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Vol. 49.
Páginas 8-44 (Abril 2014)
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Ética feminista
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Alison M. Jaggar
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A lo largo de la historia de la ética occidental, el estatus moral de las mujeres ha sido un tema de discusión persistente, aunque rara vez central. Unas cuantas voces aisladas han defendido que ellas son pares morales de los hombres, pero la mayoría de las figuras dominantes dentro de la tradición ha dado argumentos ingeniosos para justificar la subordinación de las mismas. A pesar de la historia de esta controversia, la expresión ética feminista no se acuñó sino hasta los años 80, luego de que la segunda ola se había adentrado en las academias estadunidenses —y en menor medida en las de Europa occidental— a través de un conjunto crítico de filósofas para quienes el estatus de las mujeres era una inquietud ética importante. El surgimiento de esta expresión no solo puso en evidencia que era indispensable prestar atención a las mujeres y al género para comprender de forma adecuada muchas cuestiones propias de la ética práctica, sino que además reflejó la creencia reciente de que la subordinación de las mujeres tiene consecuencias profundas en la teoría ética, las cuales hasta entonces habían sido ignoradas.

La teoría ética feminista se distingue por explorar las formas en las cuales la devaluación cultural de las mujeres y de lo femenino se refleja y se racionaliza en los conceptos y métodos centrales de la filosofía moral. No todas las filósofas feministas están convencidas de que dicha devaluación demerita en gran medida la teoría ética occidental; por el contrario, algunas proponen que una u otra de las teorías existentes —quizá con algunos ajustes— es adecuada para abordar las inquietudes éticas feministas. No obstante, muchas otras defienden que la teoría ética occidental tiene un fuerte sesgo masculino. Aunque en ocasiones no están de acuerdo entre sí con respecto a la naturaleza de este supuesto sesgo o en cuanto a las alternativas existentes, su obra se caracteriza por prestar atención a ciertos temas recurrentes. Este ensayo, entonces, da seguimiento a la evolución de dichos temas y de ese modo ofrece una reconstrucción crítica del desarrollo de la teoría ética feminista occidental.

La inclusión de las mujeres en la teoría ética

La mayoría de los grandes filósofos occidentales asignaron una mayor prioridad ética a los intereses de los hombres que a los de las mujeres, con el argumento de que el papel apropiado de aquellas era apoyarlos a ellos en sus proyectos. Un tema prevaleciente desde la antigüedad es que la responsabilidad primaria de las mujeres es producir hijos para sus esposos y para el Estado, al tiempo que les proveen cuidados físicos y emocionales a los primeros. Aristóteles, por ejemplo, afirmaba que la esposa debe obedecer y servir a su esposo porque él ha pagado un precio elevado por ella. Tomás de Aquino escribió que la mujer fue creada para ayudar al hombre: “pero sólo en la procreación […] pues para cualquier otra cosa el hombre tendría en otro hombre mejor ayuda que en la mujer”. Por su parte, Rousseau aseveró que “la mujer está hecha especialmente para complacer al hombre”. Es así que las filósofas feministas han evidenciado lo que Susan Okin denomina el trato funcionalista de las mujeres en la obra de Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Hobbes, Locke, Rousseau, Kant, Hegel, Nietzsche y Rawls, entre otros (Okin 1979; 1989; Clarke y Lange 1979).

Aunque los filósofos occidentales por lo regular veían los intereses de las mujeres como algo instrumental para los hombres, consideraban que esa percepción requería justificación, la cual con frecuencia era un argumento de que en algún sentido fundamental las primeras eran menos humanas o menos perfectas que los segundos. Algunos incluso sostenían que ellas eran incapaces de alcanzar la misma perfección moral que ellos. Por ejemplo, Aristóteles argumentaba que la templanza, el valor y la justicia de las mujeres son de un tipo distinto e inferior que los de los hombres; Rousseau afirmaba que el mérito de las mujeres consiste en ostentar virtudes femeninas como la obediencia, el silencio y la fidelidad; y Kant escribió que “la virtud de las mujeres es una virtud bella frente a la del varón, que es una virtud noble”. Muchos filósofos argumentaban que la capacidad de las mujeres para razonar también era un tanto distinta e inferior a la de los hombres. Entre las figuras centrales que desarrollaron ese argumentos se encuentran Aristóteles, de Aquino, Rousseau, Kant, Hegel, Nietzsche y Sartre. Dado que la tradición occidental típicamente ha considerado la racionalidad como característica humana esencial, y con frecuencia define la agencialidad moral en términos de capacidad de razonamiento, los argumentos de que el razonamiento de ellas es inferior al de sus contrapartes masculinas ha ocasionado daños graves a las aspiraciones de igualdad de las mujeres. Asimismo, dicha tradición sugiere que ellas pueden tener menor valor moral que ellos porque su racionalidad dizque inferior las coloca en una posición más cercana a los animales y más distante de Dios; además, al implicar que las mujeres tienen menor autoridad moral que los hombres, estos argumentos proporcionan razones poderosas para poner a las primeras bajo la autoridad política de los segundos.

