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Vol. 49.
Páginas 189-194 (Abril 2014)
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Misógino feminista
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Hortensia Moreno
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La idea de convertir debate feminista en una editorial para publicar libros es antigua. Y siempre se ve un poco amenazada por el principio de realidad. Pero, como lo demuestra este libro, publicado por Océano y debate feminista, que es el tercero de una seguramente muy larga serie de volúmenes, el principio de realidad no ha sido nunca un obstáculo demasiado serio para los planes de Marta Lamas.

En segundo lugar quiero comentar el título de este libro porque, aunque parece una contradicción, lo cierto es que ajusta muy bien con su historia y con su contenido. Si un antónimo es la palabra que expresa la idea contraria de otra, entonces feminista no es el antónimo de misógino, como tampoco lo es, por cierto, machista, que con tan irritante frecuencia se le opone.

Si me ponen a mí a elegir, yo diría que el antónimo de feminista es sexista. El sexismo, como decía Bourdieu, es un esencialismo. Como tal, reclama una supremacía fundada en una propiedad permanente e inalterable: en el mero hecho de pertenecer al grupo de los hombres, los machos de la especie humana.

Virginia Woolf ilustra esta idea con una imagen encantadora en uno de los pasajes de Una habitación propia. La escritora reflexiona: cuando un hombre entra al recinto donde se realiza una reunión social, seguramente disfruta de un inefable sentimiento de orgullo por saber que la mitad de la gente ahí presente es inferior a él. Ya está: no hay nada que hacer. He ahí el sentido primordial del sexismo: las mujeres, por el solo hecho de ser mujeres, son inferiores a los varones y están destinadas a ejercer esa inferioridad en cada una de las facetas de su vida. ¡Qué tranquilidad! No hace falta demostrar nada.

Pero regresemos al grano: ni misógino quiere decir sexista, ni Monsiváis era sexista. De modo que el título de este libro es más bien un oxímoron, o sea, una figura del lenguaje en que aparecen en conjunción dos términos aparentemente contradictorios. Acá lo interesante es la apariencia. En todo caso, ¿qué quiere decir misógino?

El diccionario entrega la siguiente definición de misoginia: aversión u odio a las mujeres. El término comparte raíz con otra aversión igualmente interesante: la misantropía, un sentimiento de odio hacia el género humano. Curiosamente, el antónimo de misántropo es filántropo, pero no hay un equivalente de amor o admiración hacia las mujeres, una filoginia, por lo menos en el diccionario del español, aunque sí en la wikipedia, pero en portugués.

En fin, la aparente contradicción entre feminista y misógino tiene que ver con la personalidad ciertamente paradójica de nuestro autor. Así como misógino, de Monsi se podía haber dicho que era misántropo. Pero también humanista. Y yo me quiero a atrever en esta ocasión a bordar sobre su feminismo misógino en la certeza de que su falta de devoción abstracta por las mujeres derivaba del mismo origen que su feminismo confesado.

Basta con leer sus textos para convencerse de que el sentido rector de su estar en el mundo era de una racionalidad impecable. Lo que más me gusta de este libro es el invariable recurso a la inteligencia donde se sostienen unos argumentos que en esa pluma siempre sonaron incuestionables. El feminismo, para Monsiváis, no era solo una posición política. Era impepinable: asunto de la razón.

Conozco estos textos desde hace muchos años. A mí me tocó cuidar la edición de debate feminista de 1990 a 2000. Desde luego, cuando llegaban los textos de Monsi, se cuatrapeaban todos los planes.

Primero, Marta Lamas estaba completamente segura de que hubiera sido una herejía merecedora de la hoguera corregirle una coma, agregarle un acento, modificarle un subjuntivo. Yo desde luego, hacía todo eso sin que nadie se inmutara, porque la fuerza de los textos de Monsiváis estaba muy por encima de las quisquillosas minucias de la corrección de estilo.

Segundo, por lo general, Monsi entregaba tarde. Y desde luego, le tocaba siempre lugar estelar en la revista. Entonces había que mover todo y créanme que en aquellos entonces eso era quizá más complicado que ahora, con el sistema totalmente computarizado y todo, aunque sé que sigue siendo una monserga, ¿verdad Alina, verdad Ariadna? Pero en aquellos entonces, era de terror.

