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Vol. 50.
Páginas 3-44 (Enero - Junio 2014)
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Las virreinas novohispanas. Presencias y ausencias
The novohispanic vicereines. Presences and absences
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Antonio Rubial García
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LAS VIRREINAS NOVOHISPANAS
Resumen

A pesar de su escasa presencia en los actos oficiales, las virreinas tuvieron un papel fundamental y destacado en la vida cortesana y en las relaciones de los gobernantes con la sociedad novohispana. La constante mención que se hace de sus actividades en los diarios de sucesos notables es muestra de que su papel no era para nada secundario y estaban marcadas por un protocolo que tenía por finalidad hacer presentes tanto los valores relacionados con su género como la representación del poder regio, manifestado en la pareja virreinal.

Palabras clave:
mujeres y poder
corte virreinal
sociedad novohispana
políti-ca colonial
aparatos de representación
siglos XVI al XVIII
Abstract

In spite of its limited presence in official acts, the vicereines had a fundamental and prominent role in the viceregal court and in the relations of the rulers with novohispanic society. The constant mention of their activities in the diaries of noteworthy events is a demonstration that their role was not a secondary one and they were marked by a protocol whose object was to make evident the assets related to its gender and to the representation of royal power manifested in the viceregal couple.

Key words:
Women and power
viceregal court
novohispanic society
representation roles
colonial policy
XVIth to XVIIIth centuries
Texto completo

Y vosotras bellas damas, que en el jardín más ameno sois flores, a quien respeta humilde el rigor del cierzo, gozad eterno Verano, participando el aliento de la Reina de las flores.1

Sor Juana Inés de la Cruz, autora de esta “Loa en la huerta donde fue a divertirse la Excelentísima Señora Condesa de Paredes”, honraba con estos versos a su amiga y mecenas la virreina María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, “reina” cuyo aliento pleno de juventud y belleza traía el verano a Nueva España. La femenina voz de la monja participó a menudo de esos juegos cortesanos y gracias a su genio se ha despertado el interés actual por las virreinas, esos personajes de los que nos quedan noticias fragmentadas, pero cuya presencia fue central en la vida cortesana de la capital del virreinato.

Sin embargo, de todos los virreyes novohispanos a lo largo de los tres siglos de pertenencia al imperio español sólo un poco más de la tercera parte llegó con sus esposas. El resto no trajeron consorte: un elevado porcentaje había enviudado cuando ocuparon el cargo (Antonio de Mendoza, Luis de Velasco el joven, los condes de la Coruña, Monterrey y Fuenclara, el marqués de Villena, los duques de Linares y de la Conquista y Pedro Garibay); otros fueron solteros, sobre todo en el siglo xviii (por ejemplo los marqueses de Valero, Casafuerte y Croix, Antonio María de Bucareli y el segundo conde de Revilla Gigedo); algunos dejaron a sus mujeres en España (Martín Enríquez, el marqués de los Gelves, Martín de Mayorga); y, finalmente, los obispos-virreyes, que por su condición eclesiástica no estaban casados (Pedro Moya de Con-treras, fray Francisco García Guerra, Juan de Palafox, Diego Osorio de Escobar, fray Payo de Ribera, Juan Ortega y Montañés, Juan Antonio de Vizarrón, Alonso Núñez de Haro y Javier Lizana y Beaumont).

Por su género, las 28 virreinas que tuvo Nueva España estuvieron supeditadas a sus maridos y su prestigio fue un reflejo de la figura del virrey, quien llegaba investido con los atributos de “la imagen viva del rey”. Con todo, a lo largo de los siglos xvi y xvii las consortes de aquellos que venían a gobernar la Nueva España provenían de familias aristocráticas y por ello fueron un importante factor en sus promociones para esos cargos. Muchas de ellas eran descendientes de “grandes de España”: Francisca Fernández de la Cueva, esposa del marqués de Cerralvo, era hija del cuarto duque de Alburquerque; Leonor Carreto, la marquesa de Mancera, era descendiente del embajador alemán marqués de Grana, y estuvo vinculada al séquito de la reina Mariana de Austria; Elvira de Toledo, esposa del conde de Galve, era hija del príncipe de Montalbán, Fadrique de Toledo; Ana Mexía de Mendoza, casada con su primo hermano el marqués de Montesclaros, era hija del marqués de La Guardia. Otras poseían por su linaje títulos nobiliarios: Juana Francisca Diez de Aux Armendáriz fue segunda marquesa de Cadereyta y cuarta condesa de la Torre y María Luisa Manrique de Lara y Gozaga era princesa de la casa de Mantua y undécima condesa de Paredes. Sabemos incluso que por lo menos tres virreyes debieron sus títulos de nobleza a sus esposas: el marqués de los Gelves, el conde de Baños y el conde de Moctezuma. Esas relaciones familiares motivaron que varias de las virreinas fueran a su vez madres, abuelas, tías, sobrinas, hijas o nietas de otros virreyes y virreinas, pues al parecer dichos cargos estuvieron asociados a ciertas familias nobles, sobre todo en los siglos xvi y xvii. Baste mencionar como ejemplos, en el siglo xvi, a Blanca Enríquez de Velasco, esposa del mar-qués de Villamanrique, quien era sobrina del virrey Martín Enríquez; y en el siglo xvii a Juana Francisca Diez de Aux Armendáriz, esposa del duque de Alburquerque, quien era hija del virrey marqués de Cadereyta; y a María Andrea de Guzmán, segunda esposa del conde de Moctezuma, quien era nieta de Blanca Enríquez de Velasco, la tercera virreina de Nueva España, esposa del marqués de Villamanrique.2 No cabe duda, por tanto, que los lazos de parentesco fueron fundamentales en la elección de los virreyes y que las virreinas tuvieron un papel destacado en ellos.3

En el siglo xviii, conforme fue cambiando el perfil de los virreyes (de aristócratas con títulos nobiliarios a administradores, militares y recaudadores de impuestos de origen modesto), también varió la procedencia de sus consortes.4 Ejemplo de esas virreinas de baja alcurnia fue María Antonia Ceferina Pacheco de Padilla y Aguayo, hidalga andaluza descendiente del conquistador de Úbeda. Caso similar fue el de María Antonia de Godoy, hermana de Manuel Godoy, primer ministro de Carlos IV, descendiente de una familia hidalga extremeña cuyo ascendiente en la corte madrileña le permitió a su marido, el marqués de Branciforte, acceder al cargo virreinal.

Es además significativo que tres de esas virreinas borbónicas hubieran nacido en América: Felicitas de Saint Maxent, criolla de Nueva Or-leáns, era hija de un poderoso comerciante local y casó con Bernardo de Gálvez mientras éste ocupaba el cargo de gobernador de la Luisiana entre 1777 y 1779. Otra criolla, pero ésta rioplatense, Juana María Pereyra y Maciel, llegó a México en 1787 con su marido Manuel Antonio Flores para ocupar el palacio virreinal, después de haber sido virreyes de Nueva Granada; hija de una familia acomodada de Buenos Aires, esta mujer conoció a su marido cuando estaba encargado de demarcar los límites con Brasil. También fue criolla, oriunda de San Luis Potosí, la esposa del virrey Calleja, María Francisca de Sales de la Gándara, que era descendiente de Diego de Ibarra y del capitán Gaspar Benito de Larrañaga, propietario del Real de Minas de Nuestra Señora de Belén de los Asientos de Ibarra, población precursora de Aguascalientes. Su matrimonio con Calleja se realizó en 1807 cuando éste, antes de ser virrey, residía como capitán de milicias en San Luis y se relacionaba con su tío el alférez Manuel de Gándara.5

El camino entre madrid y la ciudad de méxico

el papel central que tuvieron las virreinas comenzaba desde antes de su llegada a la Nueva España; ellas debían preparar su séquito, al igual que su marido, y decidir a quienes llevarían como parte de su “familia”, término de amplio significado pues abarcaba no sólo a la pareja virreinal y a sus hijos. Ese séquito (que rebasaba el medio centenar de personas) estaba formado por sirvientes de confianza, parientes, allegados, protegidos y una extensa clientela que esperaban conseguir por mediación de su señor y señora beneficios y prebendas, y quizás hasta un matrimonio ventajoso, aunque algunas virreinas, como la condesa de Galve, lamentaban que todas sus damas de compañía se quedaban casadas en México y no regresarían con ellas a España.6

Una de las cualidades que se esperaba de un gobernante era la liberalidad, sobre todo en el otorgamiento de cargos, y los virreyes supieron hacer un amplio despliegue de esa virtud. Aunque la presencia de la virreina estaba supeditada a la de su marido, sus intereses personales se dejaron sentir a menudo en la imposición de sus allegados y parientes para estos puestos, como lo deja ver una real cédula de 1619 en la que se prohíbe a los virreyes dar puestos a sus allegados, y sobre todo a los de sus esposas, que eran las que tenían mayor injerencia en esos nombramientos.7

Desde su desembarco en Veracruz, la pareja virreinal recibía todo tipo de festejos y a lo largo de las escalas de la “peregrinación ritual” que la conduciría a la ciudad de México, los ayuntamientos locales, españoles e indígenas, la honraban con arcos triunfales y ceremonias. A menudo en ellos se hacía mención a las virreinas, como en uno que hizo la catedral de Puebla para recibir al marqués de las Amarillas en 1755, en el cual se representó, debajo de su escudo nobiliario, a su “hermosa” esposa Luisa María del Rosario de Ahumada y Bruna acompañándolo y siendo recibida por tres diosas.8

En la centuria anterior, en un arco encargado en 1696 por el ayuntamiento de Puebla al mercedario fray Juan de Bonilla Rodríguez para recibir al virrey conde de Moctezuma, el autor dedicó uno de los emblemas del segundo tablero a su consorte Andrea de Guzmán. En la representación la virreina iba sentada en un carro triunfal coronada de flores, con una cornucopia de frutos en su mano derecha y un racimo de uvas en la izquierda. El tema de la diosa de la abundancia, relacionado con el de Jano que se aplicó a su marido, hablaba de las esperanzas que los poblanos tenían acerca del nuevo virrey, quien traería la solución a la carestía, desabasto y “esterilidad” que se vivía en el territorio.9

En la siguiente parada importante, el pueblo de Otumba, el virrey saliente recibía al recién llegado y le entregaba el bastón de mando. A veces en ese acto se encontraban también las dos virreinas. Castro Santa Anna menciona que en noviembre de 1755 se ofreció en ese pueblo un opíparo banquete al que asistieron la condesa de Revillagigedo y la marquesa de las Amarillas “siendo muy obsequiada de la actual [la primera] la recién venida con expresiones de grande afecto y urbanidad”.10

El último y más significativo de los puntos de esa “peregrinación ritual” era el santuario de la Virgen de Guadalupe, donde después de honrar a la patrona de la capital la pareja era recibida por la Audiencia, los tribunales y el Ayuntamiento. Normalmente ahí se hacía un banquete para los virreyes a cargo de este último, pero en la recepción del mar-qués de las Amarillas, según cuenta Castro Santa Anna, la virreina fue conducida con sus damas a la ciudad y en el palacio “las señoras oidoras y regidoras” le ofrecieron un banquete sólo a ella.11

