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Vol. 47.
Páginas 108-121 (Enero 2013)
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¿Quién le teme a Caster Semenya?
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Hortensia Moreno
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Cuadro 1. Campeonas (mujeres) mundiales y olímpicas en la prueba de los 800 metros planos.
Cuadro 2. Campeones (hombres) mundiales y olímpicos en la prueba de los 800 metros planos.
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Aparentemente, las primeras señales de alarma las emiten las atletas que corren junto a ella: Caster Semenya corre demasiado rápido. La prueba —los 800 metros planos— dura poco menos de dos minutos. Los segundos y décimas de segundo por debajo de ese tiempo indican la posibilidad de ganar o no una carrera, romper un récord, llegar a los Juegos Olímpicos, pasar a la historia.

En el Mundial de Atletismo de 2009, en Berlín, son las atletas derrotadas por la sudafricana de 18 años las que emiten las primeras dudas: “no es una mujer”, aseguran. En seguida se levanta una ola de suspicacia que llega a los medios de comunicación mucho antes de que aparezca ninguna declaración oficial. Supuestamente, se filtra a la prensa el contenido de un fax donde decía que la Federación Internacional de Asociaciones de Atletismo (iaaf, por sus siglas en inglés) exigió se le aplicara una prueba de sexo a Semenya (Karkazis et al. 2012: 4).

El acoso contra la atleta es brutal. Ella no se cansa de declarar que es mujer ante las instituciones deportivas. Incluso después de reprobar la prueba de sexo, insiste en que es una mujer y así fue criada (Martínez-Patiño et al. 2010: 316). Hay quienes opinan que la iaaf la regó en casi todos los giros del caso. La joven tuvo incluso que esconderse para escapar del escrutinio y la humillación.

Hubo rumores de que fue sometida a un examen de dos horas durante el cual “los médicos pusieron sus piernas en estribos y fotografiaron sus genitales”. Los resultados de las pruebas supuestamente indicaron que Semenya presentaba “una condición intersexual: no tenía útero ni ovarios, sino testículos no descendidos que producían el triple de andrógenos que el nivel típico para las mujeres”. En el proceso, Semenya fue excluida de toda competencia. Finalmente, después de once meses de negociaciones, la iaaf absolvió a Semenya (Karkazis et al. 2012: 4-5). No obstante, el daño ya estaba hecho:

En la avalancha de rumores y alegatos impulsada por los medios de comunicación, Semenya fue declarada hermafrodita, aunque nunca se hicieron públicos los resultados oficiales de la investigación de la iaaf, y tales alegatos no han sido verificados después de 11 meses de suspensión y del regreso a la pista de la atleta en julio de 2010 (Vannini y Fornssler 2011: 244).

El embate contra Semenya tiene varias aristas. Una de las cuales, sin duda, es el ambiente sexista y racista que aún priva en el campo deportivo. En términos objetivos, el escándalo resulta desproporcionado porque, en función de su desempeño atlético, Semenya ocupa el puesto 14, si comparamos los 16 mejores tiempos de su prueba en competencias olímpicas y mundiales. Entre las 13 corredoras registradas que recorren 800 metros en menos de un minuto con 56 segundos, ella es la número 11. Las diez mujeres que corren más rápido que Semenya no han sido sometidas a semejante ordalía. Además, con su marca de Berlín, la joven no alcanzaría a figurar en la lista de los varones.

En este momento, el récord varonil de la prueba lo tiene el keniano David Rudisha, de 23 años, quien ganó el oro en Londres 2012 con un tiempo de 1:40.91. La más rápida de las mujeres es la checoslovaca Jarmila Kratochvílová, quien logró una marca de 1:53.28 en la ciudad de Munich en 1983. Los tiempos de los diez varones más rápidos del mundo en 800 metros van de 1:42.53 al mencionado 1:40.91; mientras que los de las mujeres van de 1:55.26 a 1:53.28.

En Berlín, Semenya ganó con un tiempo de 1:55.45. La diferencia con la mujer que ocupa el lugar número 10 en el ranking es de solo 19 décimas de segundo. Para medirse con la campeona de todos los tiempos tendría que superar su marca como en dos segundos; pero, para correr contra los hombres, tendría que bajar su tiempo en alrededor de diez segundos.