Monsiváis entregaba tarde porque tenía demasiado trabajo. Su capacidad escritural era asombrosa. Publicaba en todas partes y yo creo que siempre estaba escribiendo. Marta Lamas lo comprometía y él, me parece que siempre un poco a regañadientes, aceptaba el compromiso, pero entregaba a la hora que terminaba y no tres semanas antes de cerrar el número como hubiera sido lo ideal.

Esta, digamos, impuntualidad no afectaba en absoluto la congruencia, la coherencia, la integridad de sus escritos, porque su método de trabajo era consistente con su posición política, estética, literaria, que al final del cuento era su posición ante la vida.

Me acuerdo de una vez en que compartíamos la mesa en alguna clase de presentación de quién sabe qué asunto y, mientras las demás participantes íbamos leyendo nuestras ponencias, Monsiváis estaba escribiendo. Así como lo oyen: descarada e impenitentemente, con una pluma sobre las hojas en que traía impreso algún borrador de lo que iba a exponer en aquella ocasión. Y yo lo veía escribir y escribir mientras nosotras leíamos nuestros rollos, hasta que le tocó su turno y entonces se realizó su magia, como siempre.

Porque era el dueño de su auditorio. Y lo sabía desde esa timidez y esa modestia que lo acompañaron en, me imagino, un renovado asombro ante su éxito, ante su creciente y devoto club de fans que lo seguía en todas sus presentaciones públicas porque era precisamente un genio de la palabra. Lo cual a menudo me condujo a preguntarme por qué publicaba con nosotras. Misterio tan insondable como su misoginia, como su feminismo.

El género que más cultivó yo ahora lo catalogaría simplemente como periodismo cultural. Porque Monsiváis nunca jugó la carta de la autoridad académica. Lo cual agrega paradojas a estos textos: él, que nunca se empeñó en el reconocimiento de grados escolares o el renombre burocrático, ahora resulta que es una autoridad. Ay de aquel que no lo cite.

Su autoridad procede, entonces, de otra fuente. Escritor incansable, lector obsesivo, cultivador de una vertiente de la cultura que él volvió legítima, honrosa, prestigiada. Erudito, historiador, estudioso. No hay trabajo en este libro que no se funde en una reflexión cuidadosa, en esa modalidad de la investigación que lo convierte ahora en un referente obligado.

Porque lograba descifrar claves de la vida social a partir de una mirada incisiva, implacable, sobre la poesía, la novela, el cine, los usos del lenguaje, los gestos, la televisión, el periodismo, las declaraciones de los políticos, en fin, detalles que quizá pasaban inadvertidos para la mayoría de la gente, pero que eran tan duros, tan pesados, tan visibles. Y él poseía precisamente esa extraña clarividencia para sacarlos a relucir, para mostrarnos que no hay verso inocente ni giro azaroso. Todo significa.

Lo que yo más le agradezco a Monsiváis —y me imagino que en esto nada más formo parte de una multitud— es su sentido del humor. El humor corrosivo, inmisericorde. El humor verbal. La inagotable capacidad no de contar chistes, sino de encontrarle el chiste y la condición paródica a cualquier circunstancia de la vida nacional. El humor desestructurante. El humor desacralizante. Ese humor ácido cuya eficacia reside en escarbar la herida, meter el dedo en la llaga, destapar las complicidades y las complacencias de un mundo cultural incapaz de verse a sí mismo. Ese humor que se refleja en sus títulos larguísimos. Impuestos a contracorriente en un espacio periodístico donde la lógica se mide en líneas ágata. Y él siempre metía títulos de dos, de tres, de cuatro pisos.

Y se lo agradezco porque leerlo es un placer. Aún ahora, en este volumen que reúne artículos que van desde 1973 —es decir, hace 40 años—, publicados en La cultura en México, el suplemento de la revista Siempre!, y en la revista fem., hasta 2008 en que nos dio su última entrega para debate feminista. ¿Cómo conservar la frescura cuando lo que se cultiva es ese género que él casi casi inventó en su versión vigesímica: el periodismo cultural mexicano? Porque hay un mexicanismo acendrado en el feminista misógino, en el misógino feminista. Y así como hay contradicción aparente en el misógino, también la hay en el mexicanista, porque Monsiváis era un crítico despiadado de la idea de nación.