Una vez llegados a la capital, el nuevo gobernante y su familia eran hospedados en las “casas reales” de Chapultepec (el Aranjuez mexicano como lo llama algún cronista), mientras la ciudad se engalanaba para recibirlo con colgaduras, lienzos, arcos y flores. Desde las “casas reales” las virreinas visitaban su futura residencia (el palacio virreinal) y muy posiblemente llevaran a cabo los arreglos necesarios en ella para hacer más grata su estancia. Finalmente, el día de la recepción oficial, en el que estaban presentes todos los cuerpos políticos de la ciudad, la virreina de nuevo desaparecía, aunque posiblemente observara parte del ceremonial desde una celosía de madera dorada colocada en el segundo piso del palacio y que era conocida como “el balcón de la virreina”.12

No obstante, su presencia se hizo notar en la mayoría de los arcos triunfales que el ayuntamiento o la catedral mandaban elaborar para la recepción oficial del virrey. Un caso fue el del famoso arco llamado Neptuno alegórico encargado por el cabildo catedralicio a sor Juana Inés de la Cruz. Además de las continuas alusiones a las diosas y he-roínas paganas como alegorías del buen gobierno, la poetisa representó a la virreina María Luisa Manrique con dos jeroglíficos colocados en los intercolumnios del arco: uno era el mar pues la etimología de su nombre era “cifra de todas las bellezas en lo fabuloso; y en lo verdadero es madre y principio de todas las aguas”; el otro, Venus, el lucero de la mañana, pues el nombre de María “como maestra y disciplinadora del mar” anunciaba al reino “felicidades con sus influjos”. Como mujer, sor Juana se salía de los trillados tópicos de la belleza femenina y ofrecía como modelo a la nueva virreina un papel de guía, maestra y madre del reino.13

El arco de sor Juana no fue una excepción por ser la autora mujer; en el que ideó Carlos de Sigüenza para la misma ocasión por orden del ayuntamiento (Teatro de virtudes políticas), se llamaba a la pareja luminaria magna, no sólo por que sus personas eran luces brillantes en el cielo de la nobleza, sino a causa de su presencia como el sol y la luna que iluminarían el firmamento de la Nueva España. El sabio criollo no hacía más que repetir un tópico común en el siglo xvii, época en la que las metáforas solares (influidas por el avance del heliocentrismo) se pusieron de moda para afianzar el absolutismo de los reyes y reinas y, por reflejo, el de sus representantes.14

Lo más común era sin embargo comparar a la pareja con dioses o héroes de la Antigüedad. En un arco ideado por Alonso Ramírez de Vargas para recibir a los marqueses de Mancera en 1664 fueron Eneas y Lavinia los personajes elegidos para comparar a los virreyes, aunque el poeta agregó un cuadro más sólo para Leonor Carreto a quien com-paró con Venus viéndose al espejo y rodeada de las tres Gracias.15

Una década antes, en el arco triunfal ordenado por la catedral para recibir al duque de Alburquerque y a su mujer (El Marte católico) en 1653, el autor anónimo señalaba que parte del esplendor y magnificencia del virrey se debía al hecho de tener a la duquesa a su lado. Ella era su igual en grandeza de corazón, generosidad de espíritu, perspicacia de mente, cualidades del alma y perfección del cuerpo. Con la llegada de la virreina el reino de Nueva España recibía lustre y esplendor.16 En el arco que el ayuntamiento mandó hacer para la misma ocasión, estructurado bajo el tema de Ulises, uno de los lienzos señalaba la igualdad entre el virrey y la virreina para la virtud y la nobleza. En un carro triunfal tirado por cuatro cisnes donde iban Júpiter y Mercurio, se representó a la virreina en la popa, cubierto el rostro con un velo transparente (símbolo del amor y el pudor de Penélope) mientras el virrey (Ulises) la acompañaba a caballo tendiéndole la mano.17 El común denominador de todos los arcos triunfales, tanto en Puebla como en México, parecía aludir a la pareja virreinal como una unidad de la que se esperaban favores y bendiciones, un reflejo de la perfección y armonía que representaban el rey y la reina en España.

Las labores “domésticas” de las virreinas

En los primeros días de estancia, las virreinas se dedicaban a establecer contactos con las damas de más linaje del reino, al igual que el virrey lo hacía con sus consortes. Era común que después de esto las virreinas solicitaran el envío a palacio de muchachas jóvenes para ampliar el círcu-lo de sus damas de compañía; así llegó a la corte de los Mancera una Juana Ramírez de Asbaje, hija bastarda de una mujer de clase media de provincia con parientes ricos en la capital.

Esta obligación de la virreina de completar su comitiva con mujeres del reino estaba explícitamente recomendado desde 1603, año en el que Pablo de la Laguna, presidente del Consejo de Indias, daba una instrucción al marqués de Montesclaros para el buen gobierno de Nueva España. En este documento también se aconsejaba a la virreina que fuera “afable con las mujeres principales de la ciudad, hermanándolas y tratándolas con todo el buen término que pudiere, mostrándoles mucha amistad a cada una conforme a su calidad, de tal manera que todas salgan contentas y diciendo bien”.18

Otro aspecto que debía solucionar la pareja virreinal a su llegada fue la elección del personal eclesiástico “nativo” que serviría en el palacio, aunque en su séquito traía sus propios confesores y capellanes. Ese personal fue generalmente elegido entre los religiosos, pues sus provincias eran piezas claves en los grupos de poder local por sus intereses económicos y sus vínculos sociales. Esto explica el por qué, a los pocos meses de llegar, la pareja designara uno o varios capellanes que se hicieran cargo de las ceremonias en la capilla doméstica del palacio, seleccionara los predicadores de corte que se dedicarían a elaborar los sermones en las ceremonias oficiales, eligiera los limosneros encargados de repartir las limosnas con las que la munificencia de la pareja virreinal beneficiaba a los necesitados y, sobre todo, nombrara dos nuevos confesores para encargarle la dirección espiritual de sus conciencias.19 Muy posiblemente cada uno de los miembros de la pareja virreinal tuviera su propio confesor. En 1658 la duquesa de Alburquerque mandó que se aplazara una semana la mascarada que tenía preparada para el primero de mayo el colegio de San Pedro y San Pablo para celebrar el nacimiento del príncipe Felipe Próspero, pues su confesor, el jesuita Juan del Real, acababa de morir; por otras fuentes sabemos que el virrey tenía a un dominico como director de conciencia.20 En 1685 el provincial de la Compañía de Jesús en Nueva España, Luis de Canto, recibía una carta del padre general en la que ordenaba no fuera enviado por procurador de la orden a Filipinas el padre Baltasar de Mansilla pues la virreina, marquesa de la Laguna, lo había solicitado por confesor. Desde la cabeza en Roma, se pensó acceder a la voluntad de la virreina ya que para la Compañía era más conveniente tener a uno de sus miembros en la corte virreinal de México, que enviarlo a Filipinas a otros encargos.21

Todas estas elecciones se decidían, sin embargo, en privado. La presencia en el ámbito público de la esposa del virrey era muy restringida y estaba supeditada a una serie de normas muy estrictas. En los actos oficiales nunca aparecía en público. La virreina estaba ausente en las ceremonias de recepción que las diferentes ciudades indígenas y españo-las ofrecían al virrey, en su entrada triunfal a la capital bajo palio y en la toma de posesión del cargo. La virreina tampoco estaba presente en las fiestas públicas en las que el virrey actuaba como figura de poder. En las juras y funerales de los reyes, en el paseo del pendón o en la fiesta del Corpus Christi, la virreina podía observar la procesión desde la casa de algún funcionario, pero jamás acompañaba al virrey. Incluso en una ocasión, en la fiesta del Corpus de 1664, el virrey conde de Baños ordenó que la procesión pasara por el palacio para que la virreina, que estaba indispuesta, pudiera verla, contraviniendo un bando del obispo Diego Osorio y Escobar, quien fungía entonces como visitador del reino. Cuatro meses después, por agosto de ese año, llegaba una orden de la corona para que el conde pagara 12 000 ducados de multa “por haber hecho fuese la procesión de Corpus por su palacio” y se mandaba: “no se altere en la costumbre”.22

No obstante esta ausencia constante de las virreinas en los actos públicos tenemos también una excepción: se trata del traslado de la imagen de la Virgen de Guadalupe a su nuevo santuario que se llevó a cabo en 1709. De la presencia de la virreina Juana de la Cerda y Aragón y de su hija en la procesión nos queda como testimonio un cuadro que el virrey Alburquerque encargó al pintor José de Arellano para conmemorar dicho acto. La familia virreinal está representada al final de la procesión acompañada de otros miembros de la corte, algunas al parecer mujeres.23

Frente a la relativa ausencia de la virreina en la plaza, el palacio era en cambio un espacio en el que su presencia era continua, y tan determinante que, durante los gobiernos en los que no hubo virreinas (con los virreyes viudos o solteros y con los arzobispos virreyes), no hubo prácticamente vida cortesana.24 En algunas dependencias de este espacio pa-laciego, escenario de su cotidiana actividad, las virreinas eran dueñas y señoras. Uno de los actos en los que la corte y la sociedad novohispana se encontraban era en la celebración de los santos y cumpleaños. El 13 de junio de 1755, narra Castro Santa Anna, “se vistió esta corte de gala por ser del nombre de la Excelentísima Señora Virreina Doña Antonia de Padilla, a quien pasó a cumplimentar su Ilustrísima [el arzobispo Manuel Rubio y Salinas], real audiencia, tribunales, prelados y nobleza; y al anochecer tuvo un festejo en que concurrieron muchas señoras y sujetos de distinción, que duró hasta las dos de la mañana”.25

Varias décadas antes, el viajero italiano Giovanni Gemelli narra la visita que hizo al palacio virreinal con motivo de los “años” de la virreina, doña María Andrea de Guzmán, segunda esposa del conde de Moctezuma.

Fueron todos los ministros y los nobles a cumplimentar al señor virrey, el cual sentado bajo un dosel los recibió en dos filas de sillas… sin ningún orden de precedencia, pues se sentaron igualmente todos los que entraban, no acostumbrándose en las Indias maestro de ceremonias, ni ujier [portero de estrados], como en otras partes, sino que al virrey sirven solamente sus pajes. Pasó luego toda esta turba al apartamento de la señora virreina, pero los ministros sin capa. Ella estaba sentada sobre cojines, y los que entraban se sentaban en largas filas de sillas. Terminó la fiesta sin ninguna comedia ni baile, pues el señor virrey era de Galicia y no quería gastar sus haberes en vanidades.26

El “besamanos” era una ocasión que la nobleza novohispana aprovechaba para llevarles costosos regalos a las virreinas, como los que recibió en su festejo anual la condesa de Baños: “libreas, carrozas y cadenas de oro”.27 Lo común en esas ocasiones, salvo la narrada por Gemelli, era terminar el acto con una representación teatral, generalmente actuada por pajes, sirvientes y damas de compañía, e incluso a veces por los mulatos de la guardia de palacio. Los virreyes Mancera y Laguna y sus esposas, amantes del teatro y de las tertulias literarias, se distinguieron a fines del siglo xvii por la promoción de tales escenificaciones.28 Juana de Asbaje debió asistir a varias de ellas cuando vivió en la corte al lado de la marquesa de Mancera y después, ya como monja profesa en San Jerónimo, entregó algunos de sus textos para que fueran representados en palacio en tiempos de la condesa de Paredes, esposa del virrey marqués de Laguna, sus protectores y mecenas.