Las variaciones en el largo plazo de estos récords son mínimas: en los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna (Atenas, 1896), el australiano Teddy Flack hizo 2:11.0; cien años después, el noruego Vebjern Rodal hizo 1:42.58 en Atlanta, o sea, casi 29 segundos de diferencia. Entre 1932 (en que triunfó el británico Thomas Hampson en Los Ángeles con 1:49.7) y el momento actual, la diferencia es de apenas nueve segundos. Pero entre 1983 y 2012 ya casi no cuentan los segundos, sino las décimas de segundo, y brincos como el de Rudisha (de 1:42.58 a 1:40.91, o sea, un segundo con 67 décimas) son realmente extraordinarios.

Cuadro 1.

Campeonas (mujeres) mundiales y olímpicas en la prueba de los 800 metros planos.

  Marca  Año  Sede  Atleta  Nacionalidad 
1:53.28  1983  Múnich  Jarmila Kratochvílová  Checoslovaquia 
1:53.43  1989  Moscú  Nadezhda Olizarenko  Unión Soviética 
1:54.01  2008  Zúrich  Pamela Jelimo  Kenia 
1:54.44  1989  Barcelona  Ana Fidelia Quirot  Cuba 
1:54.68  1983  Helsinki  Jarmila Katrochvílová  Checoslovaquia 
1:54.81  1980  Moscú  Olga Mineyeva  Unión Soviética 
1:54.87  2008  Pekín  Pamela Jelimo  Kenia 
1:54.94  1976  Montreal  Tatyana Kazankina  Unión Soviética 
1:55.05  1982  Bucarest  Doina Melinte  Rumania 
10  1:55.19  1994  Zúrich  Maria de Lurdes Mutola  Mozambique 
11  1:55.19  2002  Heusden-Zolder  Jolanda Ceplak  Eslovenia 
12  1:55.26  1987  Roma  Sigrun Wodars  Alemania Oriental 
13  1:55.43  1993  Stuttgart  Maria de Lurdes Mutola  Mozambique 
14  1:55.45  2009  Berlín  Caster Semenya  Sudáfrica 
15  1:55.54  1992  Barcelona  Ellen van Langen  Países Bajos 
16  1:55.87  2011  Daegu  Maria Savinova  Rusia 

Nota: en este cuadro se muestran los 16 mejores tiempos (por debajo de 1:56) registrados. Tres atletas han ganado más de un campeonato: Jarmila Kratochvílová, Pamela Jelimo y Maria de Lurdes Mutola. Caster Semenya está entonces entre las 13 mujeres más rápidas del mundo en esta prueba.

Fuente: Elaboración propia con información de <http://es.wikipedia.org/wiki/800_metros>.

Quizá el estrecho margen de estas marcas indica que estamos muy cerca de un límite biológico, es decir, que estamos llegando a una velocidad materialmente insuperable. No obstante, quedan muchas dudas acerca de si la notable diferencia entre los desempeños de mujeres y hombres es un asunto estrictamente biológico, y hay quienes dudan de que la brecha sea totalmente explicable a partir de un irreductible dimorfismo sexual.

El incidente del que fue víctima Caster Semenya parece aportar elementos para el debate. Para empezar, se especula que Semenya fue blanco de la atención no a causa de su velocidad, sino de su apariencia, dado que no es la corredora más rápida del mundo, pero el sexo de las diez atletas que corren más rápido que ella no ha sido puesto en duda escandalosa y publicamente, quizá porque obedecen de manera un poco más complaciente a las normas convencionales de la feminidad (Viloria y Martínez-Patiño 2012: 17).

Cuadro 2.

Campeones (hombres) mundiales y olímpicos en la prueba de los 800 metros planos.