Incluir de forma equitativa a las mujeres como objeto de inquietud ética

En los albores del siglo xxi, una vez consagrado el compromiso con la igualdad de las mujeres en las declaraciones de derechos humanos de las Naciones Unidas, así como en varias constituciones nacionales, puede parecer poco controversial afirmar que los intereses de las mujeres deben tener el mismo valor que los de los hombres. No obstante, a pesar del palabrerío universal a favor de que las personas reciban la misma consideración moral independientemente de su sexo, las feministas señalan que, en la práctica, las políticas públicas suelen otorgar menos peso a los intereses de las mujeres que a los de los hombres. En ocasiones esta desigualdad puede atribuirse a la práctica deficiente de la teoría ética, pero en otros casos las feministas han llegado a determinar que se origina en el sesgo endémico de la teoría misma.

Uso del género en los análisis éticos

Una razón por la cual las políticas públicas exhiben con frecuencia un sesgo que perjudica a las mujeres es que suele asumirse que la igualdad de consideración hacia hombres y mujeres implica tratarlos de forma idéntica. Ignorar de forma deliberada las distinciones de sexo suele ocasionar que los análisis éticos no tomen en cuenta las diferencias moralmente prominentes entre hombres y mujeres.

Las investigaciones feministas han revelado que muchas problemáticas que en la superficie parecen no tener implicaciones distintas por cuestión de sexo, en realidad afectan a hombres y a mujeres de forma diferente, y las feministas insisten en que cualquier política pública que sea éticamente adecuada debe abordar estas diferencias. Los ejemplos de las mismas abundan; por ejemplo, las mujeres sufren más que los hombres los estragos de las guerras, aun cuando la mayoría de los combatientes son del sexo masculino. Durante el siglo xx, a medida que se multiplicó la proporción de muertes de civiles, también aumentó la tasa de mujeres que sufrieron las consecuencias, pues quienes no fueron heridas o murieron fueron desplazadas y se volvieron refugiadas. Aun en tiempos de supuesta paz, las mujeres padecen desproporcionadamente debido a las altas cantidades de dinero proveniente de la recaudación de impuestos que se asignan a gastos militares, en lugar de a servicios y programas sociales, además de que se benefician menos de las oportunidades de trabajo ofrecidas por el ejército y por industrias similares. Varias problemáticas de justicia mundial tienen implicaciones muy distintas para hombres y mujeres; entre estas se encuentran las políticas de desarrollo económico que invierten en las empresas de los hombres al tiempo que ignoran el valor del trabajo doméstico y agrícola de las mujeres, las inversiones extranjeras en industrias que se enriquecen a través de la explotación laboral de las mujeres y la importancia económica cada vez mayor de la industria del turismo y del comercio sexual que la acompaña.

Estos ejemplos ilustran que hombres y mujeres ocupan distintas posiciones en todas las sociedades conocidas y se someten a normas y expectativas sistemáticamente distintas que determinan casi cualquier aspecto de sus vidas. Todas las sociedades conocidas asignan distintas labores a hombres y mujeres biológicos, distintas responsabilidades familiares, estándares diferentes de comportamiento sexual apropiado, de vestimenta y alimentación, e incluso normas diversas de conducta física y de patrones de habla. Para distinguir estos conjuntos de normas y expectativas sociales de las diferencias biológicas entre hombres y mujeres, las feministas occidentales de finales de los años 60 se apropiaron del término género, hasta entonces perteneciente a la gramática. Defendían que, mientras que las diferencias sexuales son invariables en términos sociales, las diferencias de género varían entre sociedades, así como al interior de las mismas. Señalaban que las masculinidades y las feminidades, así como los significados sociales asignados a ser hombre o mujer diferían tanto en distintas sociedades como entre los individuos de distintas castas, clases y etnias de una misma sociedad. Trabajos teóricos feministas más recientes han cuestionado la supuesta claridad de la distinción sexo/género, y en especial la presunta naturalidad e inmutabilidad del sexo, aunque esa es una discusión en la que no profundizaré aquí.