Otro momento importante para el cual se engalanaba el palacio era la administración del sacramento de la confirmación a los hijos de los virreyes que se llevaba a cabo en la capilla doméstica. En 1703 la pequeña hija de los virreyes de Alburquerque fue confirmada por el arzobispo Juan Ortega y Montañés. El diarista Robles menciona que la niña lloraba muchísimo lo que “obligó a los padres a llorar también” y agrega que “habiendo leído las letanías o catálogo de los nombres, que fueron cincuenta y tres […] en el ínterin se dispararon cuatro pedreros y se hizo salva tres veces. Acabada la confirmación hubo aguas, dulces, chocolate y música”.29

El salón de comedias y la capilla formaban parte de las dependencias del palacio destinadas a la zona habitacional. En ellas, la pareja virreinal convivía con las personas más cercanas, quienes tenían acceso a sus aposentos: el mayordomo, el secretario particular, el médico, el confesor, el capellán, el jefe de la guardia y los caballeros y damas “de casa y cámara”, parientes y allegados de la pareja encargados de misiones de con-fianza.30 Crear una corte fue uno de los mecanismos indispensables para compensar la ausencia del rey, y esta institución sólo se dio en dos ciudades americanas durante los siglos xvi y xvii: México y Lima.

Por un documento limeño del siglo xvii, la Relación de los estilos y los tratamientos, sabemos que la virreina tenía una “sala de audiencia en el palacio donde recibía tanto a las esposas de los oidores y señoras de título, como a los caballeros y principales cargos políticos y religiosos”.31 Algo semejante debió haber en Nueva España pues Isidro de Sariñana, en la relación que escribió sobre las exequias que se hicieron en México por la muerte de Felipe IV, señala que oidores y funcionarios pasaron a dar el pésame al “cuarto” de la virreina, después de hacerlo con el virrey. Asimismo fueron citadas para la tarde las esposas de los ministros, títulos y caballeros, quienes solamente visitaron a la virreina.32

En general no había banquetes o fiestas en palacio de manera continua, sin embargo parece haber sido común, por lo menos en el siglo xviii, lo que se llamaba “concurrencia de alcoba”, es decir tertulias en las habitaciones del palacio. Castro Santa Anna describe varias de ellas en su diario, señalando que en algunas hubo “varios conciertos de música” y en otras “danzas y contradanzas”:

Al anochecer [del 25 de diciembre de 1755] en el real palacio [el virrey] tuvo concurrencia de alcoba con varios señores ministros prebendados, títulos y personas de distinción, a quienes obsequió con un costoso refresco, pasando parte de la prima noche unos en diversión de juego de cartas y otros en conversación, practicando lo mismo la señora virreina con distintas señoras que le acompañaron.33

Las virreinas tenían acceso sólo a las zonas habitacionales del pa-lacio. No lo tenían en cambio a las áreas administrativas donde estaban los tribunales de la Audiencia y de Cuentas, la sala del Real Acuerdo y la Cárcel de Corte. Estas secciones estaban reservadas para los funcionarios del gobierno, con los cuales las virreinas tenían trato, pero no en las oficinas de trabajo sino en el espacio de esparcimiento, lugar de los encuentros cortesanos donde convivían la burocracia y los aristócratas. Sin embargo no siempre este espacio estuvo marcado por los buenos modales. En 1655 el virrey y primer duque de Alburquerque abofeteó públicamente al contador mayor del Tribunal de Cuentas “que lo bañó en sangre y derribó un diente”, posiblemente por algo relacionado con su esposa, pues este funcionario había ofrecido días atrás un costoso almuerzo en honor de la virreina y de su hija en su casa, donde la pareja virreinal había ido a presenciar la procesión del Corpus Christi.34

A pesar de que el palacio era una escuela de buenos modales donde los jóvenes aristócratas aprendían a comportarse en la mesa, a tener trato con las damas por medio de una buena conversación y de las prácticas del galanteo y a dominar sus pasiones, a veces los celos y la ira provocaban situaciones de violencia. Otras veces, el palacio también fue el escenario de negocios y actividades mercantiles, siendo algunas virreinas muy avezadas en tales actividades. Mariana Isabel de Leiva, condesa de Baños, recibía parte de las ganancias que obtenían sus paniaguados puestos por ella y su marido en los cargos de corregidores y alcaldes mayores; y en el juicio de residencia de su marido se señaló que cerca de la ciudad fue descubierta una partida de plata sin quintar por 10 000 pesos, cantidad que no pudo ser confiscada al descubrirse que pertenecía a la condesa.35 Elvira de Toledo, la condesa de Galve (de la cual nos ha quedado una rica correspondencia fechada entre 1688 y 1696) rifaba objetos de cristal fino que conseguía a buenos precios, y con las ganancias de esos sorteos compraba cacao que revendía en España por medio de su agente comercial.36 A fines del siglo xviii, la ambiciosa virreina María Antonia de Godoy, esposa del virrey marqués de Branciforte, ideó un plan para hacer un negocio redondo aprovechando la candidez de la nobleza novohispana. En una de las recepciones del palacio la virreina apareció en público con un aderezo de corales y comentó que las perlas ya habían pasado de moda en las cortes europeas. Las damas criollas, que ostentaban excesivos adornos de perlas, se despojaron de ellas a ínfimo precio para adquirir corales, lo cual significó para la virreina un negocio redondo porque a trasmano compró unas y vendió otros.37

La vida “pública” de las virreinas

Junto con el palacio, otro de los espacios donde las virreinas desplegaron sus cualidades cortesanas fueron las huertas vecinas a la capital, propiedad de los ricos nobles y burgueses. Los condes de Baños, por ejemplo, pasaban largas temporadas en las huertas de Tacubaya pues a la virreina le gustaba el lugar para convalecer de sus achaques (padecía de “desconcierto” dice el diarista Guijo y estaba “desahuciada de los médicos”). El 21 de agosto de 1662 fueron hospedados en la huerta de su amigo Anastasio de Salceda, cuyo cargo de corregidor de la ciudad había sido obtenido gracias a los condes, y para “su asistencia” (es decir sus numerosos sirvientes y allegados) “se quitaron todas las huertas a sus dueños”. Al año siguiente, desde el 8 de julio de 1663, los virreyes se hospedaron en las huertas de Cantabrana, “ocupando con su familia todas las huertas y casas de dicho pueblo [de Tacubaya]”, y desde ahí vieron pasar la procesión de la Virgen de los Remedios que era llevada a México, como muchos años, para aliviar la sequía.38

Otro de los personajes que agasajaba a los virreyes en su residencia de campo de San Agustín de las Cuevas o con paseos campestres fue el tesorero de la casa de moneda, Francisco de Medina Picazo. El viajero italiano Giovanni Gemelli cuenta que en 1697 invitó al conde de Moctezuma y a su esposa a Tlalpan a su casa de campo, y calcula que no pudo gastar menos de mil pesos en el festejo.39 Años después, en 1703, ofreció a los virreyes duques de Alburquerque una serie de suntuosas recepciones que duraron varias semanas. El primero de mayo, narra Antonio de Robles, el tesorero hizo “aparejar [para la virreina] una canoa de doce varas de largo, cuatro de ancho y tres de alto, muy dorada y con diez remeros vestidos de lampazos de China que costó más de mil pesos”. La embarcación salió por el canal de la Viga a las tres de la tarde rumbo a Iztacalco, llevaba música e iba acompañada de varias canoas con “mu-cha gente”; “volvieron después de las oraciones” es decir al anochecer.40

De este paseo, uno de los preferidos por los capitalinos y por los visitantes extranjeros, nos queda también una descripción pintada por Pedro de Villegas en 1706 titulada Visita del virrey Francisco Fernández de la Cueva, duque de Alburquerque y su mujer al canal de la Viga, cuadro que pertenece a la colección del Museo Soumaya. Aunque en el cuadro no aparecen ni los diez remeros, ni la banda de música ni las múltiples canoas, la pintura corresponde con bastante exactitud a la descripción de Robles: una dorada embarcación se aproxima a la orilla del canal y en ella van el virrey y su mujer, sentados bajo un toldo. Frente a los virreyes aparecen reclinadas dos damas, tal vez las camareras de la virreina, y una mujer que está a punto de dejar la trajinera. Una comitiva de guardias luciendo uniformes a la moda francesa recibe a los dignatarios y a su séquito a la orilla del canal. Sobre la plaza, frente a la pequeña iglesia de Iztacalco, un forlón de camino tirado por cuatro caballos espera a la pareja para llevarlos de regreso a la capital.41

El mismo Robles señala que un mes después de este paseo, el primero de junio de 1703, los duques volvían de San Agustín de las Cuevas donde pasaron una semana de festejos en la casa del tesorero Medina Picazo. A lo largo de esos días hubo toros y mascaradas a los que invitó a toda la corte, para lo cual también tuvo que “embargar todas las huertas” a sus dueños. Los festejos costaron al tesorero “más de veinte mil pesos”, de los que se gastaron 3 000 en hacer dorar con oro de hoja un pino grande y 5 000 en las comidas. Sin embargo, el recuerdo de ese despliegue y ostentación no fueron suficientes para conseguir el favor del duque de Alburquerque cuando, al poco tiempo, Medina solicitó al virrey que modificara una sentencia judicial en su contra; en efecto, éste se negó a hacerlo diciendo que “una cosa era la amistad y otra la justicia”.42

Estos festines no debieron ser excepcionales en el siglo xviii, aunque sólo nos queda noticia de otro tan ostentoso como el de Medina que se llevó a cabo en San Ángel en 1752 y que fue dedicado al primer conde de Revillagigedo y a su esposa María Antonia Ceferina Pacheco de Pa-dilla. El diarista José Manuel de Castro Santa Anna lo describe así:

La mañana [del cuatro de agosto de 1752] en su pueblo de San Ángel, el señor don Francisco de Chávarri, Oidor decano de esta Audiencia, hizo convite para almorzar a su huerta a sus excelencias, familia y comitiva, y a muchos sujetos principales de esta corte. Aderezó la casa costosamente y mandó formar en la huerta dos costosas galerías, cubiertas de ramos y flores; en la primera se hallaba un buen dispuesto estrado con muchos asientos de damasco, rodeada la galería de taburetes de seda; y habiendo entrado toda la comitiva, repentinamente se despeñó una gran porción de agua, que con arte [se] tenía represa, la que causó gran diversión, sonando al mismo tiempo un golpe de música, que estaba oculto en varias cuevas que tenían formadas al pie de los troncos de los árboles, y corriéndose después unas cortinas, se dejó ver la segunda galería, en donde estaba una larga mesa cubierta de exquisitos y pulidos manjares con todo género de bebidas; tomaron sus asientos y gustaron en este opíparo banquete hasta más de las doce del día, que sus excelencias se retiraron a su palacio.43

La noticia termina con una acotación: “se perdieron dos platones, once platillos y muchas cucharas de plata, porque la concurrencia vulgar fue crecida”. Situaciones similares se daban en todas las fincas de campo de moda situadas en Tacubaya (donde el arzobispado poseía una suntuosa huerta), en la Tlaxpana, en San Ángel o en San Agustín de las Cuevas en Tlalpan. A veces, sin embargo, la finalidad no era sólo la diversión, sino “mudar de aires”, convalecer de una enfermedad o simplemente descansar de los calores de la ciudad que precedían a la época de lluvias.