  Marca  Año  Lugar  Atleta  Nacionalidad 
1:40.91  2012  Londres  David Lekuta Rudisha  Kenia 
1:42.58  1996  Atlanta  Vebjørn Rodal  Noruega 
1:43.00  1984  Los Ángeles  Joaquim Cruz  Brasil 
1:43.06  1987  Roma  Billy Konchellah  Kenia 
1:43.30  1999  Sevilla  Wilson Kipketer  Dinamarca 
1:43.38  1997  Atenas  Wilson Kipketer  Dinamarca 
1:43.45  1988  Seíl  Paul Ereng  Kenia 
1:43.65  1983  Helsinki  Willi Wülbeck  rfa 
1:43.66  1992  Barcelona  William Tanui  Kenia 
10  1:43.70  2001  Edmonton  André Boucher  Suiza 
11  1:43.91  2011  Daegu  David Lekuta Rudisha  Kenia 
12  1:43.99  1991  Tokio  Billy Konchellah  Kenia 
13  1:44.24  2005  Helsinki  Rashid Ramzi  Baréin 
14  1:44.45  2004  Atenas  Yuriy Borzakouskiy  Rusia 
15  1:44.65  2008  Pekín  Wilfred Bungei  Kenia 
Fuente: Elaboración propia con información de <http://es.wikipedia.org/wiki/800_metros>.

Esto no quiere decir que aquellas no estén bajo sospecha. En sentido estricto, toda mujer que pretenda destacar en el universo paralelo del deporte se arriesga por definición a que su feminidad sea puesta en duda. El siglo xx volvió obligatoria, como parte institucional del espectáculo deportivo, la prueba de sexo para todas las mujeres que se atrevieran a competir en los niveles denominados como de alto rendimiento.

Caster Semenya no es la primera deportista de talla internacional que padece el escrutinio público; la gravedad del caso tiene que ver con una disputa que viene de lejos. Los medios de comunicación colocan a la atleta más destacada en lo que Vannini y Fornssler denominan un espacio mitológico: “Aunque no hay certeza en que Semenya sea intersex, o que tenga cualquier otra condición médica demostrada, es rápidamente empujada hacia un espacio liminal, un espacio donde ni es ni deja de ser”, básicamente, porque se cree que sus características corporales obstruyen “lo que se ha definido históricamente como distintivamente femenino”. Para estas investigadoras, tales características se emplean “como recurso semiótico para su abyectificación” (Vannini y Fornssler 2011: 247).

El caso de Caster Semenya opera para demostrar cómo los espacios deportivos que se construyen como naturales [...] mantienen el paradigma dominante de categorías de género binarias. El cuerpo de Semenya como sitio para la prueba produce un no-espacio en el deporte donde se vuelve carne abyecta y lo real de la exclusividad binaria sexo-género espera su confirmación o verificación (Vannini y Fornssler 2011: 254).

Una vez puesta allí —en un espacio liminal que flota más allá de lo normativo—, se le arroja fuera de la competencia con la finalidad de mantener los límites binarios de las instituciones deportivas. Aunque son las propias mujeres quienes dan la primera señal de alarma, las estrategias de la institución las afectan también a ellas, y de manera decisiva: el indicador que impregna el sentido común es que Semenya no es una mujer porque es demasiado buena atleta. Para poder ser considerada femenina, una mujer debe carecer de todo aquello que define la masculinidad normativa en el espacio atlético: fuerza, musculatura, resistencia, velocidad; por lo tanto, “Semenya no puede ser una mujer porque carece-de-la-carencia” (Vannini y Fornssler 2011: 250).

Caster Semenya es quizás el caso más famoso en el siglo xxi, pero son muchas las atletas que han padecido esta forma de la discriminación que se postula como una garantía para asegurar el juego limpio. Las prácticas discriminatorias y la segregación por sexo en el deporte protegen la existencia de nichos de actuación masculina que no pueden ser tocados por las mujeres. El interés de niñas y mujeres por participar en disciplinas competitivas se ha visto frustrado en innumerables ocasiones por una normatividad que estructura la práctica deportiva como privilegio masculino.

De esta forma, independientemente de las aptitudes individuales, el campo está dividido en dos ramas, una de las cuales (la femenil) padece una severa atrofia, relacionada con el hecho de que casi todos los deportes han estado prohibidos a las mujeres, de manera explícita y reglamentaria, en alguno de los momentos de su institucionalización, si no es que en varios.

