la cancillería, existía un método bien establecido para el reclutamiento de sus oficiales mayores. Además de una probada pericia diplomática, se esperaba que los oficiales aspirantes mostraran un alto grado de competencia en las así llamadas “disciplinas humanas”. Este concepto de los studia humanitatis derivaba de fuentes romanas, especialmente de Cicerón, cuyos ideales pedagógicos habían sido reavivados por los humanistas del siglo XIV y llegaron a ejercer una poderosa influencia en las universidades y en el gobierno de la vida pública italiana. Los humanistas se distinguían ante todo por su adhesión a una teoría particular de los contenidos característicos de una educación “verdaderamente humana”. Esperaban que sus alumnos comenzaran dominando el latín, pasaran luego a la práctica de la retórica y a la imitación de los más exquisitos estilistas clásicos, y completaran sus estudios con un concienzudo estudio de la historia antigua y de la filosofía moral. Popularizaron también la antigua creencia de que este tipo de entrenamiento constituye la mejor preparación para la vida política. Como Cicerón sostuvo repetidamente, estas disciplinas alimentan los valores que antes que nada necesitamos adquirir para servir bien a nuestro país. La complacencia en subordinar nuestros intereses privados al bien público; el deseo de luchar contra la corrupción y la tiranía, y la ambición de alcanzar los objetivos más nobles de entre todos: el honor y la gloria para nuestro país y para nosotros mismos.

A medida que los florentinos se imbuían de una manera creciente de estas creencias, comenzaron a llamar a sus más destacados humanistas para ocupar las más prestigiosas posiciones en el gobierno de la ciudad. Se puede decir que la práctica comenzó con la designación de Coluccio Salutati como canciller en 1375, y esto se convirtió en norma rápidamente.

Durante la adolescencia de Maquiavelo, la primera cancillería fue ocupada por Bartolomeo Scala, quien mantuvo su profesorado en la universidad a lo largo de su carrera pública y continuó escribiendo acerca de temas típicamente humanistas, siendo sus obras más notables un tratado moral y una Historia de los florentinos. Durante el tiempo que Maquiavelo permaneció en la cancillería, las mismas tradiciones fueron solemnemente mantenidas por el sucesor de Scala, Marcello Adriani. También éste pasó a la cancillería desde una cátedra en la universidad, y continuó publicando obras de erudición humanista, incluido un libro de texto para la enseñanza del latín y un tratado en lengua vernácula titulado Sobre la educación de la nobleza florentina (Skinner,1984: 14).

La vigencia de estos ideales permite explicar cómo Maquiavelo fue designado a una edad relativamente temprana para un puesto de considerable responsabilidad en la administración de la República.

Lo indudable es que sus ideas constituyen la base de un humanismo y de un humanismo real por cuanto el hombre, complejo y contradictorio, debatiéndose en sus circunstancias históricas, es un hombre real, enfrentado permanentemente con problemas reales. Esta forma de humanismo es tributaria sin duda de la filosofía renacentista.

No había tenido acceso Maquiavelo al círculo de literatos, de filósofos y de artistas sobre los que se proyectaba el generoso mecenazgo del Magnífico Lorenzo; pero fue atento testigo de aquel espléndido florecer de iniciativas culturales que, desde aquella activa corte, irradiaban a toda la ciudad. Y de esa corte habla con admiración en el último capítulo en la Historia de Florencia (Libro Octavo, XXXVI), diciéndonos que en ella actuaban Angel Poliziano y Cristóbal Landino y el maestro griego Demetrio Calcóndila, así como, más tarde, el “casi divino” Picco de la Mirándola (Fernández Murga, 1979: XIV).

Al hablar de Lorenzo el Magnífico, no hace Maquiavelo mención del famoso maestro Marsilio Ficino (1433-1499), que también bajo el patrocinio de aquél, explicaba filosofía en el estudio florentino, actualizando la doctrina de Platón y cargándola de aquella optimista concepción del hombre y del mundo, que fue común a casi todos los humanistas.

A pesar de la gran divergencia de opiniones sobre la obra de Maquiavelo y sobre su personalidad, hay un punto por lo menos en el cual encontramos una completa unanimidad. Todos los observadores ponen de manifiesto que Maquiavelo es “hijo de su tiempo”, un testimonio típico del Renacimiento. Sin embargo, apunta Cassirer, esta manifestación no sirve de gran cosa mientras no tengamos una concepción clara e inequívoca del Renacimiento mismo (Cassirer, 1974: 154).

La ciudad de florencia y el ejercicio del poder de los medici

Decíamos en la introducción de nuestro ensayo que la vida y obra de Maquiavelo está ligada estrechamente a la acción política que ejerció la familia Medici en Florencia. Omnipresentes en la historia de esta ciudad, los Medici la gobernaron por casi tres siglos, desde 1434 hasta 1737, periodo durante el cual su dominio solamente se vio interrumpido por dos breves interludios republicanos: el primero entre 1494 y 1512, y el segundo entre 1527 y 1530.

La primera de estas interrupciones fue la más significativa para Maquiavelo, ya que fue durante ella que sirvió al gobierno republicano, incorporándose —como señalamos anteriormente— como Secretario de la Segunda Cancillería en 1498 y saliendo de ella en 1512, lo cual coincidió, o más bien, debido directamente a la restauración de los Medici. Luego de esa fecha y muy a su pesar, Maquiavelo no pudo nunca volver a ocupar cargo alguno en el gobierno de la ciudad, aun cuando trató de hacerse grato a los Medici por medio de los más diversos recursos, uno de los cuales fue precisamente la escritura de El Príncipe. Este libro fue concebido para verter en él de la manera más clara y directa lo que Maquiavelo consideraba haber aprendido en toda su experiencia política, con la intención y el fin explícito de ponerlo al servicio de los Medici.

Su vida había coincidido además con uno de los periodos más tormentosos de su ciudad y de Italia: tenía veinticinco años cuando los ejércitos de Carlos VIII irrumpieron en la península, poniendo fin a una paz fundada en el equilibrio interestatal de la que aquélla había gozado en la segunda mitad del siglo XV, y cuando además los Medici fueron obligados a dejar el señorío de Florencia, tras cuya eliminación se instauró un régimen republicano.