Pero no sólo fueron las huertas de la nobleza y los paseos campestres los escenarios de estas prácticas cortesanas, algunos conventos de los alrededores de la capital también fungieron como lugares de recreo desde el siglo xvi. El cronista fray Antonio de Ciudad Real narra que en septiembre de 1586 fueron el virrey y la virreina marqueses de Villamanrique a holgarse y recrearse en la ciudad de Xochimilco y posaron con toda su casa dentro del convento de los franciscanos donde estuvieron siete u ocho días. “Lo que más mal pareció –señala el fraile– y de que todo el mundo tuvo que murmurar, fue la demasiada libertad, rotura y disolución que hubo en entrar y estar muy de propósito mujeres, no sólo la virreina y las suyas, sino otras muchas, dentro del dicho convento y andar por las celdas como si fuera casa profana, y como si no hubiera breve apostólico que so graves penas y censuras prohíbe estas entradas”.44

Según el cronista, el convento daba 300 raciones de comida diarias y festejó a sus visitantes con opíparas viandas (aves, confituras y cajetas) acompañadas con vino, lujos inapropiados, según él, para la austeridad franciscana. El informante agrega que el virrey despachaba en el convento “y allí acudían los oidores y oficiales de la audiencia”. Había además juegos y fiestas y la virreina echaba naranjas al agua de un estanque del convento mientras un fraile lego nadaba frente a ella recogiéndolas. En otra ocasión los virreyes se subieron en unas canoas “y con ellos mucha gente tirándose elotes (que son las mazorcas tiernas del maíz)”. El provincial, que iba con ellos, dio un elotazo en la nariz a unos de los caballeros y le sacó mucha sangre. También se jugó a los bolos y hasta la virreina participó en esta diversión: “y deteniéndola la bola un fraile, o apartándosela para que no entrase en los bolos, había ella dicho con voz que todos los circunstantes la oyeron: No me hagan trampas ni toquen a mi bola, miren que les traeré al de Ponce”.

El gracejo se explicaba porque el comensal de los virreyes era el provincial fray Pedro de San Sebastián, quien con estos festejos co-rrespondía a la ayuda que el marqués le prestara para expulsar a Guatemala a su enemigo, el visitador y comisario de los franciscanos fray Alonso Ponce, quien se había enfrentado al provincial. La animadversión que se observa contra fray Pedro en el relato de fray Antonio de Ciudad Real se debe a que éste era el acompañante y secretario de Ponce en la visita. La narración, una de las pocas que nos quedan de las virreinas del siglo xvi, nos muestra tres interesantes hechos: por un lado, las actividades que llevaba a cabo la corte en esos lugares de recreo estaban marcadas por la diversión; por el otro, que tales invitaciones tenían casi siempre como finalidad agradecer o pedir favores de los virreyes; y, por último, que buena parte de la vida de la corte no estaba vinculada al virrey, sino a la virreina. Esto fue una constante a lo largo de los tres siglos.

Sin embargo, uno de los espacios privilegiados para la actividad de las virreinas no eran ciertamente los conventos de religiosos sino los monasterios de monjas. Los diarios nos las muestran acompañadas por un pequeño séquito femenino visitando estos centros afamados por su cocina, su música y sus imágenes devotas. El llevar vestidos y joyas para engalanar a las Vírgenes veneradas en sus templos o en sus coros formaba parte de los actos de piedad que se esperaban de toda mujer noble. Alguna virreina incluso (la marquesa de las Amarillas Luisa Ma-ría de Ahumada) cantó con las carmelitas en su coro durante la celebración de Santa Teresa de Jesús (15 de octubre de 1757) por ser “tierna devota de esta santa, por ser rama de su noble estirpe”.45

Fueron también los conventos de religiosas los primeros en dar la bienvenida a las virreinas a su llegada, a veces con coloridos festejos. En 1680 el monasterio de Santa Clara de la capital organizó un lucido recibimiento en su huerta a la recién llegada condesa de Paredes. El acto comenzó con una danza y un tocotín a cargo de 12 niñas engalanadas con plumas y flores, que aclamaban a la virreina como la nueva Palas Atenea, protectora de la ciudad de México. A continuación siguió una loa en la que Tetis, la señora del mar, se enfrentaba con Flora, diosa de la vegetación, por ver cual de las dos era más digna de elogiar a la homenajeada, disputa que dirimió la Fama de manera triunfal, alegando que sólo ella podía ser digna de tal honor. Las monjas clarisas, que muy posiblemente participaron en la representación, mandaron escribir los textos del festejo al bachiller José de la Barrera y éstos se imprimieron en la casa de Juan de Ribera en 1681 para que quedara recuerdo de ellos. El recibimiento le valió al convento de Santa Clara una especial atención por parte de la condesa durante su estancia en la capital del virreinato.46

Las virreinas, al igual que los virreyes, tenían especial preferencia por alguna orden o convento, posiblemente fomentada por sus confesores. Juana Francisca Diez de Aux, duquesa de Alburquerque, que profesó en la capital como terciaria franciscana en 1653 de manos del comisario general de la orden, era asidua de los monasterios de las clarisas.47 Mariana Isabel de Leyva, condesa de Baños, benefició especialmente a las carmelitas, e incluso trató de intervenir directamente en la elección de una abadesa amiga suya que estaba a favor de que los carmelitas las administraran en lugar del arzobispo.48 Leonor Carreto, la marquesa de Mancera, gran aficionada a las capuchinas, fue una de las promotoras del paso de esas religiosas a la Nueva España y, de hecho, gracias a ella se dio la primera fundación de esa orden femenina en la ciudad de México, siendo la virreina quien las llevó en su carruaje al monasterio.49

A veces las visitas a los conventos respondían también a la necesidad de convivir con aquellas religiosas destacadas por su santidad o sabiduría. Carlos de Sigüenza y Góngora narra cómo Francisca Fernández de la Cueva, la virreina marquesa de Cerralvo, visitaba en su lecho de muerte a la venerable sor Inés de la Cruz, fundadora del monasterio de las carmelitas descalzas de la capital. La marquesa servía a la santa religiosa de rodillas “y con sus propias manos sacaba las bacinillas y ella le administraba la comida que traía guisada de palacio”.50 Por otro lado, es conocida por todos la relación de sor Juana Inés de la Cruz con la culta virreina María Luisa Manrique de Lara, condesa de Paredes y marquesa de la Laguna, quien la visitaba continuamente en la clausura y promovió la publicación de sus obras a su regreso a España.

En 1630 las visitas de las virreinas a las monjas ya eran una prácti-ca muy común y a nadie se le hubiera ocurrido cuestionarla hasta que en ese año el arzobispo Francisco Manso y Zúñiga prohibió a la marquesa de Cerralvo que entrara a los conventos femeninos. El pleito estaba inmerso en el conflicto que por entonces sostenía el prelado con el virrey e iba dirigido a cuestionar los límites de la soberanía de éste, y en consecuencia los de su consorte. En tal prohibición se argumentaba que la virreina no encarnaba a la reina, como si lo hacía el virrey respecto al rey, y que en ella por tanto no se representaba el patronazgo real de manera oficial. La respuesta no se dejó esperar y el representante de la corte argumentó que la dignidad de la virreina excedía a la de cualquier dama noble de la corte y por tanto estaba investida de las cualidades de figura pública y de representante del monarca. Una real provisión fechada el 10 de diciembre de 1630 ordenaba que se siguieran haciendo las visitas a las monjas como era costumbre, aunque sin entrar en pormenores sobre las funciones representativas de las virreinas; es obvio sin embargo que la Corona no veía estas visitas como parte de un protocolo oficial.51

La práctica, por tanto, siguió siendo tan común que se convirtió en una referencia obligada en todos los diaristas de la época, lo cual contrasta con lo excepcional que eran las visitas de las virreinas a otros ámbitos, como el de la universidad. El diarista Guijo nos da esta noticia sobre la presentación de una tesis a la que asistió la pareja virreinal: “Acto en romance, viernes 18 de junio de 1655: en la real universidad tuvo un acto un religioso mercedario que presidió el maestro fray Juan de Herrera, en romance, a que asistió el virrey y la virreina, y ocurrió a la novedad todo el reino. Notóse mucho por ser cosa no usada en la universidad; dispúso-lo así el dicho fray Juan de Herrera, por ser como es capellán del virrey, y le asistió de día y parte de noche; arguyó don Juan Manuel y otros de la Audiencia en romance y los religiosos asimismo”.52 Unas páginas atrás el diarista había señalado que fray Juan de Herrera era “privado del vi-rrey”, lo que explica la deferencia hecha en su honor (y en el de su esposa) al hacer el acto en español y no en latín como era la costumbre.

En 1683 se menciona de nuevo la presencia de la virreina en la universidad durante una suntuosa fiesta celebraba en conmemoración de la Inmaculada Concepción. En ella se llevó a cabo un certamen poético y la inauguración del recién restaurado y decorado salón de actos (el general grande) debido a la munificencia del rector Juan de Narváez. Carlos de Sigüenza y Góngora, encargado de hacer la relación que deja-ría constancia de la labor del rector como mecenas de la fiesta y como patrono de las obras de remodelación, destacaba con estas palabras la presencia de la virreina en el festejo: “Y como si no bastara para la estima tan sobresaliente favor, en una de las tardes de este cuatriduo, rayó en el cielo del académico claustro todo el sol de la discreción y hermosura en la Excelentísima Señora doña María Luisa Gonzaga Manrique de Lara, condesa de Paredes, marquesa de la Laguna”.53

Otra mención en este sentido se encuentra en el diario de viaje de Giovanni Gemelli que como vimos visitó la corte del virrey conde de Moctezuma en 1697: “Debiendo defenderse algunas tesis o conclusiones de teología en la universidad, fue allí el virrey con todos los ministros, y también la virreina con las damas sobre algunos pequeños palcos”.54

Una última visita de una virreina a la universidad es mencionada hasta 1803, cuando el virrey Iturrigaray y su esposa fueron convidados ahí a una excepcional recepción. En la relación que un cronista anónimo hizo del hecho, se menciona que a las cuatro de la tarde la virreina Ma-ría Inés de Jáuregui salió del palacio acompañada de algunas de sus damas (antes que el virrey) y fue recibida por el claustro universitario en el recinto llamado “la Tribuna del General” y conducida de la mano por el rector hasta su asiento. Después del acto se sirvió en la biblioteca un refrigerio alrededor de una mesa donde se habían colocado notables figuras alegóricas de azúcar que representaban las virtudes, las ciencias y las artes.55 En la relación de los festejos también se hizo una especial mención a la virreina, por haber sido madrina de un colegial del seminario “en un acto de matemáticas”; además de asistir a la universidad, la mecenas “convidó después a comer a su ahijado y lo regració con generosidad”. El anónimo autor agrega: “Acciones dignas todas de trasladarse a la noticias de las Academias de Europa y de hacer duradera su memoria en los fastos de esta Mexicana”. Un acto así no hubiera sido posible cien años antes, lo que muestra los profundos cambios que había traído la Ilustración respecto al papel de la mujer en la sociedad.56

Otro espacio donde la presencia de la virreina se hizo notable fue en la catedral. En todas las ceremonias en la iglesia mayor, la virreina, sus hijas y a veces las esposas de los oidores, asistían dentro de una “jau-la” o palco cerrado con celosías y cubierto por velos que impedían ver a las personas del interior, pero que estaba colocada en un lugar prominente cerca del altar.57 Esta presencia “oculta”, pero notoria, no podía pasar desapercibida, y más aún cuando la virreina no siempre actuaba en la jaula con el recato debido. Gemelli narra que en una ocasión, al terminar la misa, “tuvo la virreina deseos de beber un poco de vino y el acólito que se lo llevaba rodó escaleras abajo con la garrafa en la mano y las risas del populacho”.58