La participación de mujeres en las competencias internacionales ha estado restringida históricamente mediante mecanismos de exclusión que van desde la prohibición explícita hasta la estructuración del campo, pasando por los códigos indumentarios, la creación de estereotipos, la estigmatización de las atletas y los ataques públicos a través de los medios de comunicación de masas. De manera muy sobresaliente, figura la denominada prueba de sexo.

El campo deportivo está permeado por una espesa red de asunciones que se dan por descontadas. Los tres principales prejuicios respecto del desempeño deportivo femenil son los siguientes: 1) una atleta mujer, por el solo hecho de su alto desempeño, está bajo la sospecha de no ser una mujer verdadera; 2) un hombre, por el solo hecho de ser varón, es superior físicamente a una mujer; 3) la verdad última de una persona está en su sexo.

El siglo xx fue testigo de una serie de interesantes fenómenos relacionados con estos prejuicios. Desde que las mujeres empezaron a participar en el deporte competitivo, se temió que varones disfrazados invadieran las pruebas femeniles. Tal invasión se controló con métodos cada vez menos aceptables, como la inspección visual de la anatomía de las atletas o la necesidad de que un equipo médico internacional llevara a cabo exámenes físicos.

En tiempos recientes, un grupo de investigación holandés (Ballantyne et al. 2012) documenta el caso de la corredora Foekje Dillema (1926-2007), quien sobresalió en la escena atlética mundial hacia mediados del siglo xx y rivalizaba con Fanny Blankers-Koen, la famosa corredora holandesa que ganó cuatro medallas de oro durante los Juegos Olímpicos de Verano de Londres, en 1948, y fue elegida como la Atleta del Siglo por la iaaf en 1999.

En contraste, la carrera de Dillema fue de corta duración, con un final dramático. En 1950, fue expulsada de por vida por la Real Federación Atlética Holandesa debido al resultado de una prueba de sexo cuyos detalles o resultados nunca fueron revelados y de la que no hay informes disponibles. Su récord nacional de 24:1 para los 200 metros planos —con el cual hubiera desbancado a Fanny Blankers-Koen— fue borrado, y sólo después de su muerte, 57 años después, fue reinstalada por la Real Federación Atlética Holandesa (Ballantyne et al. 2012: 614).

El equipo de Ballantyne, después de llevar a cabo un análisis del dna y del genotipo de la atleta (gracias a la sobrevivencia de algunos de sus efectos personales, impregnados aún con alguna sustancia suya), llega ahora a la conclusión de que “Foekje Dillema tenía un mosaico 46,xx/46,xy, con números iguales de ambos tipos de células genéticas por lo menos en la piel”, y a la conjetura de que hubiera podido tener “gónadas con la potencialidad biológica de convertirse o bien en ovarios o bien en testículos, o en ambos” (Ballantyne et al. 2012: 614).

No sabemos con claridad qué fue lo que vieron los árbitros de la Federación Holandesa en el cuerpo de Dillema, pero la práctica de descalificar a las mujeres dudosas mantuvo a las deportistas a raya durante todo el siglo con métodos cada vez más sofisticados. En el Campeonato de Atletismo de Europa en Budapest, en 1966:

Las mujeres tenían que desfilar con los genitales al aire enfrente de un panel de médicos. Este enfoque fue reemplazado por exámenes físicos, en los Juegos del Reino Unido, en Kingston, Jamaica, ese mismo año. Mary Peters, quien ganó el oro en el pentatlón de las Olimpiadas de Munich en 1972, los describe como “la más cruda y degradante experiencia de mi vida”. En su autobiografía escribe: “Se me ordenó recostarme en el sofá y levantar las rodillas. Los médicos entonces emprendieron un examen que, en la jerga moderna, equivaldría a un vil manoseo. Supuestamente, estaban buscando testículos ocultos. No encontraron ninguno y ya me fui” (Vines 1992).