Maquiavelo tenía veintiocho años cuando, tras el fracaso del experimento savonaroliano, asumió el cargo de secretario de la Segunda Cancillería, cargo en el que desempeña importantes misiones en Italia y en el extranjero en nombre de la joven República florentina: estuvo tres veces en Francia, en la Corte de Luis XII; en Suiza y en Alemania en casa del emperador Maximiliano, y en casa del duque Valentino en Romania, donde fue testigo de la matanza causada por éste entre sus rivales políticos, y poco después en Roma, justo mientras se celebraba el cónclave en el que se eligió al Papa Julio II, enemigo declarado de los Borgia. Tuvo parte relevante en la dirección de las operaciones para la reconquista de Pisa, que se había revelado contra el dominio de Florencia, y en la tentativa de instruir una milicia u “ordenanza” ciudadana, que habría debido liberar Florencia de su servidumbre a las armas mercenarias (Procacci, 2010: 12).

En 1512 tras la derrota de los franceses en la batalla de Rávena, la República florentina perdía su poderoso protector, y los Medici retornaban a la ciudad. La ordenanza en la que Maquiavelo había puesto tantas esperanzas se disolvió sin oponer resistencia y él, sospechoso de haber participado en una conjura antimedicea, fue encarcelado y torturado. La elección de un Medici, como lo fue León X, para el Pontificado, le amenazó con la cárcel, pero para entonces él era ya un ciudadano privado excluido de los oficios públicos. Se retiró entonces a su casa de campo en el Albergaccio, cerca de San Casiano, y fue allí donde, a lo largo de 1513, escribió El Príncipe. En este trabajo, Maquiavelo volcó toda la experiencia que había acumulado en el curso de los quince años en que había servido a la República, así como toda la amargura que le provocó su fracaso político (Procacci, 2010: 13).

La caída de los medici

El vaticinio pareció cumplirse puntualmente cuando, como hemos dicho, el 22 de agosto de 1494, el rey Carlos VIII de Francia, con la complicidad de Ludovico Sforza de Milán, apodado el Moro, entraba a Italia dispuesto a apoderarse del reino de Nápoles y sin que ningún otro príncipe italiano pusiera serios obstáculos a su paso. Tan fácil resultó al rey francés aquella invasión de Italia, que a la suya se le llamó “la guerra del yeso”, en expresión cuya paternidad se atribuye al papa Alejandro VI, porque lo único que hubieron de hacer aquellos soldados fue señalar con yeso las puertas de las casas que elegían para su alojamiento a su paso por las diversas ciudades (Fernández Murga: 1979, XVI-XVII).

Aunque Carlos VIII había pretendido entrar en Florencia en son de conquista, los florentinos consiguieron que el rey francés accediera a considerarlos como aliados, respetándoles su libertad. Fue de ese modo como en Florencia se estableció la forma de gobierno republicana que el pueblo anhelaba y que propugnaba sobre todo el indomable Savonarola; un gobierno popular republicano, que se afianzó durante más de tres lustros sin que los Medici consiguieran recobrar el poder ni siquiera al fracasar definitivamente la expedición de Carlos VIII. Este, tras verse obligado a abandonar el reino de Nápoles, en julio de 1495, derrotado repetidamente su ejército por las tropas de don Gonzalo Fernández de Córdoba, que en aquella campaña se ganó el título de Gran Capitán, no tuvo más remedio que volverse a Francia, mientras el trono de Nápoles pasaba de nuevo a los aragonés napolitanos en la persona ahora del joven hijo de Alfonso II, es decir, de Ferrante II de Aragón, a quien, precisamente por esa frágil juventud, se le conoce afectuosamente en la historia de Nápoles con el nombre de Ferrantino (Fernández Murga: 1979, XVIII).

Florencia acogió con alegría la noticia de la muerte de Pedro dei Medici, por ver en él una constante amenaza para sus libertades republicanas. El triunfo de Savonarola y de sus partidarios quedaba así consolidado.

Con respecto a los ideales políticos de Savonarola, llegó a decirse que, enemigo del gobierno personalista de los Medici, había impuesto, como condición para confesar a Lorenzo en su trance de muerte, la reinstauración de la República en Florencia. Pero a muchos republicanos florentinos, y entre ellos a Maquiavelo, una vez que la República se había reinstaurado, les parecían extemporáneas las intervenciones de Savonarola en la vida pública de la ciudad, que el honrado y apasionado dominico y las compañías de Piagnoni, o llorantes, que colaboraban con él, se esforzaban por convertir en un austero convento. Uno de los resultados más espectaculares de aquellas apasionadas predicaciones de Savonarola, fue la famosa “quema de las vanidades” en la gran hoguera que, durante el carnaval del año 1497, se encendió en la Plaza de la Señoría y a la que la gente de Florencia, las mujeres sobre todo, arrojaban las máscaras, pelucas y disfraces, que durante aquellos días habían servido otras veces como incentivos del pecado, así como los libros cuya lectura se consideraba perniciosa.

Todo aquello parecía tener poco que ver con la normal libertad republicana, e incluso mucha gente bien pensante lo consideraba excesivo, aunque reconociera la buena fe del infatigable dominico.