La conciencia de que el género es una variable prominente para mucha de la práctica ética ha convencido a algunas feministas de que también es una categoría indispensable para la teoría ética. Quienes defienden esta perspectiva argumentan que a la ética no puede bastarle con conceptualizar a los humanos de manera tan abstracta que sus diferencias inevitables —entre ellas las de género— se vuelvan invisibles. Sostienen también que una teoría ética adecuada no puede conceptualizar a los humanos como seres indiferenciados e ignorar el género y las características relacionadas, como la edad, las capacidades, la clase y la raza. Entonces, más bien se requiere un aparato conceptual más complejo que refleje las diferencias inevitables entre las personas.

En contraste, otras feministas afirman que lo que se requiere para hacer análisis más adecuados de la práctica ética no es examinar la teoría, sino solo que quienes la usen tomen más en cuenta las diferencias morales sobresalientes entre distintos individuos. Las feministas liberales en particular temen con frecuencia que elevar el género al estatus de concepto de la teoría ética implicaría abandonar la insistencia feminista tradicional de que no hay diferencias morales significativas entre hombres y mujeres, con lo cual el concepto correría el peligro de caer en el juego de los sectores antifeministas. Estas liberales respaldan la postura feminista antigua de que las diferencias sexuales no deberían de concebirse más que como una propiedad accidental o no esencial que califica una esencia humana subyacente —y neutral en cuestiones de sexo—. Defienden además que la ética debería abordar las cuestiones de género solo en el primer nivel de la práctica, y no en el nivel elevado de la teoría. Más adelante veremos cómo se ha desarrollado esta disputa.

Expandir el dominio de la ética

La filosofía moral moderna ha prestado poca atención a muchos problemas de especial interés para las mujeres, sobre todo en cuestiones de sexualidad y vida doméstica. Este descuido suele racionalizarse como una bifurcación teórica de la vida social en dominio público —regulado por los principios universales del bien— y dominio privado —en el cual es posible aspirar de forma apropiada a adquirir bienes varios—. Incluso filósofos como Aristóteles, Hegel y Marx, quienes consideraban que el hogar tenía cierta importancia ética, lo representaron como una arena en la cual era imposible desarrollar del todo las cualidades más humanas.

Muchas feministas, inspiradas por el famoso eslogan de los años 60 “Lo personal es político” (y, por añadidura, ético), han cuestionado no solo la falta de atención prestada por los filósofos a los aspectos generizados de la mayoría de las cuestiones éticas, sino también su razonamiento teórico para excluir algunos de ellos por completo. Señalan que la dicotomía público/privado en el fondo está generizada, pues por tradición las mujeres han sido excluidas de lo que se conceptualiza como el ámbito público y se las ha restringido a lo que se define como esfera privada. El hogar, en ese sentido, se ha vuelto un símbolo asociado con lo femenino, a pesar del hecho paradigmático de que muchos hogares suelen ser dirigidos por hombres. Las feministas argumentan también que excluir el ámbito doméstico del dominio moral no solo es un acto arbitrario, sino que además promueve por debajo del agua los intereses de los hombres. Por ejemplo, al rechazar los recursos conceptuales para cuestionar la justicia de la división del trabajo doméstico se opaca la necesidad social y la intensidad del trabajo de las mujeres en el hogar. Asimismo, al relegar las relaciones íntimas al ámbito de lo personal o de lo subjetivo se cubre y hasta se autoriza el abuso doméstico de mujeres y niñas.

Las feministas contemporáneas han buscado expandir el dominio de la ética para incluir la esfera doméstica y también otros aspectos de la vida social. Además han planteado preguntas éticas relativas al aborto, a la sexualidad —incluyendo la heterosexualidad forzosa—, al acoso sexual y la violación, a la representación —incluyendo las imágenes de los medios de comunicación y la interpretación de las mujeres en la pornografía—, a la presentación de sí mismas —incluyendo la imagen corporal y la moda— y al papel que juega el lenguaje al reforzar, además de reflejar, la subordinación de las mujeres. Aunque la ética dominante le ha prestado poca atención a estos problemas hasta hace muy poco, todos ellos tienen consecuencias éticas significativas en las vidas de las mujeres, y a veces hasta se vuelven cuestiones de vida o muerte.