Por esas fechas, este tipo de examen dejó de considerarse suficientemente confiable. “Se alegó que las características físicas no eran evidencia suficiente sobre la cual hacer una atribución absolutamente cierta. Puede haberse sentido que la disponibilidad de procedimientos quirúrgicos y hormonales para hacer que un cuerpo de varón pareciera de hembra invalidaban un examen físico” (Kessler y McKenna 1978: 53).

Ahora bien, el único caso bien documentado de un hombre que se disfrazó de mujer para competir en una prueba femenina —aunque su superioridad masculina no le permitió ganar la prueba— es el del alemán Hermann Ratjen: en 1936, en las Olimpiadas de Berlín, este muchacho, miembro de las juventudes nazis, aceptó personificar el fraude con pobres resultados.

El movimiento de las juventudes nazis quería ganadoras en las Olimpiadas de 1936. De modo que Hermann Ratjen escondió sus genitales, se puso el nombre de Dora y compitió en el salto de altura. Llegó a las finales, donde fue vencido por tres mujeres. El engaño fue descubierto hasta 1955, cuando Ratjen, que trabajaba como mesero en Bremen, contó su historia (Vines 1992).

De todas formas, ocurrieron incidentes que permitirían suponer la voluntad de algunos países por acaparar el medallero con cualquier tipo de recurso, incluso el engaño. Pero los casos sospechosos no han sido confirmados. Por ejemplo, las hermanas Irina y Tamara Press (atletas ucranianas) dejaron de competir en 1968 para no someterse al examen (Cavanagh y Sykes 2006: 83). De modo que dejan abiertas muchas preguntas: ¿eran hombres?, ¿en qué medida?, y, la más grave, ¿hubieran ganado en sus respectivas competencias? En todo caso, la preocupación de los comités directivos por asegurar que las mujeres fueran realmente mujeres se agudizó con la Guerra Fría:

Claramente, dada la experiencia pasada, los procesos cotidianos de atribución de género no eran suficientes. Era demasiado fácil para un competidor pasar [...]. En consecuencia, antes de 1968, a cada país se le solicitaba que proveyera certificación de que el sexo de sus atletas mujeres era genuino. Sin embargo, hubo cargos de que algunos de esos certificados eran fraudulentos, y de que algunos de los países competidores no estaban siendo honestos u objetivos en sus procedimientos de certificación (Kessler y McKenna 1978: 53).

Además, muchas mujeres se quejaron de que los procedimientos eran degradantes. En parte porque tales quejas escalaron, el Comité Olímpico Internacional decidió usar el moderno test científico de cromosomas. De modo que, a partir de 1968, se estableció como práctica obligatoria una prueba de laboratorio para la verificación del sexo de las atletas, la cual consiste en que:

El tejido interior de la mejilla se frota, y las células se colorean y se examinan para ver si presentan cuerpos de Barr. El número de cuerpos de Barr en una célula (probablemente el núcleo de los cromosomas x inactivos) es de uno menos que el número de cromosomas x [...]: si hay un cromosoma y, la persona es declarada no hembra e inelegible para competir en los juegos de mujeres (Kessler y McKenna 1978: 53).

La lógica —biológica— de la prueba genética de sexo implicaba que una persona con un cromosoma Y no debía competir en los juegos femeniles, pues su superioridad física le daría una ventaja injusta. Lamentablemente, la ineficacia del procedimiento empezó a cobrar víctimas muy pronto. Eva Klobukowska, quien había aprobado el examen físico en 1964 y había ganado varias medallas en los Juegos Olímpicos de Tokio, reprobó la prueba de cromosomas en la Competencia Europea de Pista y Campo, fue declarada inelegible para las pruebas femeniles y sus medallas se declararon inválidas. “Había entrado a los juegos como una mujer y, a pesar del decreto de la Federación Internacional de Asociaciones de Atletismo de que no lo era, continuó viviendo, a sus propios ojos y a los de otros, como una mujer” (Kessler y McKenna 1978: 53-54).