Como la mayor parte de los florentinos, Maquiavelo, que siempre fue creyente, por encima de sus críticas al poderío temporal de los papas y a la actuación política de la Iglesia de Italia, acudió a escuchar durante el carnaval a fray Girolamo Savonarola que, por habérsele prohibido hablar en la catedral, predicaba sólo para los hombres en la iglesia de su convento de San Marcos. Le oyó dos sermones. El del domingo de carnaval versó precisamente sobre estas palabras de la Escritura: “Cuanto más los perseguían, más se multiplicaban”. El juicio que sobre el polémico fraile y sobre sus afirmaciones formula Maquiavelo, en carta del 9 de marzo de 1497 a su amigo Ricardo Becchi, embajador de Florencia ante el Papa Alejandro VI, es abiertamente negativo. Según Savonarola, eran buenos sólo los que le seguían a él, y malos todos los demás; y “sus mordeduras contra el Sumo Pontífice” no tenían freno, diciendo de él “lo que se diría del hombre más perverso”. Por otra parte, dice, trata de hacer concordar sus predicciones con lo que ha ido luego ocurriendo “dando así color a sus embustes”. Incluso después de la muerte del fraile escribió algunos sonetos en los que hacía gala de poco respeto a la memoria de aquél. Es cierto que, años más tarde, en sus Decenales, recordaba a los florentinos la figura de “aquel gran Savonarola que, inflamado de virtud divina, os tuvo dominados con su palabra”. Pero no puede saberse hasta qué punto ese comentario es encomiástico o, más bien, irónico. Tampoco Guicciardini se atrevía a formular juicios sobre aquel contradictorio personaje, que tanto peso había tenido en la vida florentina: “si vivo, me remito al tiempo, que lo aclarará todo”.

El trágico final de Savonarola es bien conocido. La Señoría de Florencia se vio comprometida cuando éste comenzó a censurar abiertamente las poco edificantes costumbres del Papa y de la corte pontificia. Alejandro VI lo excomulgó y amenazó con poner en entredicho a la ciudad si no se le impedía actuar en público. La situación fue agravándose. Savonarola, tras haber sido desconsagrado y sometido a proceso, fue condenado a muerte junto con otros dos frailes, leales seguidores suyos. La ejecución se llevó a cabo el día 22 de mayo de 1498, en la misma Plaza de la Señoría, donde tantas veces había sido acogido con aclamaciones por el pueblo. Después de ahorcados los tres, sus cuerpos fueron quemados en el mismo patíbulo y sus cenizas arrojadas en el río Arno. Savonarola tenía entonces cuarenta y seis años.

La experiencia de girolamo savonarola en florencia

Girolamo Savonarola nació en Ferrara el 21 de septiembre de 1452. Entre las interminables polémicas entre sus biógrafos y detractores existe una en la que parece haber acuerdo: su formación humanista antes de 1475 no fue muy sólida. A los 26 años fue ordenado sacerdote e inmediatamente después retornó a Ferrara para ampliar los estudios de teología (Fernández Buey, 2000, p. 9).

Durante la primavera del año 1489, el joven filósofo neo-platónico Pico de la Mirándola solicitó al señor de Florencia, Lorenzo de Medici, que hiciera regresar a Savonarola a la ciudad del Arno; solicitud a la cual El Magnífico dio curso escribiendo en tal sentido al general de los dominicos.

En 1492 la fama de Savonarola empezó a derivar hacia la leyenda.1 La influencia de Savonarola predicando en Florencia alcanzó un mayor auge entre 1493 y 1494. En la primera de estas fechas logró por fin la autorización papal para que el Convento de San Marcos de Florencia se separara de la congregación lombarda, lo que abría las puertas a una reforma radical hacia la austeridad de la comodidad. Este hecho dio lugar a una importante batalla político-religiosa en la que se vieron aplicadas grandes familias de Florencia, Venecia, Roma, Milán y Ferrara; una batalla que iba a coincidir en parte con la entrada en la península itálica de las tropas de Carlos VIII de Francia a finales de agosto de 1494. Estos son los momentos iniciales de esta crisis florentina.

La rebelión contra Piero de Medici había sido dirigida por algunos patricios de la ciudad, aunque había contado también con una importante participación popular. Carlos VIII hizo su entrada en Florencia y fue acogido como liberador de la ciudad.2

Debe tenerse en cuenta para entender bien esto —apunta Fernández Buey—, que la interrelación entre política, religión y profetismo era ya una de las características de la vida pública florentina en la década de los noventa, y que esta interrelación toma, durante la crisis de 1494, una nueva dimensión.

El discurso de Savonarola en los años que siguen se va politizando indefectiblemente, no sólo porque el religioso se ve en la necesidad de concretar en qué sentido la profecía se va cumpliendo y a quién o a quiénes favorece en realidad su cumplimiento, sino porque además tienen que medirse con las interpretaciones que los otros (partidarios, adversarios, indiferentes) han hecho de sus metáforas, alegorías y alusiones en función de los intereses propios, profundamente sentidos. Esto es —en lo básico— lo que vería Nicolás Maquiavelo en su análisis, cuando se ocupó, ya a la distancia, respecto de los hechos de la parábola savonaroliana en la Florencia en crisis.

Aunque la popularidad de Savonarola en ese tiempo no se debió solo a la orientación moralista y profética de sus prédicas, sino también al relativo éxito diplomático de sus mediaciones, pues en aquellos meses Florencia se sentía cada vez más amenazada por la potencia militar de la liga que el Papa Alejandro VI (Rodrigo de Borja) y otras importantes ciudades italianas estaban configurando contra el rey francés. Savonarola participó en dos delegaciones, de los días 21 y 26 de noviembre de 1494, que sirvieron para arrancar de Carlos VIII no sólo la promesa de que éste no apoyaría el retorno de Piero de Medici, sino además su acuerdo para la restauración en Florencia de la forma republicana anterior al régimen mediceo.3

Mientras la ciudad discutía acerca de su futuro régimen, el profeta Savonarola parece haber vacilado, en los primeros días de diciembre de 1494, al pensar sobre su propio papel en los acontecimientos. En algún momento, afirma Fernández Buey, parece incluso como si el discurso religioso-profético de Savonarola estuviera en las antípodas de lo que se estaba discutiendo entonces entre las facciones políticas de Florencia. Pues casi al mismo tiempo en que se restauraba la vieja costumbre del Parlamento (la Asamblea General del pueblo en la Plaza de la Señoría) y se debatía sobre si era mejor un gobierno representativo amplio a la manera veneciana, o más bien restringido, él estaba poniendo el acento en otra cosa: en la necesidad imperante de la reforma religiosa y de las costumbres, en la idea de la Florencia como cuidad elegida de Dios para la salvación moral de la humanidad (Fernández Buey, 2000: 23).