Aunque en ocasiones las feministas hablen en favor de incluir los problemas de las mujeres en el campo de la ética, su uso del lenguaje no implica que ellas reconozcan una categoría de problemas éticos de las mujeres que se distinga de los problemas de los hombres, mucho menos de los de la humanidad. Los que en la práctica suelen categorizarse como problemas de las mujeres también les competen a los hombres, pues las vidas de ambos están muy entremezcladas. Por ejemplo, la disponibilidad de leyes en favor del aborto o relativas al cuidado infantil afectan tanto a hombres como a mujeres. Los hombres también están implicados en relaciones domésticas, sexuales y personales, así como ellas están involucradas en la economía, la ciencia y la milicia, independientemente de que las primeras suelan asociarse con lo femenino y las segundas con lo masculino. La mayoría de las feministas contemporáneas afirman que, si ciertas cuestiones les afectan o conciernen más a las mujeres que a los hombres, no debe pensarse que esto es natural o inevitable, sino más bien que refleja el confinamiento a ciertas áreas de la vida, o la responsabilidad sobre estas, que culturalmente se les impone a las mujeres, así como su exclusión relativa de otras áreas.

Con la finalidad de dar el valor debido a los intereses de las mujeres, muchas feministas afirman que la teoría ética debe operar con una serie de categorías más complejas, y casi todas coinciden en que la ética debe ampliar su dominio.

Inclusión equitativa de las mujeres como sujetos morales

La cuestión de racionalidad y subjetividad moral es independiente de la cuestión de considerabilidad moral; no hay razón lógica por la cual estimar que los intereses de los niños, de las personas discapacitadas, de los animales o de los ecosistemas no deben ser moralmente iguales a los de los agentes morales racionales. No obstante, el descuido en Occidente de los intereses de las mujeres con frecuencia se ha justificado negando que estas sean agentes morales absolutos, por lo que con frecuencia se ha considerado necesario validar su subjetividad moral para demostrar que sus exigencias morales tienen el mismo valor que las de los hombres. Demostrar que las mujeres deben tener los mismos derechos políticos que sus contrapartes masculinas requiere sin duda establecer que también tienen la misma autoridad moral que ellos.

Los esfuerzos por asentar que las mujeres son sujetos morales absolutos han anticipado desde hace mucho el surgimiento de la ética feminista contemporánea. En la República (escrita en el siglo V d.C), Platón declara que algunas mujeres son capaces de ser guardianas o gobernantes; en La ciudad de las damas (1405), Christine de Pizan argumenta que las mujeres son iguales o incluso superiores a los hombres en virtudes como la sabiduría, el valor, la prudencia, la constancia y la castidad; en Vindicación de los derechos de la mujer (1792), Mary Wollstonecraft niega la existencia de virtudes propias de cada sexo e insiste en que las mujeres son tan potencialmente racionales y completamente humanas como los hombres; en Elsometimiento de las mujeres (1869), John Stuart Mill sugiere que la aparente inferioridad de las mujeres en cuanto a razonamiento y moral fundamentada en principios puede deberse a las diferencias en su socialización; y, a principios del siglo xx, Bertrand Russell afirmó que la inteligencia y las virtudes de las mujeres variaban del mismo modo que las de los hombres.

A finales del siglo xx, la defensa de que las mujeres son sujetos morales de igual manera que los hombres podría parecer tan superflua como argumentar que las primeras tienen derecho a las mismas consideraciones morales. Sin embargo, aunque ahora en todas las democracias occidentales las mujeres votan, muchas de las defensoras del sufragio femenino que lo vieron materializarse en varias de esas naciones aún siguen vivas. Las mujeres británicas recibieron el voto tras la primera guerra mundial, mas no fue en los mismos términos que los hombres hasta después de la segunda guerra mundial. Las suizas, por su parte no pudieron votar en elecciones nacionales antes de 1973, y no tuvieron sufragio en todos los distritos sino hasta los años 90. La escasez de líderes políticas sugiere que los públicos occidentales siguen teniendo poca confianza en la autoridad moral de las mujeres. Aunque las autoridades respetadas rara vez cuestionan directamente el potencial de subjetividad moral de las mujeres, la psicología moral reciente afirma que es menos probable que ellas —en comparación con los hombres— actualicen dicho potencial y alcancen niveles más elevados de desarrollo moral (véase Kohlberg 1981). Sin embargo, durante los años 80, algunas teóricas modificaron la respuesta tradicional de las feministas a dichos reclamos. En lugar de seguir insistiendo en que las mujeres eran capaces de alcanzar el mismo nivel de desarrollo moral que los hombres, comenzaron a cuestionar el estándar por medio del cual se juzga la racionalidad y subjetividad moral. Dichos cuestionamientos se exploran en las siguientes secciones.