La “jaula” de la virreina fue ocasión también de varios pleitos entre arzobispos y virreyes cuyas relaciones fueron a menudo tensas a lo largo del virreinato. Durante la procesión por el templo el Domingo de Ramos, existía la costumbre de que el señor arzobispo hiciera bajar a su caudatario el extremo de la capa pluvial al pasar junto al virrey y a la “jaula” de la virreina. Algunos arzobispos, como Francisco de Aguiar y Seijas y Juan Ortega y Montañés, se negaron a obedecer tal costumbre alegando que la virreina no tenía ninguna función real como para tener con ella esa deferencia.59

En el siglo xviii un nuevo pleito sobre la “jaula” se daba entre el cabildo de la catedral y los virreyes. Después de 36 años sin que hubiera en palacio una virreina (pues al segundo duque de Alburquerque que salió de Nueva España en 1710 lo siguieron tres virreyes viudos, dos solteros y un arzobispo), llegaba como esposa del virrey Juan Francisco de Güemes y Horcasitas, María Ceferina Pacheco de Padilla, primera condesa de Revillagigedo. Mujer sumamente caprichosa, la virreina había hecho remover poco después de su llegada en 1746 las celosías negras de su tribuna en la catedral y pidió que ésta pudiera trasportarse al lugar de su elección, además de exigir varias deferencias ceremoniales que en sentido estricto sólo correspondían a su marido. Al parecer los eclesiásticos nada pudieron hacer frente a estas pretensiones, pero en 1755, con motivo de la llegada del siguiente virrey, el marqués de las Amarillas, en una sesión del cabildo se dispuso que la jaula regresara a su lugar, “fija y con celosías”, con el fin de corregir los abusos que se habían dado con la anterior virreina.60

Pero la catedral no era sólo espacio de conflictos, también en ella la corte celebraba sus gozos. Varias de las virreinas llegaron a México en edad reproductiva y tuvieron a sus hijos en Nueva España por lo que fue una ceremonia común la administración del bautizo en la iglesia mayor, a menudo encabezada por el arzobispo. El 14 de julio de 1683, por ejemplo, el hijo de los marqueses de la Laguna fue bautizado en la catedral, en la pila de San Felipe de Jesús, con 17 nombres y de manos del arzobispo de México, Francisco de Aguiar y Seijas. Además de su padri-no, fray Juan de la Concepción (un donado franciscano del séquito de los virreyes), asistieron los miembros de la Audiencia, los cabildos civil y eclesiástico, los superiores de todas las órdenes religiosas y la nobleza criolla. Los festejos concluyeron con fuegos artificiales y banquetes y sor Juana Inés de la Cruz, muy cercana a la virreina María Luisa, les envió como regalo un poema.61

Fue también muy suntuoso y peculiar el bautismo de la hija de Bernardo de Gálvez y de Felicitas de Saint Maxent en 1786, sobre todo porque el padre había muerto once días antes de su nacimiento. Ante tal desgracia el Ayuntamiento de la capital solicitó a la viuda apadrinar a la recién nacida (caso sumamente insólito) y lo hizo en su nombre el corregidor Francisco Antonio Crespo. Para no ofender a Fernando José Mangino, el padrino originalmente elegido, se le ofreció a éste serlo de confirmación. De tal forma la niña fue bautizada y confirmada en la catedral casi al mismo tiempo, oficiando el arzobispo Alonso Núñez de Haro y Peralta. La pequeña recibió los nombres muy criollos de María Guadalupe, Bernarda, Felipa de Jesús y Juana Nepomuceno, y el Ayuntamiento le regaló brocados, una fuente de plata y varias ricas joyas de carey, oro, perlas y diamantes; asimismo ofrendó a su madre, la ex vi-rreina, un collar de perlas y unos pendientes de diamantes.62

Años después, en 1794, la hija del marqués de Branciforte y de María Antonia Godoy recibió durante su bautizo en la catedral, por manos del mismo arzobispo Alonso Núñez de Haro, la banda de la orden de María Luisa, distinción que sólo se otorgaba a los hijos de los reyes. La madre había sido dama de honor de María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV, pero sobre todo era hermana del ministro Manuel Godoy, favorito y amante de la reina.63

Además de bautizos, también alguna virreina celebró en México la boda de sus vástagos. Los Mancera, por ejemplo, casaron a su hija con el hijo del tercer duque del Infantado. La ceremonia se llevó a cabo el domingo 28 de mayo de 1673 por poder, pues el joven vivía en España, pero la celebró el arzobispo fray Payo, “y hubo mucha grandeza”.64

Sin duda la presencia de las virreinas en la catedral estaba avalada por su carácter de consortes y eso se vio claramente en un acto que llevó a cabo en la catedral el virrey duque de Alburquerque el 30 de enero de 1656. El diarista Gregorio de Guijo narra así la escena:

Acabado este acto, se fue el [virrey Duque de Alburquerque] y la virreina e hija al presbiterio e hincándose de rodillas besó la primera grada con toda veneración y respeto, y quitándose la capa y es-pada, y ellas cubriendo los tocados con unas tocas, subieron al presbiterio y entre ellos tres barrieron todo por sus manos y sacudieron sus barandillas y cogieron la basura; y acabado este acto, no quiso recibir aguamanos, sino sacudiéndose todo el polvo, que fue mucho, salieron de la iglesia y se entraron en sus carrozas y se fueron al palacio. Al tiempo de recibir el deán las llaves de manos del virrey, repicaron en dicha iglesia.65

Desde su llegada a la capital virreinal, este gobernante se había echado a cuestas la labor de terminar las obras de la iglesia más importante de la Nueva España, aunque de hecho no la concluyó. Si bien es cierto que unos días antes el mismo virrey había pagado a 200 indios para limpiar el recinto, el acto era una muestra de “humildad” y piedad que poseía una gran cantidad de cargas políticas. A partir de su arribo a Nueva España, en 1653, el virrey había llevado a cabo una serie de reformas para atajar la corrupción que provocaron cierto descontento: reestructuró el aparato fiscal aumentando las entradas de la corona; llamó la atención a los priores de los conventos mendicantes para que no permitieran la relajación de sus frailes; ordenó ejecuciones en la horca para atajar el bandolerismo; y finalmente apoyó a los miembros del partido antipalafoxista contra los partidarios del obispo visitador Palafox, recién partido. El acto de barrer la catedral que él había ayudado a concluir no era por tanto un acto inocuo; con él acallaba los infundios de sus detractores y llevaba a cabo una ostentosa muestra de su actividad como servidor de Dios, como lo había sido del rey. Lo más interesante es que lo hiciera acompañado por su mujer y su hija, pues al involucrar a su familia se mostraba como modelo para la sociedad.66

Además en ese momento la catedral, sede del arzobispo, se hallaba sin cabeza, por lo que fue al deán, superior del cabildo, a quien Alburquerque entregó las llaves. El haber dedicado la catedral cuando no estaba totalmente concluida, y de manera un tanto acelerada, se debió en buena medida a la necesidad de aprovechar el momento en el que no existía arzobispo, la única autoridad que podía haberle hecho sombra en la solemne ceremonia y a quien, muy probablemente, la presencia de la virreina en el presbiterio de la iglesia mayor hubiera parecido un acto poco decoroso.

Un último espacio en el que los cronistas mencionan la presencia de las virreinas junto a sus esposos, aunque siempre debajo de celosías, es el de los autos de fe inquisitoriales celebrados en el convento de Santo Domingo. Gregorio Martín de Guijo tiene tres referencias a este respecto y menciona que en otras dos ocasiones la virreina intervino para impedir que dos reos recibieran los azotes a los que los había condenado el Santo Oficio.67

Por lo general, las virreinas se comportaban siempre de acuerdo a las normas establecidas, pero hubo casos en los que dieron de que hablar por su actitud. Una de ellas fue Luisa María del Rosario de Ahumada y Bruna, marquesa de las Amarillas, que salía hacia alguna de las huertas montada a caballo “como hombre, aunque no se le veía el pié en el es-tribo”. El caso llamó mucho la atención en la ciudad por “no ser practicable entre las señoras de estos reinos” esa manera de montar.68 Es por demás sintomático que fueron las virreinas borbónicas las que provocaban tales “escándalos”, lo cual nos habla de un cambio de actitud en la Metrópoli respecto al papel social de las mujeres, cambio que no era del agrado de una nobleza como la novohispana, al parecer sumamente con-servadora. Con todo, la marquesa de las Amarillas fue objeto de una insólita donación en 1756: José Álvarez de Ulate, alguacil mayor de la capital, y su mujer regalaron a la virreina su “caudal y hacienda”, con la condición de recibir 6 000 pesos anuales para su manutención mientras vivieran y que se apartaran antes 18 000 pesos para obras pías. Castro Santa Anna señala que “esta donación no ha sido bien recibida en esta república, considerándose que este caudal tiene varios pleitos pendientes, los que pueden ocasionar desfavorables consecuencias”.69

Las despedidas y las muertes

Después de una convivencia de varios años, virreyes y virreinas habían consolidado relaciones y amistades con los aristócratas novohispanos. Con todo, sólo el virrey Luis de Velasco y su esposa Ana de Castilla emparentaron con familias locales: a su hija Ana la casaron con el futuro gobernador de Nueva Vizcaya, Diego de Ibarra; a su hijo Luis con Ana de Ircio, hija del conquistador Martín de Ircio y de una hermana del virrey Mendoza. Asimismo, el hermano del virrey Velasco casó con la criolla Beatriz de Andrada y en la siguiente generación Luis de Velasco el joven, dos veces virrey pero ya viudo, casó a su hijo Francisco con su prima, llamada también Ana de Castilla (como la abuela de ambos); otra hija del segundo virrey Velasco, Mariana, fue desposada con Juan de Altamirano y ambos fueron padres del primer conde de Santiago, Fernando de Altamirano y Velasco, el segundo título nobiliario concedido por el rey en Nueva España (1616).70

A pesar de que este fenómeno no se volvió a dar, por prohibición explícita del rey y por el temor de que estos parentescos trajeran consigo favoritismos, los vínculos amistosos de virreyes y virreinas con las aristocracias locales fueron muy comunes. No resulta por tanto extraño que las despedidas de los virreyes fueran mucho más emotivas que sus llegadas. Los diarios nos muestran a las virreinas yendo a los conventos de religiosas a decir adiós y haciendo regalos (vestidos y joyas) a sus imá-genes más veneradas. Cargada de regalos y de remembranzas, la familia virreinal partía de la capital acompañada por sus súbditos y amigos, que la salían a despedir hasta sus límites. Robles nos cuenta: “Miércoles 28 de marzo de 1688. Salió para España el Marqués de la Laguna, y mucho número de carrozas lo fueron a dejar hasta Guadalupe, con muchas lágrimas de la virreina, a las tres de la tarde”.71

Con la despedida de la Virgen en el santuario de Guadalupe se cerraba el ciclo de su gobierno, abierto en ese mismo lugar a su llegada. A veces, las virreinas arribaban ahí antes que sus maridos, siempre acompañado con salvas y artillería, para ese acto ritual religioso-político. Antonia de Padilla, la condesa de Revillagigedo, llegó a la basílica a despedirse de la Virgen con sus cinco hijas, damas, criadas y las mujeres de los ministros. Castro Santa Anna, con un dejo de ironía, comenta que habría habido mayor concurrencia “si su genio hubiera sido más sociable y cariñoso”.72