Por su parte, la corredora española de obstáculos María José Martínez Patiño nunca había puesto en duda su feminidad, sino hasta que llegó a Kobe, en Japón, para competir en los Juegos Mundiales Universitarios de 1985. Como todas las atletas mujeres que participaban en torneos internacionales, tuvo que hacerse una prueba de sexo genético, porque había olvidado un certificado que la autentificaba como mujer a partir de un examen anterior. Esta vez, para su asombro, no aprobó la prueba de adn: aunque Patiño es claramente una hembra desde el punto de vista anatómico, en el nivel cromosómico es un varón. Por lo tanto, fue descalificada (Lemonick 1992).

En el momento actual, la condición cromosómica de una persona no se considera ya un criterio suficiente para establecer su pertenencia al grupo de los hombres o al grupo de las mujeres, porque tener o no tener un cromosoma y es el principal factor decisivo en la diferenciación sexual humana, pero hay excepciones:

Un ejemplo destacable lo aportan las mujeres 46,xy que tienen el síndrome de completa insensibilidad al andrógeno (cAIS), cuando los testículos producen testosterona pero el cuerpo no es capaz de responder a los andrógenos (testosterona y su metabolizador más poderoso, la dihidrotestosterona) debido a una mutación en el receptor de andrógeno X-codificado [...] [E]n los deportes, se esperaría que las mujeres 46,xy cais tuvieran una desventaja comparadas con las mujeres 46, XX con un receptor de andrógeno funcional, que se benefician de la estimulación de la fuerza muscular por un alto nivel de testosterona circulante (Ballantyne et al. 2012: 615).

A diferencia de muchas otras atletas, Patiño impugnó la decisión. Esto significó dar una pelea pública, pagar más pruebas y someterse a exámenes médicos totalmente subjetivos donde los médicos “revisaron sus estructuras pélvicas y sus hombros para decidir si era suficientemente femenina para competir”. Finalmente, fue reinstalada en la iaaf y en la escuadra olímpica española (Vines 1992).

Cada año, un puñado de mujeres compartía el destino de Patiño como resultado de ciertas anomalías genéticas. En el caso de Patiño, y sin duda en muchos otros, las repercusiones fueron devastadoras y humillantes. No sólo fue expulsada de la competencia, sino que además perdió su beca atlética y vio a su novio abandonarla en la confusión (Lemonick 1992).

En 1998, la Comisión de Atletas del Comité Olímpico Internacional pidió la descontinuación de la prueba cromosómica. Esto no quiere decir que las atletas hayan dejado de estar bajo escrutinio (como lo demuestra el caso de Caster Semenya): “En lugar de esas pruebas, la intervención y evaluación de las atletas individuales por personal médico apropiado pueden ser empleadas cuando hay alguna duda acerca de su sexo” (Dickinson et al. 2002: 1539).

Durante las tres décadas en que se hizo la prueba genética de verificación de sexo a todas las deportistas mujeres de alto rendimiento ocurrieron varios fenómenos dignos de mención. Uno es que muchas atletas con resultados anormales se retiraron u optaron por someterse a una evaluación posterior para evitar el escrutinio público. Otro es que a las mujeres con anomalías genéticas se les ofreció la opción de realizarse intervenciones quirúrgicas para corregir el defecto, y algunas se sometieron a gonadectomías o a tratamientos hormonales (Dickinson et al. 2002: 1541).

El tercero tiene que ver con los resultados de estos análisis. Entre 1972 y 1984, probablemente una de cada 400 atletas mujeres fue excluida de la competencia; tan sólo en los juegos de Los Ángeles, en 1984, seis mujeres no pasaron la prueba (Vines 1992). En los juegos de verano de Atlanta, en 1996, ocho de 3 387 atletas mujeres tuvieron pruebas positivas para sry. En los juegos olímpicos de verano en Barcelona (1992), se revisó el dna de 2 406 atletas mujeres para localizar el cromosoma Y (dyzl). Las muestras positivas fueron reanalizadas para verificar la presencia del gen sry. Doce mujeres tuvieron positivos para dyzl y cinco para sry (Dickinson et al. 2002: 1541).