¿Hay un sesgo masculino en la teoría ética moderna?

Cuando las feministas occidentales critican la teoría ética moderna, su blanco habitual son las teorías liberales —arraigadas en la Ilustración europea— que siguen dominando la filosofía occidental contemporánea. Dichas teorías incluyen el kantismo y sus herederas, tales como algunas versiones del contractualismo y de la ética discursiva, del utilitarismo en sus múltiples formas y, a veces, del existencialismo. Pocas feministas apoyan sin reservas las teorías neoaristotélicas, como el comunitarismo y la ética de la virtud, pero sus reservas con respecto a estas teorías hasta el momento han sido menos desarrolladas que su reticencia hacia la teoría liberal. Esto puede deberse en parte a que su crítica de la teoría liberal moderna comparte elementos en común con las críticas neoaristotélicas.

Al poner de lado las limitaciones tradicionales del reino de la ética y prestar atención a las diferencias de género, algunas feministas han logrado utilizar la teoría liberal para esclarecer una serie de cuestiones éticas prácticas que son de especial interés para las mujeres. Por ejemplo, Susan Okin usa la teoría contractual de Rawl para mostrar cómo las prácticas matrimoniales contemporáneas las discriminan (véase Okin 1989). A pesar de estos méritos, muchas feministas argumentan que la teoría ética moderna está tan infectada por el sesgo masculino que su utilidad para el feminismo es limitada. La siguiente sección del ensayo delinea una alternativa feminista influyente, y en la sección posterior presento una discusión crítica de dicha alternativa.

Los valores de una teoría moderna éticamente inadecuada

A pesar de sus diferencias, las teorías éticas de la Ilustración tienen mucho en común; fundamentalmente comparten un compromiso con el valor moral igualitario de todo individuo humano. En la tradición kantiana, este valor se expresaba al reconocer el valor de la autonomía de cada individuo; por su parte, en la utilitaria se expresa al asignar el mismo peso a la felicidad de cada individuo. En ambas tradiciones, acceder a este valor requiere una ausencia de paternalismo expresada por la falta de interferencia en las vidas de otros (véase Baier 1987).

Pocas feministas rechazan del todo los valores éticos modernos, y algunas incluso les dan buen uso al argumentar que las mujeres tienen el mismo derecho que los hombres al respeto y a la autonomía. No obstante, aun cuando las feministas apoyan los valores modernos, con frecuencia proponen que las interpretaciones más aceptadas de los mismos requieren ser examinadas. Por ejemplo, algunas culpan a las interpretaciones habituales de la teoría kantiana de asumir que la autonomía es una propiedad natural que poseen todos los adultos normales, en lugar de reconocer que es un potencial que solo es viable en el contexto de una comunidad.

Una objeción más esencial a la teoría ética moderna es que con frecuencia genera prescripciones éticas que, según sus críticas, son moralmente repelentes para muchas mujeres. Dichas críticas no atribuyen la supuesta incompatibilidad entre teoría ética y sensibilidades morales de las mujeres a la aplicación inadecuada de dichas teorías ni mucho menos a las deficiencias en la sensibilidad femenina. Por el contrario, afirman que los valores liberales aportan una visión ética empobrecida al ofrecer un modelo de interacción humana que, si acaso, solo es apropiado para un dominio limitado de la vida y que, en el peor de los casos, justifica para algunos a nivel racional la carencia de humanidad. Por ejemplo, Baier señala que “la no interferencia puede equivaler a negligencia, en especial en el caso de quienes están en una posición de relativa indefensión, como los muy jóvenes, e incluso entre iguales puede ser aislante y alienante” (Baier 1987: 48–49).