Pero no todas las virreinas regresaban a España, algunas pasaron al Perú cuando sus maridos fueron enviados a ese virreinato, como Antonia Jiménez de Urrea, quien el 18 de abril de 1689 partió para Acapulco con el conde de Monclova y sus hijos con destino a Lima. Para entonces ya vivían en el palacio los nuevos virreyes, los condes de Galve, por lo que Monclova, según el diarista Robles, “salió de las casas del conde de Santiago, donde posaba, con el virrey y audiencia y las dos virreinas, con gran concurso hasta La Piedad, que los salieron a dejar”. Todavía estuvieron los ex virreyes, señala Robles, varios días en las huertas de San Agustín de las Cuevas; ahí fueron a visitarlos los condes de Galve el 19 de abril “con clarines y seis coches” y al día siguiente también llegaron varios caballeros de la ciudad.73

Situación similar se había dado dos años antes en que habían coincidido los virreyes entrantes condes de Monclova con los salientes marqueses de la Laguna. En esa ocasión ambas parejas fungieron como padrinos en la boda de Juan Antonio de Vera con la hija del oidor Rojas. A la celebración llegaron “sesenta carrozas” según el diarista Antonio de Robles.74

Hubo no obstante excepciones a esta cordialidad, como la de los condes de Baños, cuya actitud anticriolla despertó contra ellos gran animadversión y muchos sinsabores. La indignación era aún mayor porque estos virreyes habían recibido constantes muestras de buena voluntad por parte de sus súbditos. En 1662 el conde había pedido a los franciscanos y a la comunidad indígena del barrio de Santa María la Redonda que trajeran al palacio la milagrosa imagen de Nuestra Señora de la Asunción, venerada en esa parroquia, pues la virreina se encontraba gravemente enferma por un mal parto. La respuesta fue in-mediata, se organizó una vistosa procesión que llevó la imagen hasta el palacio, ahí estuvo varios días y, para despedirla, se armó un altar con mucha plata y cera en el cual celebraron misa tres importantes canónigos criollos de la catedral, acompañados por los niños cantores.75 Meses después, los criollos volvían a mostrar sus condolencias con la muerte del pequeño nieto del virrey, cuyo cuerpo fue acompañado por numerosas carrozas desde el palacio hasta el monasterio de San Juan de la Penitencia, donde fue enterrado.76 A pesar de estas muestras, la familia virreinal siguió cometiendo abusos y, cuando fue nombrado virrey interino el obispo de Puebla, Diego Osorio de Escobar, la gente se desbordó por las calles aclamándolo, mientras que a los condes de Baños los apedreaban e insultaban; en Puebla, las efigies grotescas del exvirrey y de su mujer fueron llevadas por las calles y la gente les gritaba burlas y obscenidades.77

Los virreyes de Baños no fueron los únicos que perdieron acá hijos y nietos. La muerte de la niña Fausta Dominga, “nieta del emperador Moctezuma” e hija del primer matrimonio del virrey José Sarmiento de Valla-dares, fue motivo de exequias tan solemnes como las que se hacían en honor de las máximas autoridades, hecho explicable por las connotaciones que tenía para los mexicanos de entonces el reinado de Moctezuma. Su cuerpo fue cargado por los miembros de la Audiencia, del Tribunal de Cuentas y del Ayuntamiento, a quienes se unieron en el cortejo fúnebre doctores en leyes y medicina así como religiosos prominentes. Tres doseles sobre tablados con gradas fueron puestos a lo largo del trayecto por donde pasó el cadáver que fue enterrado en Santo Domingo. Los nobles y el pueblo se desbordaron por las calles para dar el pésame al sufriente padre.78

Un siglo después, en marzo de 1756, los marqueses de las Amarillas perdieron a su único hijo, el teniente coronel Agustín de Ahumada Villalón “¡que tenía poco más de dos años¡”. El féretro, cargado por cuatro niños, fue acompañado por el espadín, bastón y sombrero del “coronel” y seguido por un cortejo en el que estaban representadas todas las corporaciones de la ciudad, incluidas las indígenas. El arzobispo Manuel Rubio y Salinas ofició la misa luctuosa en la capilla del Rosario del templo de Santo Domingo donde se le enterró; el prelado además se mostró solidario con el dolor de la pareja y les prestó la huerta episcopal de Tacubaya “para que pudieran desahogarse de su pena”.79 Los virreyes se pasaron ahí casi todo el resto de ese año. Al año siguiente de 1757, en enero, una nueva noticia conmocionó al palacio que se vio muy frecuentado para un nuevo pésame: la virreina “abortó una niña de tres meses, lo que ha sido a todos muy sensible por apetecerles a Sus Excelencias la sucesión y línea de su esclarecida casa”.80

Además de sus hijos, dos virreinas tampoco regresaron a sus patrias y sus cadáveres fueron objeto de ostentosas honras fúnebres en la catedral. La primera fue la alemana María Ana Riederer de Paar, esposa del marqués de Guadalcazar, una de las pocas virreinas que no fue española, y que murió en 1619, dos años antes que su marido terminara su man-dato. La ceremonia luctuosa con la que el virrey honró a su difunta esposa pareció a algunos poco propia para una virreina: los miembros de la Audiencia llevaban trajes de luto que sólo debían usarse por la muerte de personajes reales; el catafalco erigido en la catedral era una versión mejorada de aquel que se había levantado en Madrid en honor de la reina Margarita de Austria, muerta en 1611. El virrey alegó que la ceremonia tenía como objetivo despertar respeto por la autoridad virreinal, pero la corona consideró que se había excedido el protocolo y lo obligó a pagar 4 000 ducados de multa.81

La segunda virreina muerta en Nueva España fue Leonor Carreto, la marquesa de Mancera (también de ascendencia alemana), que falleció en Tepeaca, en el trayecto hacia Veracruz cuando la pareja se iba a Es-paña. Se decía que cuando vivía en la capital esta virreina tenía una frase cuando se enfadaba: “vayan al rollo de Tepeaca”. La ceremonia luctuosa de esta virreina fue encabezada por el arzobispo fray Payo de Rivera (quien había tenido fuertes pleitos con Mancera) y en catedral se construyó para ella un túmulo funerario de siete cuerpos, un exceso pues ya no era virreina al morir.82 Sor Juana Inés de la Cruz, que había sido su protegida y dama de compañía, le dedicó tres hermosos sonetos fúnebres dándole a la marquesa el nombre poético de Laura.

Finalmente, por extraño que parezca, sólo tres virreinas enviudaron durante los mandatos de sus esposos. Una fue Ana de Castilla, esposa del primer virrey Velasco, quien a la muerte de su marido en 1564 regresó a España. En el siglo xviii quedó también viuda la marquesa de las Amarillas, cuyo marido falleció en Cuernavaca de un ataque de hemiplejia en 1760 y que también tomó camino para su patria poco después. La tercera, la ya mencionada Felicitas de Saint Maxent, que quedó viuda por la muerte de Bernardo de Gálvez cuando estaba embarazada. Antes de partir, quizás para su natal Nueva Orleáns, la condesa visitó la iglesia de San Fernando donde descansaban los restos de su difunto esposo y los de su tío Matías de Gálvez y dispuso que las entrañas de Bernardo fueran depositadas en la catedral, debajo del Altar de los Reyes. Desde la Edad Media fue común la costumbre de extraer el corazón de un difunto ilustre y depositarlo en un lugar venerado por él y distinto a su lugar de enterramiento.83

Las virreinas y su papel cultural, religioso y político

Como hemos visto a lo largo de este ensayo, la vida cortesana se definió, en buena medida, a partir de los patrones femeninos, fenómeno que se había dado desde sus mismos orígenes en el siglo xii. Seguramente fueron las virreinas quienes introdujeron el gusto por la poesía lírica y por los valores del amor cortés, expresiones de una concepción de la nobleza que tenía mucho de medieval. Fue en la corte virreinal donde sor Juana vivió los años de su adolescencia protegida por la marquesa de Mancera; y fue de hecho esa misma corte la que le brindó, a través de sus virreinas, protección, trabajo e inspiración durante su vida conventual. Sin embargo, la presencia de virreinas cultas y refinadas fue más bien la excepción que la regla. Tenemos que esperar hasta finales del siglo xviii para encontrar otra virreina como la Mancera o la Paredes que se distinguiera como protectora de la cultura; se trata de la argentina Juana María Pereyra y Maciel, esposa del virrey Manuel Antonio Flores, quienes durante los tres años que ocuparon el palacio (1787-1789) crearon ahí un salón de tertulias artísticas y científicas a la que acudían personajes tan connotados como José Antonio Alzate y Antonio de León y Gama.84

A diferencia del espacio cultural, en el que pocas virreinas se destacaron, el religioso fue en cambio un ámbito donde todos los cronistas mencionan algún tipo de acto realizado por la mayoría de ellas. Además de las continuas visitas ya mencionadas a los conventos de religiosas y de los regalos que les daban a sus imágenes, los diaristas registraron otras diversas donaciones de las virreinas. Antonio de Robles, muy cercano a la corte de los condes de Galve, menciona las donaciones que doña Elvira de Toledo hizo a una capilla (como los ornamentos, cáliz y adornos del altar para la de Nuestra Señora de Atocha en Santo Domingo), a un colegio (“dos joyas de oro” para el Seminario Conciliar de la catedral), o a un santuario (una lámpara y ornamento entero que costó 3 000 pesos para el santuario de los Remedios, lugar a donde la virreina iba a menudo, pasando incluso ahí temporadas largas).85

Por otro lado, el papel que tuvieron estas mujeres en las decisiones de gobierno de sus maridos no pasó desapercibido para los hombres de su tiempo y a menudo se nos muestra por medio de comentarios aparentemente marginales de los diaristas, principalmente Antonio de Robles. Narra este cronista que en 1669 el virrey Mancera entró en un fuerte conflicto con el arzobispo fray Payo de Ribera, pues éste no quiso dar la colación canónica a un grupo de curas agustinos, orden protegida del marqués. La Real Audiencia y el virrey enviaron tres provisiones para exigir al arzobispo diera la colación canónica a los frailes y de no hacerlo se le condenaría a destierro. En una situación tan tensa intervino la virreina y, señala Robles, “le dijo al virrey que si no hacía recoger las provisiones, se entraría luego ella en el convento de Santa Teresa, y que por esta causa hizo recoger [el virrey] dichas provisiones”.86

En 1700, narra el mismo diarista Antonio de Robles, al regreso de los toros ofrecidos en conmemoración de la canonización de San Juan de Dios, el conde de Santiago se dio cuenta de que detrás de su carruaje venía el del virrey Moctezuma y le dejó el paso, así como al de las damas que lo seguían, pero cuando quisieron pasar los pajes, el conde se les cerró. De inmediato salieron a relucir las espadas de los nobles que acompañaban al conde criollo y fueron recibidos con piedras por parte de los pajes del virrey. El gobernante, considerando que se había cometido desacato contra su dignidad, ordenó que el de Santiago saliera desterrado a San Agustín de las Cuevas. El caso, como muchos otros, era muestra de las tensiones que había entre criollos y peninsulares y que se manifestaban en esos temas de precedencia. Pero lo interesante es lo que agrega Robles: al día siguiente el arzobispo Ortega y Montañés quiso intervenir a favor del conde e “inclinándose a ello el virrey, salió la virreina y lo estorbó y así volvió el arzobispo sin conseguir su ruego”.87 El comentario no sólo muestra el peso político que tenían esas mujeres sino también que tal actividad era del dominio público.