Es decir, según unos cálculos todavía no suficientemente demostrados, una cantidad sorprendentemente alta de mujeres deportistas presenta el denominado síndrome de insensibilidad al andrógeno o feminización testicular: sus cuerpos pueden producir más testosterona que la hembra promedio, pero sus células no responden a la hormona. No tienen razón alguna para suponer que no son genéticamente hembras y, “paradójicamente, podrían inclusive estar en desventaja competitiva en el mundo de los deportes, porque no pueden desarrollar más músculo mediante la ingestión de esteroides anabólicos” (Vines 1992).

La prevalencia de pseudohermafroditismo varonil se ha estimado en 27 de cada 11 337, o uno en 421 en las cinco olimpiadas que precedieron a Sidney, comparada con una incidencia estimada de entre 1:20 000 y 1:40 000 en la población general (Dickinson et al. 2002: 1541). Es decir, la incidencia de este tipo de trastornos parece multiplicarse por cien entre la población femenil dedicada al deporte de alto rendimiento.

¿Cómo explicar esta sobrerrepresentación de trastornos del desarrollo sexual en el campo atlético? Una posibilidad es que, en efecto —como lo supondría quien ponga bajo sospecha la feminidad de las deportistas—, la dedicación al campo esté determinada por factores de (auto)selección relacionados con esas pequeñas diferencias que vuelven un cuerpo humano competitivo en el nivel olímpico.

Otra es que, como dice Myra Hird, la mayoría de la gente “no se molesta por checar la configuración de sus cromosomas” para demostrar su autenticidad sexual (2000: 353). La pregunta sería entonces: si todas las personas nos sometiéramos sistemáticamente a pruebas genéticas, ¿aumentaría nuestro registro de la incidencia de configuraciones sexuales ambiguas? Y, ¿qué ocurriría si los atletas varones también tuvieran que pasar la prueba? Se trata aquí de preguntas que no podemos resolver más que con especulaciones.

Lo que sí es cierto es que la obligación —exclusiva para las mujeres— de demostrar que se pertenece a un sexo biológico se ha vuelto un problema serio en el campo deportivo. Entre otras razones, porque no existe un indicador puro de tal pertenencia. Ni los genitales, ni los niveles hormonales, ni la presencia de una determinada configuración cromosómica permiten en sí mismos establecer con claridad unívoca la verdad del sexo, entre otras cosas, porque tal verdad no existe como una materialidad biológica, sino más bien como una convención social, como una estructura simbólica. Es decir, la historia demuestra que el sexo se puede definir de diferentes maneras en diferentes lugares y en diferentes momentos.

Amarrar a las atletas a una definición estrecha y binaria permite cometer injusticias tan flagrantes que las propias instancias deportivas han tenido que dar marcha atrás en los procesos de destitución de estrellas atléticas de las que más bien nos deberíamos sentir profundamente orgullosas. Los ejemplos citados de Foekje Dillema, María José Martínez Patiño, Eva Klo- bukowska y Caster Semenya no son casos aislados. El anecdotario deportivo está lleno de barbaridades.

Quizá la más complicada de todas esas barbaridades provenga de la asunción del sentido común que establece la necesidad de mantener a las atletas mujeres a salvo de los cuerpos que podrían presentar una ventaja competitiva injusta. Esta asunción se combina con la peregrina idea de que el campo deportivo refleja, representa o tiene siquiera algún parecido con lo natural, cuando en realidad este terreno es un ámbito totalmente artificial.

Pensémoslo de esta manera: ¿cuál es la velocidad promedio para la prueba de los 800 metros planos? En un esfuerzo de abstracción casi imposible, pongamos en la pista a una persona adulta, sana, de proporciones corporales promedio, bien alimentada y con actividad cotidiana normal. El resultado esperable es que esta persona ni por asomo se acerque, ni siquiera remotamente, a las marcas que aparecen en los registros. No, por cierto, a las marcas de los varones, pero tampoco a las de las mujeres.