La imparcialidad es un valor nuclear de la teoría ética moderna, pero desde los 80 ha sido cuestionada tanto por comunitaristas como por algunas feministas. Aunque sus críticas tienen puntos en común, no son idénticas. El ideal de imparcialidad requiere que cada individuo reciba la misma consideración, independientemente de las conexiones o lealtades subjetivas de un agente hacia individuos específicos. Algunas feministas argumentan que este ideal no es plausible, puesto que es imposible a nivel psicológico que el pensamiento humano se desprenda de su contexto de origen o de las pasiones y los compromisos que lo motivan (véase Noddings 1984; Young 1990: 103–105). Otras críticas, tanto comunitarias como feministas, argumentan que el ideal de imparcialidad tiene defectos morales, pues conlleva la disposición de sacrificar a quienes amamos en favor de principios abstractos y de extraños ausentes. Algunas argumentan que tratar a las personas como si fueran equivalentes en términos éticos niega el significado moral de la individualidad, el cual justamente valora lo que hace única a cada persona (véase Sherwin 1987). Según estas críticas feministas, enfatizar en exceso la imparcialidad subestima los valores personales que son mucho más fundamentales para una buena vida humana.

Concepciones modernas del sujeto moral como irreal y repelente

La teoría ética moderna suele utilizar la concepción neocartesiana del sujeto moral como agente que en esencia es racional. Aunque los/as canonistas asumían que los agentes morales eran miembros encarnados de las comunidades, consideraban que los cuerpos de las personas y la pertenencia comunitaria eran propiedades accidentales o contingentes que no eran relevantes para sus exigencias de subjetividad moral.

Algunas feministas han descubierto que la concepción moderna de sujeto es un recurso valioso para defender que las mujeres son agentes morales completos, a quienes no se debe descalificar ni por sus cuerpos de mujeres ni por su frecuente estatus social de dependencia. Una vez aceptada dicha concepción moderna, insisten en que las mujeres son igual de capaces que los hombres de trascender los límites de su propio cuerpo, y argumentan que la asociación que hace la filosofía occidental de hombre con mente y de mujer con cuerpo no tiene fundamento defendible alguno. Desde su punto de vista, dicha asociación no sirve más que para racionalizar la dominación política masculina, así como los mecanismos sociales que les asignan a las mujeres la responsabilidad primordial de cuidar de las necesidades corporales.

Otras feministas adoptan una postura crítica de la concepción individualista, racional y abstracta que tiene la teoría ética moderna del sujeto moral. Estas suelen enfocarse en la devaluación moderna del cuerpo que señalan como contribuyente importante de lo que perciben como las fallas de la ética de la Ilustración. Asimismo, argumentan que devaluar el cuerpo, en contraste con la mente, ha fomentado que la teoría ética ignore muchos aspectos fundamentales de la vida humana y plantee ideales inalcanzables por los seres humanos. El menosprecio del cuerpo, desde su punto de vista, aleja la atención de las diferencias corporales entre individuos —como edad, sexo y capacidades— y promueve que a la gente se la considere indistinguible e intercambiable. La reflexión ética sobre la corporización debería revelar que la inequidad, la dependencia y la interdependencia, la especificidad, el arraigo social y la comunidad histórica deben ser reconocidas como características permanentes de la vida social humana, y que buscar trascenderlas es una pérdida de tiempo. En lugar de dedicarle tanta atención a ideas abstractas como igualdad, autonomía, generalidad, individuos aislados, comunidades ideales y condición humana universal, muchas feministas argumentan que la teoría ética debe prestarle más atención a los cuerpos de las personas. De este modo, la teoría podría reconocer los problemas éticos centrales de vulnerabilidad, desarrollo y mortalidad, en lugar de la invariabilidad; los problemas de temporalidad y ubicación, en vez de la atemporalidad y la inubicabilidad; los de particularidad, en lugar de la universalidad, y los de interdependencia y cooperación, en lugar de la independencia y la autosuficiencia.