Esta situación se fue haciendo más notable conforme avanzaba el siglo xviii llegando a tener algunas virreinas un comportamiento que fue considerado como escandaloso y corrupto. María Antonia de Godoy y su marido, el marqués de Branciforte, llegaron a tales grados de corrupción en la venta de cargos, los negocios sucios y el abuso de poder, que fueron removidos del cargo por el mismo ministro Manuel Godoy, hermano de la virreina, quien pese a su lazo familiar se vio obligado por la evidente corrupción y descaro con que actuó este matrimonio.88

El otro caso escandaloso fue el del virrey navarro Iturrigaray y su esposa María Francisca Inés de Jáuregui y Aróstegui, hija de su prima hermana y mucho más joven que él (tenía 22 años cuando la desposó). A su llegada a México la virreina entabló muy pronto amistad con algunas de las damas nobles del virreinato, como la marquesa de Villahermosa de Alfaro y condesa de Regla, con quien intercambiaba recetas, alhajas y joyas.89 Fue también famosa por su vida disipada (se le atribuían amoríos con algunos caballeros) y por su gusto excesivo del lujo y las riquezas, llegando incluso a conseguir caudales por procedimientos no muy lícitos; en el juicio de residencia de su marido se dice que recibió 6 533 onzas de oro como gratificación por conceder la contrata de “res-mas” de papel a un comerciante que previamente había acordado con el director de la fábrica de tabaco simular la factura.90 En un cuadro anónimo pintado alrededor de 1805 (que resguarda el Museo Nacional de Historia del Castillo de Chapultepec), aparece la virreina con su marido y sus cuatro hijos ataviada con un vestido a la moda neoclásica, con hilos de perlas sobre su cabello y un pequeño abanico en la mano.

En 1808, a raíz de los acontecimientos que llevaron al virrey Iturrigaray a prisión por su participación en la conjura organizada por los miembros del Ayuntamiento, la virreina y sus hijos pequeños fueron llevados al monasterio de monjas de San Bernardo. Su familia alcanzó al acusado virrey en San Juan de Ulúa de donde partieron a España. Cuando el exvirrey murió en 1815, después de sus juicios de infidencia y residencia, Inés de Jáuregui regresó a vivir a México con sus hijos menores y a disfrutar la tranquilidad de su amada Tacubaya. A su muerte, el 24 de junio de 1836 (tenía 77 años), fue enterrada en la Capilla del Santísi-mo Sacramento de la parroquia de ese pueblo.91

El 3 de agosto de 1821 llegaba a Veracruz Juan de O’Donojú acompañado de su esposa Josefa Sánchez Barriga y Blando, la última virreina de Nueva España. De hecho este personaje no traía el título de virrey sino el de jefe político superior y capitán general y llegaba a un país ya prácticamente tomado por los independentistas. Ante lo inevitable, O’Donojú confirmó un tratado hecho en Córdoba por Agustín de Iturbide en el que reconocía oficialmente el plan de Iguala y la independencia, que quedó autorizada el 28 de septiembre de 1821, aunque sin su firma pues el último “virrey” estaba ya para entonces muy grave. Al mes moría en México Juan de O’Donojú y su esposa quedaba en total desamparo. A España no podía regresar pues Fernando VII había reprobado la ac-tuación de su marido y lo consideró un traidor; en México logró una pensión del emperador Agustín I por los servicios prestados por su difunto esposo, pero cuando cayó el imperio ésta le fue retirada. De ser una mujer de familia rica andaluza, Josefa se volvió una indigente, cargada de deudas y viviendo de la caridad pública. Su trágica vida desde que llegó a México es el símbolo del final de una época.92

Como hemos visto hasta ahora, las más abundantes noticias sobre las virreinas se encuentran en los diarios de sucesos notables de los siglos xvii y xviii y en algunas descripciones de viajeros; por ello existen varias lagunas de información, notables en el siglo xvi y en algunas etapas del xviii. Sin embargo, las numerosas anécdotas que nos han quedado sobre la vida de la corte en esas fuentes, nos permiten reconstruir con bastante precisión la importancia que tuvieron las consortes de los virreyes en la sociedad virreinal. En esta visión panorámica podemos intuir que hubo una fuerte continuidad en muchas de las prácticas cortesanas a lo largo de los tres siglos. Sin duda entre el siglo xvi y el xviii se sucedieron profundos cambios sociales, políticos y culturales en la Nueva España y en la metrópoli y es obvio que tales cambios afectaron las relaciones de poder y la actuación de la autoridad; sin embargo, en las sociedades de Antiguo Régimen existía un profundo conservadurismo en los protocolos, valores y rituales tanto políticos como religiosos, y eso se puede notar en las prácticas cortesanas y en el papel que se le dio a las mujeres en ellas; aunque leves cambios se pueden notar a este respecto conforme avanzaba el Siglo de la Luces, estos no fueron tan substanciales como para hablar de una revolución en esta materia. Es por ello que, a pesar de las transformaciones políticas y económicas, encontramos situaciones muy similares en la actuación social de las virreinas a lo largo de los tres siglos virreinales.

En esa misma línea de continuidad y conservadurismo debemos entender también la fuerza simbólica que tenía el protocolo. La visita a un monasterio de monjas o los gestos que debían hacer los arzobispos ante la jaula de la virreina no eran sólo actos inocuos. En unas sociedades como la novohispana y las europeas, las manifestaciones externas de personajes que detentaban algún tipo de poder estaban cargadas de significados relacionados con jerarquía, prestigio, representatividad, etcétera. La teatralización, la apariencia y el aparato externo desarrollado en los rituales eran el único instrumento por medio del cual se hacía visible algo tan abstracto como el poder, la autoridad y las instituciones. Por ello, la presencia, ocultamiento o ausencia de las virreinas en los actos públicos, tanto en el palacio como fuera de él, no eran sólo meras anécdotas de la corte, tenían todo un sentido simbólico y estaban fuertemente vinculadas con discursos de poder y de género.

Por ello, a través del estudio de las virreinas, que eran consideradas modelos sociales, podemos descubrir interesantes facetas sobre el papel de la mujer en la sociedad virreinal y de su actividad en los círculos del poder. Aunque sujetas a la autoridad masculina, las mujeres de la aristocracia manejaban un amplio campo de actuación; marginadas en apariencia de las actividades políticas, tenían sin embargo una fuerte injerencia en el otorgamiento de aquellos cargos que sus maridos concedían a sus allegados. Si bien no se presentaban en los actos oficiales al lado de sus esposos, en cambio en la vida social ellas eran quienes llevaban la batuta, imponiendo patrones de comportamiento. Las virreinas, independientemente de su actuación personal, eran un modelo de lo que se esperaba de la mujer noble: ser caritativa con los pobres, visitar templos y hacer regalos a las imágenes, realizar diversos actos de piedad, obedecer a sus maridos y educar a sus hijos en los valores cristianos y en el respeto a la monarquía. Pero además de modelos, las esposas de los virreyes desempeñaban un papel simbólico, eran para los habitantes de los territorios americanos la imagen viva de la reina de España, como lo era su marido del rey. Piadosas y devotas, pero también intrigantes y calculadoras, las virreinas estaban situadas en un espacio de poder que les permitía actuar con bastante libertad, aunque siempre dentro de los lí-mites impuestos a su género por las costumbres y prejuicios propios de estas sociedades denominadas de Antiguo Régimen.

LAS VIRREINAS NOVOHISPANAS

Núm.  Nombre de la virreina  Fecha de estancia  Esposa del virrey 
Anade Castilla yMendoza  ca. 1558-64  Luis de Velasco 
Leonor de Mur  1566-1567  marqués de Falces 
Blanca Enríquez de Velasco  1585-1590  marqués de Villamanrique 
Ana Mejía de Mendoza  1603-1607  marqués de Montesclaros 
María Ana Riederer de Paar  1612-1619+  marqués de Guadalcázar 
Francisca Fernández de la Cueva  1624-1635  marqués de Cerralbo 
Antonia de Ribera Enríquez de Sandoval, condesa de la Torre  1635-1640  marqués de Cadereyta 
Antonia deAcuña y Guzmán, IImarquesa de Vallecerrato  1642-1648  conde de Salvatierra 
Hipólita Fernández de Córdoba Cardona  1650-1653  conde de Alba de Liste 
10  Juana Francisca Díez de Aux Armendáriz, IImarquesa de Cadereyta y IV condesa de la Torre  1653-1660  duquede Alburquerque (el primero) 
11  Mariana Isabel de Leyva y Mendoza, IImarquesa de Leyva y II condesa deBaños  1660-1664  marqués de Leyva y conde deBaños 
12  Leonor María de Carreto  1664-1673  marqués de Mancera 
13  María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, princesa de Mantua y XI condesa de Paredes  1680-1686  marqués de la Laguna 
14  Antonia Jiménez de Urrea  1686-1688  conde de Monclova 
15  Elvira María de Toledo  1688-1696  conde de Galve 
16  María Andrea de Guzmán y Dávila, VIII condesa viuda de Sessa  1696-1701  conde viudo de Moctezuma 
17  Juana de la Cerda y Aragón  1702-1710  duque de Alburquerque II 
18  María Antonia Ceferina Pacheco de Padilla y Aguayo  1746-1755  primer condede Revillagigedo 
19  Luisa María del Rosario deAhumada y Bruna  1755-1760  marqués de las Amarillas 
20  María Josefa de Acuña y Prado  1760-1766  marqués de Cruillas 
21  Ana de Zayas y Ramos  1783-1784  Matías de Gálvez 
22  Felícitas de Saint Maxent  1785-1786  Bernardo de Gálvez 
23  Juana María Pereyra y Maciel  1787-1789  Manuel Antonio Flores 
24  María Antonia de Godoy  1794-1798  Marqués de Branciforte 
25  María Inés de Jáuregui y Aróstegui  1803-1808  José de Iturrigaray 
26  María Francisca de Sales de la Gándara  1813-1816  Félix María Calleja 
27  María Rosa Gastón  1816-1821  Juan Ruiz de Apodaca 
28  Josefa Sánchez Barriga y Blando  1821  Juan de O’Donojú 

Este cuadro está elaborado con los datos que proporciona Ignacio Rubio Mañé, El Virreinato, 4 v., México, Fondo de Cultura Económica, 1983, y Daniela Pastor Téllez, Mujeres y poder. Las virreinas novohispanas de la casa de Austria, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Filosofía y Letras, 2013 (tesis de maestría inédita).

Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Sevilla. Es-paña. Doctor en Historia por la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. Profesor Titular C de Tiempo Completo en la Facultad de Filosofía y Letras, donde imparte los cursos La Cultura en la Edad Media, Nueva España en los siglos XVI y XVII y el Seminario de México Colonial. Es autor de numerosos libros, capítulos de libro y artículos en revistas especializadas; su más reciente obra, como coordinador y autor, es el libro colectivo La Iglesia en el México colonial.

Juana Inés de la Cruz, Inundación castálida, edición facsimilar de la de Madrid de 1689, México, UNAM, 1995, p. 31.