En tales condiciones, el 14 de diciembre de 1494 Savonarola dio otro paso decisivo en su vida: amplió el ataque genérico tradicional a los “tiranos” y a los “ciudadanos perversos” para criticar, en el caso concreto de Florencia, las formas monárquica y oligarquica, defendiendo, alternativamente, un “gobierno civil ampliado”, un Estado republicano que se conocería con el nombre de Consejo Grande. Sin embargo, en cierto modo, el profeta moralista, al hacer política se vio obligado a emplear un doble lenguaje y este doble lenguaje iba a ser percibido por sus enemigos como un síntoma de doblez, de hipocresía.

Así, en verdadero problema de Savonarola en 1495 no es solamente como repitió tantas veces Maquiavelo en El Príncipe, el haber sido un profeta “desarmado”, pues nadie podía esperar que el profeta se armara, ni probablemente hubieran cambiado las cosas de haberse armado.

Su problema de verdad es que no puede conciliar en aquel momento histórico el lenguaje del profeta con el lenguaje del político, probablemente porque no hay y no puede haber en este mundo profe-tismo político que dure más allá de unos meses (Fernández Buey, 2000: 28).

El 24 de mayo de 1495 Savonarola logró salir ileso de un atentado, hecho que aumentó más su fama. Posteriormente obtuvo una de sus más importantes batallas políticas: a propuesta suya, el Congreso Grande vota la supresión de los parlamentos. El Papa lo acusará de desobediencia, predicación herética y de tener espíritu cismático.

La fortuna político-religiosa de Savonarola cambiará en el año de 1497 y en 1498 decidirá desafiar la prohibición papal; por lo que Alejandro VI adoptará la medida de confiscar los bienes de los comerciantes de Roma y, posteriormente condenará a Savonarola a morir en la hoguera el 23 de mayo de 1498.

Maquiavelo, secretario de la segunda cancillería florentina

Maquiavelo, que por aquel entonces contaba ya con veintinueve años, seguía todavía sin empleo. Al quedar vacante el cargo de secretario de la segunda Cancillería, llamada Cancillería de los Diez, presentó su candidatura a ese puesto, junto con otros tres aspirantes. La designación había de hacerse, según las vigentes normas democráticas, mediante elección, encomendada primero al Consejo de los Ochenta y ratificada luego por el Gran Consejo del pueblo, creado hacía cuatro años según propuesta de Savonarola. Resultó elegido por mayoría de votos, el 15 de junio de 1498. Nicolás Maquiavelo, que permanecería en dicho cargo hasta el año 1512, en que el gobierno pasó de nuevo a manos de los Medici. Se le asignaba un sueldo de doscientos florines y desempeñaría su tarea al lado del que, a partir de entonces, sería su gran amigo, Marcelo Virgilio, que compaginaba su cargo de secretario en aquella Cancilleria con el de profesor de Letras en el Estudio de Florencia. Allí encontró también Maquiavelo otro compañero, de menos talla intelectual, pero con quien trabó amistad aún más honda. Se llamaba Blas Buonaccorsi.

Esa Cancillería de los Diez, en la que trabajaba Maquiavelo, era de menor categoría que la Cancillería primera, llamada también Cancillería de la Señoría o Cancillería de la República; pero, de todas formas, tenía a su cargo importantes tareas, pues le estaban encomendados, además de los asuntos de guerra, también los del interior y, a veces, los diplomáticos, que eran incumbencia de la Cancillería primera, pero para los que ésta recurría frecuentemente a la segunda Cancillería. Pronto tomaría parte también él en esas misiones diplomáticas; y estas preciosas experiencias, junto con su colaboración continua a las diversas soluciones que, momento a momento, se daban a los cotidianos problemas políticos, le irían proporcionando un preciso arsenal de datos que él, atento y agudo observador, iba atesorando para su personal formación y para sus ulteriores escritos. Se conservan éstos desde los primeros días de su actuación, y lo nutrido de los mismos.

Retorno de los medici y destitución de maquiavelo

La política contemporánea y vacilante del gobierno florentino y de su gonfalonero Piero Soderini iba a resultar fatal muy pronto, tanto para aquella república como para su fiel servidor Maquiavelo.

No hubo represalias por el momento y aparentemente se conservaban las instituciones y las libertades republicanas, como se había prometido. Algunos amigos de Soderini, como Francisco Vettori, pasaban a colaborar con los Medici, con quienes el mismo Soderini entró en negociaciones. En vista de ello, también Maquiavelo, que había sido fiel a éste hasta el final, quiso colaborar con el nuevo gobierno y conservar así su puesto, lo mismo que hizo su amigo Marcelo Virgilio. Este lo consiguió, pero Maquiavelo no. Con un decreto fechado el 7 de noviembre de 1512 se le privaba de todos sus cargos y posteriormente se le desterraba de la ciudad de Florencia por un año, pero sin que pudiera abandonar el territorio de la República. Su constante fidelidad a Soderini era seguramente la mayor inculpación contra él. Por eso debió dolerle hondamente la claudicación final de éste ante los Medici, tras sus precedentes vacilaciones, y cuando años más tarde, en 1522, supo que Soderini había muerto tras haber vivido una tranquila vida en Roma.

Su obra en el confinamiento de san casiano

Lo mismo que le había ocurrido a Dante y que les ha ocurrido luego a tantos otros grandes hombres, el destierro fue para Maquiavelo estímulo fecundo para su gran obra sucesiva. En una carta a Francesco Vettori habla ya de un “opúsculo” que ha compuesto, De principatibus, es decir, Acerca de los principados, que es El Príncipe, y que dice haber compuesto tras largas meditaciones y animados coloquios con los grandes autores de la antigüedad clásica latina. El mismo título latino de la obra y el resumen en latín colocado al frente de cada uno de los veintiséis breves capítulos de la misma, eran ya un homenaje de admiración a la lengua en que se habían expresado aquellos escritores. Se trataba de un procedimiento empleado ya por Petrarca en los títulos de cada uno de sus seis Triunfos y seguido luego por otros grandes humanistas italianos, imitado más tarde por nuestro Garcilaso de la Vega en su canción Ad florem Gnidi.