Concepciones modernas de racionalidad moral: irrealizable o patológica

La ética de la Ilustración considera la racionalidad tanto una propiedad natural inherente a todos los adultos humanos normales como la única guía confiable para distinguir el bien del mal. Al considerar que las emociones contaminan la razón pura, aquella define la racionalidad moral en términos de las capacidades de los individuos para examinar con objetividad los intereses de todos los afectados por cualquier circunstancia, y así superar la tendencia humana supuestamente normal de inclinarse por los intereses propios. Algunas feministas disputan los elementos tanto descriptivos como prescriptivos de esta perspectiva. A nivel descriptivo, desafían la suposición de que la gente en su mayoría se engrandece a sí misma, la cual consideran que es facilitada por el desinterés liberal hacia la corporización humana. En vez de eso, sostienen que los significados sociales vinculados a las características corporales, como la genealogía, la edad o el sexo dan como resultado individuos corporizados que desarrollan identidades morales que no son meramente abstractas y universales, sino que también están definidas por las relaciones sociales implicadas en los significados asignados a varios cuerpos específicos. Los individuos con identidades morales relacionales no son propensos a hacer una separación abrupta entre sus propios intereses y los de otros, sino que es más factible que los motiven las consideraciones de vínculos particulares que las preocupaciones abstractas del deber; más el cuidado que el respeto, y más la responsabilidad que el derecho.

Para las feministas que critican la teoría ética moderna, las propensiones de la gente a cuidar de otros y a considerar que sus propios intereses están vinculados con los de otros no son meras debilidades que haya que superar a través del razonamiento moral. Baier cuestiona lo que llama racionalismo o intelectualismo de la teoría moral moderna, el cual asume que no debemos preocuparnos por las pasiones de las personas, siempre y cuando tengan la voluntad racional de controlarlas.

Esta imagen kantiana de una razón controladora que dicta las pasiones potencialmente insumisas también tiende a parecer menos útil cuando se nos hace pensar en qué tipo de persona necesitamos para desempeñar el papel de padre/madre o queremos para cualquier tipo de relación cercana. Quizá sea importante que la figura paterna ejerza un control racional sobre su impulso violento de matar a golpes a un hijo cuyo llanto lo hace rabiar, pero la mayoría de las teorías psicológicas indican que al parecer la madre o cuidador primario, o sustituto de los padres, requiere más que un simple control de tan terribles pasiones. Las madres y los padres necesitan amar a sus hijos, no solo controlar su irritación (Baier 1987: 55).

En la siguiente sección veremos que algunas feministas niegan que las emociones necesariamente subvierten la razón moral más bien consideran que son indispensables para ella.

En la ética moderna, la imparcialidad no es solo un ideal sustantivo, sino también una característica determinante de la racionalidad moral que provee condiciones necesarias y a veces suficientes para la acción correcta. Ya hemos visto que algunas feministas cuestionan la esencia de este ideal, y que otras pueden aceptar las premisas básicas de la intuición ética, pero señalan que el concepto es demasiado indefinido como para guiar las acciones correctas. Los filósofos morales modernos han aportado una gran variedad de recomendaciones para lograr la imparcialidad, como descartar las motivaciones por intereses propios o adoptar un punto de vista ajeno, pero varias críticas feministas han argumentado que no son nada útiles puesto que no es posible ponerlas en marcha en términos operativos. Por ejemplo, Marilyn Friedman señala que la naturaleza limitada de la experiencia de los individuos y de su familiaridad con el pensamiento ajeno hace bastante improbable que cualquier persona real (en comparación con un arcángel) pueda proyectarse imaginariamente en los zapatos del otro, mucho menos en los de varios; asimismo, tampoco podría determinar su nivel de éxito quien emprendiera esta hazaña imaginaria. Friedman concluye que las concepciones filosóficas de imparcialidad que tenemos al alcance no son una guía práctica para la justificación moral. Por ello, sugiere que quienes desean hacer lo correcto se enfoquen más bien en la parcialidad y se concentren en eliminar sesgos particulares e identificables en su pensamiento (Friedman 1993: 31).

La supuesta masculinidad de la ética moderna

¿Por qué algunas feministas alegan que los valores distintivos de la teoría ética, su concepción del sujeto moral y su idea de la razón moral son particularmente masculinos? ¿Qué tiene de específicamente masculino valorar la igualdad, la autonomía y el respeto, así como entender a los sujetos humanos a partir de la mente y no del cuerpo, y analizar la razón moral en términos de imparcialidad desapasionada? Desde hace mucho, los críticos marxistas han argumentado que la ética moderna se fundamenta en una concepción individualista y posesiva de la naturaleza humana que representa a los humanos como entes que en esencia están separados unos de otros, que tienen un apetito insaciable e intereses que suelen estar en conflicto, además de haber señalado que dicha concepción refleja las relaciones mercantiles adversas de la sociedad burguesa. Las feministas han aceptado buena parte de esta postura, pero han agregado el reclamo de que los hombres son más propensos que las mujeres a entender la naturaleza humana en esos términos tan antagónicos (Gilligan 1982). Pocas de ellas le atribuyen esta supuesta diferencia a la perspectiva de las diferencias psicológicas innatas entre sexos; en vez de eso, la explican en relación a las situaciones sociales contingentemente distintas de hombres y mujeres. Algunas se apoyan en la teoría neofreudiana de la relación de objetos, la cual apela a patrones generizados de parentalidad para sostener que la preocupación por la separación es distintivamente masculina. Por su parte, otras argumentan que la indiferencia hacia el cuerpo es un lujo disponible solo para aquellos individuos cuyos cuerpos son normativos o que han sido liberados de la responsabilidad primaria del mantenimiento corporal.