¿Cómo conservar esa frescura a lo largo de cuatro décadas?

Regreso al oxímoron: el Monsiváis misógino no es sexista. Y no es sexista, porque no es esencialista. Quizá porque se requiere una constitución especial para ser esencialista. Algo tal vez rudimentario. No sé. En todo caso, Monsiváis no podía ser esencialista. Era demasiado inteligente.

El sexismo, al igual que el racismo, busca atribuir diferencias históricamente construidas a una naturaleza biológica que se interpreta como una esencia de donde se deducen de modo implacable todos los actos de la existencia social. Para el sexismo no hay excepciones: la degradación de las mujeres es general y abstracta.

En comparación, la misoginia es una aversión concreta. Se aborrece la configuración de la feminidad en sus manifestaciones específicas. Si me lo preguntan, yo también soy misógina. Me irritan, me sacan de quicio a veces las actitudes y las respuestas esperadas de las mujeres, sus comportamientos típicos. Me aburren. Entiendo perfecto la misoginia. Como entiendo por cierto la misantropía. Conforme conozco más a las personas, más quiero a mis gatas.

Por eso el misógino se puede confesar feminista sin pudor, sin empacho. Y llevar su feminismo a sus últimas consecuencias, que son la escritura y la publicación de estos artículos a lo largo de cuatro décadas obstinadas. El libro se lee como una crónica. La crónica del feminismo mexicano, sus dificultades, sus triunfos, sus dilemas. Hay una voluntad de documentación histórica, de recuento puntual en estas páginas.

Más aparte, para terminar de documentar su misoginia, hay que recordar la presencia de la figura ya célebre, ya famosa, en una multitud de acontecimientos vitales para el feminismo. Más su nombre en los desplegados. Más su consejo de gurú y su asesoría fundamental en las empresas políticas y culturales de las feministas. Todo ello desde la irrenunciable mirada crítica de alguien que nunca trató de agradarnos con buenos modales o algún tipo de coquetería.

Entre las cosas que más me llaman la atención de este libro está la generosidad. La generosidad, desde luego, de su editora, pero también la generosidad intelectual del autor. Su capacidad de reconocimiento hacia un sector humano cuyas obras se consideran por tradición como de segunda categoría. Pertenecer al canon de Monsiváis es un gran honor. Están ahí las grandes cabezas. Desde Sor Juana hasta Frida Kahlo. Pasando por Simone de Beauvoir y Susan Sontag. Gigantescas y grandiosas.

Me detengo en una de ellas: Nancy Cárdenas, porque el bello escrito con que se despide de esa mujer formidable es una lección. Hay aquí un matiz de amor inefable. De amor. Una profunda, sincera, desgarrada admiración. A diferencia de lo que ocurre con la enorme mayoría de sus textos críticos, donde se estila una objetividad precisa, un alejamiento estratégico, una frialdad de relojero, acá lo que se lee es el dolor de la ausencia, la indefensión de la pérdida. Todo ello en una tonalidad serena. Como si no pasara nada.

Hay una clave simple: aquí Monsiváis escribe en segunda persona y en presente. Como si abriera una brecha secreta de intimidad. La amiga está ahí, escuchándolo, leyéndolo. Porque en este texto, Nancy Cárdenas se ha convertido en su obra. Una obra magnífica, trascendente. Hay una especie de negación de la muerte en este texto, porque se trata precisamente de la vida de Nancy Cárdenas. Al elaborar con tanto celo la crónica de esa vida extraordinaria, Monsiváis se opone a la finitud y reivindica una forma de la inmortalidad: la que solo se puede verificar en la escritura.

Y al hacerlo, me inspira a imitar aunque sea en forma deficitaria su gesto, porque la escritura le otorga a él también esa forma de la inmortalidad que él quiso constituir para Nancy Cárdenas. En efecto, ahora Monsiváis es este libro. Ahora es una escritura.

Muchas gracias

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