El Príncipe de Nicolás Maquiavelo es —sin duda— un clásico en el sentido más literal del término, pero también es uno de los libros más desconocidos y mal entendidos de la historia de la literatura mundial. Baste pensar en el sentido negativo que en todas las lenguas se da al sustantivo “maquiavelismo” y al adjetivo “maquiavélico”. Con ellos usualmente se pretende designar un uso del poder político carente de prejuicios y de escrúpulos, en el que cualquier medio, incluso el más cruel, es considerado válido en la medida en que asegure la consecución de un determinado fin (Procacci, 2010: 9).

Toda la argumentación de Maquiavelo es clara y coherente. Su lógica es impecable. Si aceptamos sus premisas, no podemos eludir sus conclusiones. Con Maquiavelo nos situamos en el umbral del mundo moderno. Se ha logrado el fin que se deseaba: el Estado ha conquistado su plena autonomía. Pero este resultado cuesta caro, el Estado es completamente independiente; pero al mismo tiempo está completamente aislado. Cassirer afirma:

El afilado cuchillo del pensamiento maquiavélico ha cortado todos los hilos por los cuales el estado, en generaciones anteriores, estaba atado a la totalidad orgánica de la existencia humana. El mundo político ha perdido su conexión no sólo de la religión o la metafísica, sino también con todas las demás formas de la vida ética y cultural del hombre. Se encuentra solo, en un espacio vacío (Cassirer, 1974:166).

Esta es la perspectiva que sirve de fondo político e intelectual a El Príncipe; y si enfocamos esta obra desde dicho ángulo no encontramos ninguna dificultad para determinar su sentido y su lugar apropiado en el desenvolvimiento de la cultura europea. Cuando Maquiavelo concibió el plan de su obra, el centro de gravedad del mundo político ya se había trasladado. Se habían colocado en primer plano nuevas fuerzas que debían ser tomadas en cuenta, fuerzas totalmente desconocidas en el sistema medieval. Al estudiar El Príncipe, sorprende descubrir hasta qué punto se concentra su pensamiento sobre este nuevo fenómeno. Cuando habla de las formas usuales de gobierno, de las ciudades-repúblicas o de las monarquías hereditarias, lo hace muy brevemente. Es como si todas esas viejas formas de gobierno, consagradas por el tiempo, pudieran apenas despertar la curiosidad de Maquiavelo; como si no merecieran su interés científico. Pero cuando Maquiavelo empieza a describir los hombres nuevos, y cuando analiza los “nuevos principados”, entonces habla en un tono completamente distinto. No sólo se siente interesado, sino cautivado y fascinado. Esta extraña y poderosa fascinación se percibe en cada palabra que dedica a César Borgia.

Siempre se opuso al poder temporal del Papa, al que consideraba uno de los peligros más graves para la vida política de Italia. Ahora bien: nadie hizo más por extender el dominio temporal de la iglesia que César Borgia. Por otra parte, Maquiavelo sabía muy bien que el éxito de la política de César Borgia hubiera significado la ruina de la República florentina. ¿Cómo es, entonces, que a pesar de todo ello habló del enemigo de su ciudad natal no sólo con admiración, sino con una especie de veneración, con una reverencia que tal vez ningún otro historiador sintió jamás por César Borgia? Esto sólo se explica —afirma Cassirer— cuando se toma en cuenta que la verdadera fuente de la admiración de Maquiavelo no era el hombre mismo, sino la estructura del nuevo Estado que él había creado. Maquiavelo fue el primer pensador que se percató completamente de lo que significaba en verdad esta nueva estructura política. Había visto sus orígenes y previó sus efectos. Anticipó, en su pensamiento, el curso entero de la futura vida de Europa. El darse cuenta de ello fue lo que lo indujo a estudiar la forma de los nuevos principados con el mayor cuidado y minuciosidad. Sabía perfectamente que su estudio, al ser comparado con las teorías políticas anteriores, sería considerado como una cierta anomalía, y se disculpó por la orientación insólita de su pensamiento (Cassirer, pp. 160-161).

La leyenda de maquiavelo: el maquiavelismo

En la historia de las ideas no es nada raro que un pensador elabore una teoría, cuyo total enlace y significación estén ocultos todavía para él. A este respecto, tenemos ciertamente que hacer una clara distinción entre Maquiavelo y maquiavelismo. Con eso, entramos de lleno en el mito del Maquiavelo diabólico y mendaz y del maquiavelismo como adjetivo adecuado para las conductas más perversas, mito que resulta bastante chocante aplicado a este florentino de fino humor y costumbres amistosas, probo funcionario, padre de familia ejemplar, que en sus obras se manifiesta como un dechado de buen sentido, bastante pesimista, es cierto, pero siempre animoso.

Sin embargo, y a pesar de este odio y este desprecio, la teoría de Maquiavelo nunca perdió terreno. Era el centro del interés general. Lo curioso del caso es que sus más resueltos e implacables enemigos contribuyeron mucho, con frecuencia, a reforzar ese interés. La abominación estaba siempre mezclada con una especie de admiración y de fascinación. Los mismos que se oponían diametralmente al sistema político de Maquiavelo, no podían por menos de rendir homenaje a su genio político.

Los pensadores del siglo XVIII, los filósofos de la Ilustración, enfocaron el carácter de Maquiavelo con una luz más favorable. En cierto modo, Maquiavelo parecía su aliado natural. Cuando Voltaire lanzó su ataque contra la iglesia romana, cuando pronunció su famoso Ecrasez l’infame, pudo considerarse el continuador de la obra de Maquiavelo. ¿Acaso no había declarado Maquiavelo que la iglesia era la principal responsable de todas las miserias de Italia?

A la iglesia de Roma y a sus sacerdotes, había dicho en sus Discorsi, debemos los italianos el habernos vuelto malos e irreligiosos. Y aún tenemos otra deuda mayor, la cual será causa de nuestra ruina, a saber: que la iglesia ha venido manteniendo y mantiene todavía dividido a nuestro país (Cassirer, 1974: 146).