El malentendido de que todos los hombres son superiores físicamente a todas las mujeres obvia esta abstracción con impecable descaro. Si pusiéramos a competir a un señor común y corriente con nuestras campeonas, la ilusión de la superioridad masculina se vendría abajo en menos de diez segundos. Porque, para correr 800 metros en menos de dos minutos, hace falta dedicarse a esa actividad de tiempo completo, hace falta tener un entrenador, hace falta contar con una impresionante cantidad de recursos materiales y espirituales de la cual carece la enorme mayoría de la humanidad. Y sí, desde luego, hace falta contar, de inicio, con una configuración corporal privilegiada que, hasta donde vamos, no es exclusiva de los varones.

La confusión derivada de tal asunción ha generado más injusticias de las que ha evitado. Las soluciones que pueden empezarse a poner en marcha implican una discusión muy seria acerca del significado del sexo, el género, la intersexualidad, los factores de la diferenciación sexual y muchos otros temas extremadamente complejos. Dice Alice Dreger que, gracias a los avances científicos, cada vez resulta más difícil separar a los varones de las mujeres con el propósito de nivelar el campo generificado del deporte (2010: 23).

Sin embargo, todavía no es muy claro si sería conveniente abolir, de una vez por todas, la división que mantiene a las mujeres y a los hombres apartados y diferentes. Por una parte, tal división permite a muchas niñas y mujeres una participación efectiva en deportes donde de otra manera no podrían competir, por la brecha entre los desempeños varonil y femenil; también agrega “un grado de placer para muchas y muchos atletas amateur y profesionales al proveer espacios exclusivamente masculinos o femeninos” (Dreger 2010: 22).

Si la división se mantiene (como es obviamente predecible), ¿debe continuarse la política que mantiene protegido el deporte femenil de invasiones masculinas? Y en todo caso, ¿qué debe considerarse normativo y qué debe considerarse anómalo?

Las grandes atletas —como los grandes atletas— sin duda tienen físicos extraordinarios. Los atletas de elite difieren de mucha gente en una amplia gama de detalles (por ejemplo, mutaciones genéticas raras que confieren una capacidad aeróbica insólita o una espectacular resistencia contra la fatiga) (Karkazis et al. 2012: 4). Quienes ganan las competencias en los niveles olímpicos explotan alguna ventaja corporal, seguramente genética, seguramente innata. Pero a ningún corredor varón se le descalifica por el tamaño de sus fémures, y esa característica es, sin duda, una ventaja material. Ahora bien, respecto de las características detectables en las anatomías de las mujeres deportistas, ¿se puede hablar de una ventaja injusta?

El peor problema es que pruebas como las cromosómicas identifican individuos con anomalías genéticas que no producen ninguna ventaja competitiva (Dickinson et al. 2002: 1541), y, en ausencia de pruebas uniformes, la sospecha estará alimentada por pistas visuales, las cuales crearán el mismo tipo de discriminación a que fue sujeta Semenya, e incitará a las mujeres a verse tan femeninas como sea posible para escapar al escrutinio público (Viloria y Martínez-Patiño 2012: 18). Quizá, por el momento, la solución más razonable sea la que propone Alice Dreger:

Hay quienes han sugerido —y yo estoy fuertemente inclinada a aceptarlo— que la política de prueba de sexo debería ser en realidad una de verificación de género: si alguien fue criada como niña, debe dejársele jugar como mujer. En este caso, habremos aprendido a vivir con las inevitables variaciones fisiológicas entre la gente criada como mujer (Dreger 2010: 24).

Al final del cuento, Caster Semenya fue verificada como hembra de la especie. En cuanto tal, se le permitió competir en categorías femeniles una vez más y que su victoria en Berlín se sostuviera. En esa medida, Caster Semenya pasa a la historia como una de las 15 corredoras más rápidas del mundo.

La iaaf también anunció “que no divulgará los resultados de las pruebas de verificación de sexo por respeto a los derechos de confidencialidad de la atleta”. No obstante, después de que ganó sus primeras tres carreras de retorno, perdió en la del encuentro de Palio della Quercia en Rovereto, Italia, donde terminó en noveno lugar (Vannini y Fornssler 2011: 254, 255). Porque esa es una de las características de la hazaña atlética: nadie tiene el triunfo garantizado

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