Ignacio Rubio Mañé, El Virreinato, 4 v., México, Fondo de Cultura Económica, 1983, v. I, p. 273 y ss.

Ver a este respecto la reciente tesis de maestría de Daniela Pastor Téllez, Mujeres y poder. Las virreinas novohispanas de la casa de Austria, México, UNAM, Facultad de Filosofía y Letras, 2013 (tesis de maestría inédita), p. 60 y ss.

Francisco Iván Escamilla, “La corte de los virreyes”, en Antonio Rubial (ed.), La ciudad Barroca, v. II de la serie Historia de la vida cotidiana en México, Pilar Gonzalbo (coord. gral.), 6 v., México, El Colegio de México, Fondo de Cultura Económica, 2004-2006, p. 371-406, p. 395.

José de Jesús Núñez y Domínguez, La virreina mexicana: Doña María Francisca de la Gándara de Calleja, México, UNAM, 1950, p. 19 y ss.

Escamilla, “La corte…”, p. 383.

Alejandro Cañeque, The King’s Living Image. The Culture and Politics of Viceregal Power in Colonial Mexico, New York, Routledge, 2004, p. 166.

Jaime Cuadriello y Fausto Ramírez (eds.), Los pinceles de la historia. De la patria criolla a la nación mexicana (1750-1860), México, Museo Nacional de Arte, 2000, p. 95.

Dalmacio Rodríguez Hernández, “Mitología y persuasión política: el arco triunfal en la entrada del virrey José Sarmiento de Valladares en Puebla (1696)”, en José Pascual Buxo (ed.), Recepción y espectáculo en la América virreinal, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Bibliográficas, 2007, p. 273-288, p. 282.

José Manuel de Castro Santa Anna, Diario de sucesos notables, 3 v., México, Imprenta de Juan Navarro, 1854 (Documentos para la historia de México, 4-6), v. II, p. 181 y s.

Ibidem: II, p.183 y ss.

Escamilla, “La corte…”, p. 387.

Virginia M. Bouvier, “La construcción de poder en Neptuno alegórico y Ejercicios de la Encarnación”, en Sandra Lorenzano (ed.), Aproximaciones a Sor Juana, México, Fondo de Cultura Económica, Claustro de Sor Juana, 2005, p. 43-54, p. 48.

Carlos de Sigüenza y Góngora, Parayso Occidental, edición facsimilar con introducción de Margo Glantz, México, UNAM, Facultad de Filosofía y Letras, Centro de Estudios de Historia de México Condumex, 1995, p. 56 y ss.

Francisco de la Maza, La mitología clásica en el arte colonial de México, México, UNAM, 1968, p. 97 y ss.

Cañeque, The King’s…, p. 35.

Inmaculada Rodríguez Moya, “Odisea en la Nueva España Las virtudes políticas y heroicas del virrey en la decoración de tres arcos triunfales”, en José Pascual Buxo (ed.), Recepción y espectáculo en la América virreinal, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Bibliográficas, 2007, p. 231-257, p. 238.

Ernesto de la Torre Villar, Instrucciones y memorias de los virreyes novohispa-nos, México, Editorial Porrúa, 1991, p. 298 y ss.

Antonio Rubial, “Las alianzas sagradas. Religiosos cortesanos en el siglo XVII novohispano” en Francisco Javier Cervantes Bello (coord.,), La Iglesia en la Nueva España. Relaciones económicas e interacciones políticas, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas-UAP, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades, 2010, p. 165-192.

Gregorio Martín de Guijo, Diario de sucesos notables, 2 v., México, Porrúa, 1986, v. II, p. 94.

Archivo General de la Nación, Indiferente virreinal, Jesuitas, caja 3572, expediente 025. Agradezco a Francisco Iván Escamilla esta referencia.

Guijo, Diario…, v. II, p. 208 y 225.

Jonathan Brown et al., Los siglos de oro en los virreinatos de América (1550-1700), Madrid, Sociedad estatal para la conmemoración de los centenarios de Felipe II y Carlos V, 2000, p. 150.

Antonio Rubial, Monjas, cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de sor Juana, México, Editorial Taurus, 2005, p. 123.

Castro Santa Anna, Diario…, v. II, p. 136.

Giovanni Gemelli Careri, Viaje a la Nueva España, introducción, traducción y notas de Francisca Perujo, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Bibliográficas, 1976, p. 117.

Guijo, Diario…, v. II, p. 169.

Manuel Romero de Terreros, Bocetos de la vida social en la Nueva España, México, Editorial Porrúa, 1944, p. 32 y 197.

Antonio de Robles, Diario de sucesos notables, 3 v., México, Editorial Porrúa, 1972, v. III, p. 60.

Escamilla, “La corte…”, p. 371 y ss.

Citada por Alberto Baena Zapatero, Mujeres novohispanas e identidad criolla (siglos XVI y XVII), Alcalá de Henares, Ayuntamiento de Alcalá de Henares, 2009, p. 154.

Citado por Baena, Mujeres…, p. 154 y s.

Castro Santa Anna, Diario…, v. II, p. 199.

Guijo, Diario…, v. I, p. 249 y ss.; v. II, p. 20.

Isabel Arenas Frutos, “¿Sólo una virreina consorte de la Nueva España? 1660-1664. La II marquesa de Leyva y II condesa de Baños”, Anuario de Estudios Americanos, Escuela de Estudios Hispano-Americanos de Sevilla, v. 67, núm. 2 (jul.-dic.), 2010, p. 551-575, p. 568.

Escamilla, “La corte…”, p. 388. Las cartas están publicadas en inglés por Meredith Dodge y Rick Hendricks, Two Hearts, One Soul. The correspondence of the Condesa de Galve (1688-1696), Alburquerque, University of New Mexico Press, 1993.

Romero de Terreros, Bocetos…, p. 74 y ss. El autor no señala la fuente documental que utilizó para narrar esta anécdota pero, como muchos de sus contemporáneos, debió sacarla de alguna referencia contenida en “papeles” de su archivo privado o del de alguno de sus amigos.

Guijo, Diario…, v. II, p. 176 y 200.

Gemelli, Viaje…, p. 114.

Robles, Diario…, v. III, p. 265.

Gustavo Curiel y Antonio Rubial, “Los espejos de lo propio. Ritos públicos y usos privados en la pintura virreinal”, en Pintura y vida cotidiana en México, 1650-1950, México, Fomento Cultural Banamex, 1999, p. 49-153, p. 94 y ss.

Robles, Diario…, v. III, p. 270 y 277.

Castro Santa Anna, Diario…, v. I, p. 14 y ss.

Antonio de Ciudad Real, Tratado curioso y docto de las grandezas de la Nueva España. 2 v., edición de Josefina García y Víctor Castillo, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1976, v. II, p. 53 y ss. (Serie Historiadores y cronistas de Indias, 6).

Castro Santa Anna, Diario…, v. III, p. 195.

Festín plausible con que el convento de Santa Clara celebró en su felice entrada a la Excelentísima Doña María Luisa, Condesa de Paredes, Marquesa de la Laguna y virreyna de esta Nueva España. Edición, estudio y notas de Judith Farré, Méxi-co, El Colegio de México, 2009 (Biblioteca Novohispana, Serie “Anejos”, 5).

Guijo, Diario…, v. I, p. 228.

Ibidem, v. II, p. 152 y ss.

Francisco de Villarreal y Águila, La Thebayda en poblado, Madrid, 1686. Citada por Pastor, Mujeres…, p. 130.

Carlos de Sigüenza y Góngora, Teatro de virtudes políticas, pról. Roberto Moreno de los Arcos, México, UNAM, 1986 (Biblioteca mexicana de escritores políticos), p. 151.

Archivo General de la Nación, Regio Patronato Indiano, Bienes Nacionales, v. 743, exp. 13 (1630). Dicho documento está citado en Pastor, Mujeres…, p. 104 y ss.

Guijo, Diario…, v. II, p. 20.

Carlos de Sigüenza y Góngora, Triunfo parténico, México, Ediciones Xóchitl, 1945, p. 133.

Gemelli, Viaje…, p. 104.

Visita del virrey Iturrigaray a la Universidad en 1803, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Estéticas, 1943, p. 14.

Ibidem, p. 12.

Fue especialmente notable la que mandó construir el primer duque de Alburquerque en 1656 para la catedral, aunque tres años antes ya se había hecho otra muy suntuosa en el templo de San Francisco para la virreina y sus damas con motivo de la fiesta del juramento de la Inmaculada Concepción. Guijo, Diario…, v. II, p. 50; v. I, p. 234.

Gemelli, Viaje…, p. 74.

Artemio del Valle Arizpe, Virreyes y virreinas de la Nueva España, México, Editorial Porrúa, 2000 (Sepan Cuántos…, 717), p. 111 y ss.

Archivo del Cabildo Metropolitano de México, Actas de Cabildo, libro 42, f. 210 v-211 v. Sesión del 5 de noviembre de 1755. Agradezco a Paula Mues este dato.

Robles, Diario…, v. II, p. 50.

Artemio del Valle Arizpe, El palacio nacional de México. Monografía histórica y anecdótica, México, Compañía General de Ediciones, 1952, p. 120 y ss.

Ibidem, p. 126.

Robles, Diario…, v. I, p. 129.

Guijo, Diario…, v. II, p. 43.

Jonathan Israel, Razas, clases sociales y vida política en el México colonial, México, Fondo de Cultura Económica, 1980, p. 254 y ss.

Guijo, Diario…, v. II, p. 67, 106, 125, 207 y 239.

Castro Santa Anna, Diario…, v. III, p. 51.

Ibidem, v. II, p. 260 y ss.

Ignacio Rubio Mañé, El virreinato, 4 v., México, Fondo de Cultura Económi-ca, 1983, v. I, p. 228 y ss.

Robles, Diario…, v. II, p. 158.

Castro Santa Anna, Diario…, v. II, p. 171.

Robles, Diario…, v. II, p. 180.

Ibidem, v. II, p. 154 y ss.

Guijo, Diario…, v. II, p. 174 y ss.

Ibidem, v. II, p. 208.

Israel, Razas…, p. 266 y ss.

Gemelli, Viaje…, p. 120 y ss.

Castro Santa Anna, Diario…, v. II, p. 232 y ss.

Ibidem, v. III, p. 92.

Cañeque, The King’s…, p. 144.

Robles, Diario…, v. I, p. 160.

Valle Arizpe, El palacio…, p. 125.

Anastasio Bustamante, Suplemento a la Historia de los tres siglos de México del Padre Andrés Cavo, México, Biblioteca Mexicana de la Fundación Miguel Alemán, 1998, p. 374.

Robles, Diario…, v. II, p. 182, 193, 230, 232.

Ibidem, v. I, p. 75.

Ibidem, v. III, p. 131 y ss.

Valle Arizpe, Virreyes…, p. 249 y ss.

José Luis Curiel Monteagudo, Virreyes y virreinas golosos de la Nueva España, México, Editorial Porrúa, 2004, p. 187.

José Joaquín Real y Heredia y Antonia M. Heredia Herrera, “José de Iturrigaray (1803-1808)”, en José Antonio Calderón Quijano (ed.), Virreyes de Nueva España en el reinado de Carlos IV, 2 v., Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1972, p. 181-331, v. II, p. 189 y 207.

Curiel Monteagudo, Virreyes…, p. 191.

Valle Arizpe, Virreyes…, p. 287 y ss.

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