Hegel leyó El Príncipe de Maquiavelo. Y entonces creyó haber encontrado la clave de esta obra tan denunciada y tan elogiada. Encontró que había un exacto paralelo entre la vida pública alemana en el siglo XIX y la vida nacional italiana en el período de Maquiavelo. Esto despertó en él un nuevo interés y una nueva ambición. Soñó en convertirse en un segundo Maquiavelo, en el Maquiavelo de su propio tiempo. Fichte alabó el realismo político de Maquiavelo y trató de disculparlo de todas las acusaciones morales. Concedió que Maquiavelo profesaba resueltamente el paganismo, y que habló de la religión cristiana con odio y desprecio. Pero todo esto no alteró su juicio ni disminuyó su admiración por Maquiavelo como pensador político

En el caso del propio Maquiavelo, había todavía otra razón especial que nos impediría imponerle a su teoría política todas esas restricciones que han introducido sus comentaristas modernos. Él era un gran historiador; pero su concepción de la historia era muy distinta de la nuestra. A él le importaba la estática, no la dinámica de la vida histórica. No le interesaban los rasgos particulares de una época histórica determinada, sino que buscaba los rasgos recurrentes, esas cosas que son iguales en todo tiempo.

Es importante destacar que la inclusión de toda la obra de Maquiavelo en el Índice de libros prohibidos por disposición del Papa Pablo IV, en 1559, constituyó una poderosa traba para la difusión de esa obra en muchos países. La prohibición quedó confirmada por Pío IV en el famoso Índice tridentino, de 1564, y más tarde, en el de 1583, en cuya confección había intervenido el implacable antimaquiavelista padre Mariana. A pesar de esto, “las obras de Maquiavelo demuestran que el autor de El Príncipe, de los Discursos y de la Historia de Florencia continuó interesado siempre a los intelectuales, aunque entre ellos fueran más lo que lo condenaban que los que lo aprobaban.

No obstante, la Iglesia tenía más motivos para abominar de Maquiavelo que si hubiera sido un cínico de conducta desordenada, pues lo que él plantea serenamente, recogiendo y culminando un proceso iniciado en el pre-humanismo con el Defensor pacis de Marsilio de Padua, es la autonomía de la política de la Iglesia y su doctrina (Fernández Murga, 1979: XLII).

La aportación de la sabiduría política de el príncipe

No fue hasta el siglo XVIII cuando la figura y la obra de Maquiavelo fueron revalorizadas y juzgadas críticamente, gracias al trabajo de generaciones de eruditos.4 Sin embargo, la sombra que durante siglos se cernió en torno suyo no fue del todo eliminada; persiste aún hoy, y los ejemplos lo corroboran.

El Príncipe fue escrito en 1513, cuando su autor se acercaba a los cuarenta y cuatro años, edad avanzada para un hombre de un siglo en el que la esperanza media de vida era inferior a la actual. Pocos años después, en El arte de la guerra, escrito entre 1519 y 1521, Maquiavelo hablará de sí mismo como de un hombre “viejo” y no se trataba de una vanidad. En el siglo XVI, un hombre de cincuenta años era un hombre ciertamente viejo, en especial si había llevado una vida intensa y agitada.

En realidad, El Príncipe está totalmente alejado de los tratados humanísticos (el más reciente era el del napolitano Pontano) o medievales (el De regimine Principum), de Tomás de Aquino) que lo habían precedido. Destaca sobre todo que a diferencia de unos y otros, éste no está escrito en latín, sino en lengua vulgar (sólo los títulos de los capítulos están en latín como homenaje a la tradición), y que ello representaba una novedad desde múltiples perspectivas. La lengua vulgar era normalmente empleada en las composiciones poéticas, en la novelística, en las comedias y en los diálogos, pero raramente en los tratados de carácter filosófico o político (Procacci, 2010: 13).

La novedad de El Príncipe reside sobre todo en su estructura, que no es la sistemáticamente distribuida y equilibrada propia de los tratados, y en aproximación de su autor, que no es la acompasada y neutra del tratadista. En definitiva se trata de una obra que no permite su encuadramiento en los modelos de la literatura humanística tradicional, una obra profundamente original, incluso única, en su estructura y contenido. El tema dominante que lo recorre de cabo a rabo es el de la regeneración de un organismo político corrupto o, por adoptar el término que aparece en el capítulo XXVI, de su “redención” mediante la introducción de “órdenes nuevos” por obra de un “príncipe nuevo”.

Desde su temprana formación, el personaje que más hondamente le impresionó fue sin duda, como les ocurrió también a la mayor parte de los florentinos y aun a otros muchos italianos, el gran Lorenzo el Magnífico, que durante veintitrés años había llevado con suma habilidad las riendas del gobierno de Florencia.

En un principio, Maquiavelo pensaba dedicarle su libro a Giuliano de Médici, hijo de Lorenzo el Magnífico, que había restaurado el dominio de los Médici en Florencia; pero luego se lo dedicó a Lorenzo (1492-1519), hijo de Piero de Médici y nieto del Papa León X, que había sido nombrado capitán general de los florentinos en 1515, y posteriormente duque de Urbino en 1516 (Procacci, 2010: 33).

La dedicatoria —sin duda— ha pasado también a la historia por la riqueza que condensa en términos de la dedicatoria a un gobernante:

Por lo tanto, siendo mi deseo ofrecer a Vuestra Magnificencia algún testimonio de mi devoción hacia Vos, no he encontrado entre mis cosas nada más querido ni más estimado que mis conocimientos sobre las acciones de los grandes hombres, adquiridos a través de una amplia experiencia de las cosas modernas y una repetida lectura de las antiguas, habiéndolas examinado y considerado con gran diligencia durante mucho tiempo, las he resumido ahora en un pequeño volumen, que envío a Vuestra Magnificencia (…) Dado que no podría haceros mejor regalo que el de ofreceros la posibilidad de aprender, en poquísimo tiempo, lo que a mí me ha costado tantos años y tantas dificultades y peligros llegar conocer (…) Tampoco quiero que se considere una presunción el hecho de que un hombre de baja, es más, de ínfima condición se atreva a discurrir y a opinar sobre el gobierno de los príncipes, porque así como los que dibujan mapas se sitúan en la llanura para estudiar la naturaleza de las montañas y de los lugares elevados, y suben a los montes para estudiar las llanuras para conocer bien la naturaleza de los pueblos, hay que ser un príncipe, y para conocer la de los príncipes hay que ser del pueblo (Maquiavelo, 2010: 34).

Por otra parte, sería inexacto afirmar que el único propósito de Maquiavelo era describir ciertos hechos políticos con la mayor claridad y exactitud posibles. En este caso hubiera actuado como historiador y no como teórico de la política. Una teoría exige mucho más; requiere un principio constructivo que unifique y sintetice los hechos. El Estado secular existía desde mucho antes de los tiempos de Maquiavelo. Uno de los primeros ejemplos de completa secularización de la vida política es el Estado fundado por Federico II en el sur de Italia, y este estado había sido creado trescientos años antes de que Maquiavelo escribiera su obra. Era una monarquía absoluta en el sentido moderno; se había emancipado completamente de toda influencia de la iglesia. Los funcionarios de este Estado no eran clérigos, sin laicos. Cristianos, judíos y sarracenos participaba por igual en la administración; nadie quedaba excluido por razones meramente religiosas. En la corte de Federico II no se conocía la discriminación entre sectas, naciones o razas. El interés supremo era el del Estado, del “terrenal” y secular Estado.

Este era un hecho enteramente nuevo, del que no había equivalente en la civilización medieval. Pero este hecho no había encontrado todavía su expresión y justificación teórica (Cassirer, 1974: 164).

Es seguramente por esta razón que para Hegel, Italia hubiera tenido en común con Alemania el mismo curso del destino: con la única diferencia que la primera habiendo tenido desde antes un nivel más elevado de cultura, fue encauzada anteriormente por su destino hacia la misma línea de desarrollo que Alemania.

Los emperadores romano-germánicos reivindicaron por largo tiempo sobre Italia una soberanía que como en Alemania era efectiva en la medida y hasta cuando era afirmada por la potencia personal del emperador. El anhelo de los emperadores de conservar ambos pueblos bajo su dominio, ha destruido sus poderes en ambos.

En Italia, cada punto de ella adquirió soberanía; ella cesó de ser un solo Estado y devino una maraña de Estados independientes, monarquías, aristocracias, democracias, como el caso quisiera; y por un breve periodo se vieron también las formas degenerativas de estas constituciones, la tiranía, la oligarquía y la oclocracia. La situación de Italia no pudo ser definida como de anarquía porque la multitud de los partidos en contraste eran Estados organizados. A pesar de la falta de un vínculo estatal en sentido propio, una gran parte de aquellos Estados se unían juntos para hacer frente común contra la cabeza del imperio, mientras los otros se unían para aliarse con él (Hegel, 1982: 2).

Se pregunta Hegel: ¿qué ha sido de la multitud de los Estados independientes, Pisa, Siena, Arezzo, Ferrara, Milano, de estas centenas de Estados donde cada ciudad constituía uno? ¿Qué ha sido de las familias de tantos duques y marqueses del todo soberanos, de las casas principescas de los Bentivoglio, Sforza, Gonzaga, Pico, Urbino, etcétera y de la innumerable nobleza menor?

Los Estados independientes fueron absorbidos por otros más grandes, y éstos a su vez por más grandes aún, y así sucesivamente; a uno de los más grandes, Venezia, al fin ha sido dada, en nuestros días, por una carta de un general francés,5 traída por un ayudante. Los casos principescos más ilustres no tienen más soberanía, y mucho menos peso político, en un orden representativo. Las estirpes más nobles han sido convertidas en aristocracias de corte.

En este periodo de desventura, cuando Italia se dirigía hacia su miseria y era el campo de batalla de las guerras que los príncipes extranjeros conducían para adueñarse de sus territorios, y ella misma abastecía los medios para las guerras, fue así un hombre de Estado italiano quien plenamente consciente de esta condición de miseria universal, de odio, de disolución, de ceguera concebida y con frío juicio, concibió la necesaria idea de que para salvar Italia era necesario unificarla en un solo Estado. Por tanto, con rigurosa consecuencia trazó la vía que era necesaria, teniendo en cuenta la corrupción y el ciego delirio de su tiempo, e invitó a su príncipe a tomar para sí la noble tarea de salvar a Italia y la gloria de poner fin a su desventura (Hegel, 1982: 3).

Los discursos sobre la primera década de tito livio

Aprovechamos la conmemoración de la escritura de El Príncipe, para registrar que junto a esta obra principal encontramos también Los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, que Maquiavelo compuso entre 1513 y 1519. Es sobre todo en relación con esta última y con los asuntos, entre ésta y El Príncipe, donde se plantea el problema de una interpretación global del pensamiento de Maquiavelo. La cuestión es más bien controvertida, pues existen ante todo cuestiones de orden cronológico. En el segundo capítulo de El Príncipe, Maquiavelo afirma que no tratará de las repúblicas, “porque no razonaré de nuevo de modo tan extenso”. Se entiende generalmente que esta referencia es una alusión a Los Discursos, los cuales, siendo una suerte de comentarios sobre Tito Livio, pueden ser considerados, sobre todo por lo que concierne al primer libro, un tratado sobre la República romana.

Por ello, la hipótesis en la que están de acuerdo la mayoría de los estudiosos es que, de algún modo, Maquiavelo abandonó la redacción de los Discursos, que ya había iniciado antes de 1513, para retomarla y completarla sólo después de haber escrito El Príncipe. Muchos tienden a concretar en los capítulos XVI-XVIII del primer libro de Los Discursos, en los que se trata de los organismos políticos “corrompidos” (Procacci, 2010: 22).

¿Cuál será el verdadero Maquiavelo? ¿El teórico de El Príncipe, o tal vez el “republicano” y “popular” de Los Discursos? No es posible afrontar adecuadamente en este ensayo un tema como éste. Sin embargo, para una mejor compresión de El Príncipe, es necesario decir que si se plantea en términos de dilema, la cuestión se plantea mal, y que la tendencia predominante en los estudios sobre Maquiavelo avanza en el sentido de subrayar la unidad de su obra y de su pensamiento.

Los Discursos son fruto de una meditación profunda y sistemática, y en ellos se encuentran análisis teóricos de gran importancia; pero son a la vez una obra militante. Maquiavelo, político en situación de paro forzoso, los escribe entre 1513 y 1520, con el propósito explícito de que tengan una utilidad práctica, construyendo cuidadosamente en sus páginas un instrumento para edificar el futuro.

Los Discursos son la obra de teoría política más ambiciosa de Maquiavelo. Sin embargo, su popularidad no es tan grande como la de El Príncipe. Pienso que tal cosa puede deberse a que este último libro es mucho más breve, y esa misma brevedad hace más llamativas sus afirmaciones. Además, al tratar de la monarquía, concierne más directamente a la situación política europea de su siglo y de los dos siguientes, en los que se forjan y desarrollan las monarquías absolutas. Por otra parte, El Príncipe debe gran parte de su fama a su absoluto contraste con el modelo de monarca cristiano y moralmente intachable de la propaganda contrarreformista.

Como Los Discursos tratan fundamentalmente de la República y su tono es más moderado que el de El Príncipe, podría parecer, a primera vista, que existe contradicción entre las dos obras; pero no es así, y el propio Maquiavelo lo pone de relieve, remitiéndose, en muchos lugares de Los Discursos, a lo tratado en el otro libro. En realidad, podríamos decir que El Príncipe se integra en la estructura general de Los Discursos (Martínez Arancón,1987: 8).

Ese mañana lo veía Maquiavelo como una restauración mejorada del ayer. Si escoge como base de su reflexión la historia romana, e hilvana su discurso como un comentario al texto de Tito Livio, no lo hace sólo obedeciendo a las pautas humanistas, sino porque su modelo de sociedad futura está en la república romana. Sin embargo, él no propone una restauración arqueológica, sino justamente un renacimiento: el nacimiento de un ser absolutamente nuevo, pero en el que aliente el mismo espíritu que dio a Roma su grandeza y le permitió aumentar y conservar su poder por mucho tiempo. Y este apasionado florentino proyecta febrilmente la unificación de Italia, la creación de una república italiana con centro en Florencia, capaz de hacer frente a los “bárbaros y expulsarlos de su territorio”, e incluso capaz, en un futuro, de ser otra vez cabeza del mundo. Serán otros, supone, los que acaben su proyecto. Él les ofrece su libro como un arma, pulida y cortante.

Él quería colaborar de forma aún más directiva, volver a la acción política. Los Discursos fueron escritos en el ambiente de los “Orti Orice-llari”, en las tertulias de literatos e intelectuales que se desarrollaban en los jardines de Cosimo Rucellai. El libro está dedicado a este caballero florentino y a otro de los contertulios. Pero en aquellas reuniones no sólo se hablaba de literatura y de política: también se fraguaba alguna que otra conjura antimedicea. Maquiavelo, pues, conspiraba contra los Medici y a la vez trataba de conseguir de éstos un cargo público, intentado por todos los caminos el regreso a la práctica política.

Sin embargo, nunca volvió a ocupar un puesto importante, y la efímera restauración, tras el saqueo de Roma, de la República florentina no trajo el premio a sus trabajos, sino la ingratitud y la incomprensión. Este golpe pesó gravemente sobre su salud, y días más tarde, el 21 de junio de 1527, murió. No llegó a ver editados Los Discursos, que se publicaron póstumamente. Su cuerpo reposa en la iglesia de Santa Croce, en Florencia, con este epitafio: Tanto nomini nullum par elogium: Nicolaus Machiavelli (“Para tan gran nombre, ninguna alabanza es adecuada o ningún elogio es igual a un nombre: Nicolás Maquiavelo”).

Bibliografía
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Maquiavelo y la pasión del poder,

El texto original de este ensayo fue presentado como ponencia en el Seminario: “El Príncipe de Maquiavelo: V Centenario”, organizado por el Centro de Estudios Políticos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM, 8 de octubre de 2013.

La noche del 5 de abril de aquel año, durante una tormenta, cayó un rayo sobre la célebre cúpula de Santa María del Fiore, la joya de Brunelescchi; se incendió parte de la linterna de la misma y a la mañana siguiente Savonarola tradujo para sus oyentes el significado del fenómeno natural desde el púlpito. Relacionó en su sermón la idea de que la espada del señor caería sobre la tierra pronto y rápido con la crítica a la inmoralidad de los poderes políticos y eclesiásticos (Fernández Buey, 2000: 16).

El filósofo neo platónico Marsilio Ficino, en un discurso oficial y solemne, le comparó con César y con Carlo Magno y dijo de él, en una línea muy próxima a la de Savonarola, que era el “enviado de Dios” (Fernández Buey, 2000: 17).

Savonarola acomodó, efectivamente, su discurso a la nueva situación. Su profetismo viró entonces hacia un tipo de milenarismo sobre el “flagelo de Dios” que no ha pasado del todo; quedan por purgar, en opinión del dominico, muchas de las costumbres “desviadas” que siguen enraizadas en las gentes (y enumera: la sodomía, la prostitución, el adulterio, la afición desmedida al juego, la blasfemia, la corrupción económica y política, etcétera), pero “La ciudad podrá salvarse si hace penitencia porque —él lo sabe— Florencia es la ciudad elegida por el propio Dios, el “verdadero arca” (Fernández Buey, 2000: 21).

En el año de 1520, el entonces Cardenal, y luego Papa, Julio dei Medici, le encargó la redacción de la Historia de Florencia. En cuanto el título en plural, Istorie Fiorentini, Maquiavelo no hizo más que seguir una moda ya difundida entre los humanistas italianos del siglo XV y seguida también por algunos historiadores del siglo XVI.

Hegel se refiere a Napoleón Bonaparte.

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