Fundamentar la ética en un modelo de naturaleza humana que refleje las experiencias distintivas y los valores de los hombres es problemática sobre todo porque valoriza las perspectivas éticas de un solo segmento de la población. Las feministas arguyen asimismo que el modelo dominante no logra describir con exactitud la psicología moral de la mayoría de las mujeres, pero tampoco la de muchos hombres. Por lo tanto, es probable que la ética basada en postulados empíricos falsos derive en ideales y epistemologías irrealizables. Asimismo, una teoría ética basada en una imagen masculina de la naturaleza humana devalúa las dimensiones simbólicas femeninas de la vida humana e ignora visiones éticas más femeninas que promueven una imagen de la vida ética que a muchos puede resultarles repelente, en especial a muchas mujeres. Además de potenciar una visión ética excluyente, limitada y repugnante —para muchos—, la teoría ética moderna impugna la autoridad moral de quienes no coincidan con ella y la etiqueten como aberración moral inmadura o irracional (Gilligan 1982). Para las feministas que la critican, la teoría ética moderna propone una visión ética con sesgo masculino que se justifica con una epistemología moral igual de masculinizada.

Algunas feministas acusan a la ética moderna de ser, a fin de cuentas, masculina, pues proyecta la devaluación que hace de las mujeres y de la experiencia femenina en el universo en general. Además, proviene de una tradición filosófica occidental más amplia que interpreta la realidad a través de dicotomías conceptuales como cultura/naturaleza, trascendencia/inmanencia, permanente/invariable, universal/particular, mente/cuerpo, razón/emoción y público/privado. Al asociar el término más valorado con la masculinidad y el menos apreciado con la feminidad, la teoría ética occidental inscribe la hostilidad cultural hacia las mujeres en su reflejo de la realidad absoluta.

La experiencia de las mujeres como paradigma de la ética

En respuesta a la acusación de que la teoría ética moderna asume como normativa la experiencia masculina, algunas feministas estudiosas de la ética han buscado tomar la experiencia de las mujeres como paradigma, o al menos como punto de partida. El ejemplo más conocido de esta postura es la ética del cuidado, la cual idea una perspectiva moral que surge de las experiencias características de las mujeres al atender a otros, en especial en el caso de la crianza de menores de edad (Gilligan 1982; Noddings 1984; Ruddick 1989; Held 1993). Aunque el proyecto de extraer una ética de la experiencia femenina suele asociarse con la ética del cuidado, unas cuantas feministas se oponen al énfasis que en el contexto del cuidado se pone en la crianza o en la maternidad, y buscan derivar una ética de otras facetas de las experiencias de las mujeres. Por ejemplo, Sarah Lucia Hoagland se inclina por extraer un nuevo valor a partir de su reflexión sobre las vidas de mujeres lesbianas (Hoagland 1989).

Dado que la ética feminista suele identificarse con la del cuidado, vale la pena enfatizar que ni esta última ni el proyecto de fundamentar la teoría ética solo o en gran medida en la experiencia de las mujeres debe considerarse ortodoxia feminista. No obstante, he decidido dedicar bastante espacio a la ética del cuidado porque representa el desafío más conocido y radical que han hecho las feministas a la ética moderna. Además, sostiene que prestar atención a la experiencia moral de las mujeres agrega valores que son superiores en términos éticos a aquellos que son característicos de la modernidad, además de que promueve concepciones más adecuadas de subjetividad y racionalidad morales.

Apreciar los valores implícitos en la práctica ética de las mujeres

Las partidarias de la ética del cuidado suelen defender que se le debe dar prioridad ética a los valores que ellas consideran centrales para las prácticas femeninas de la crianza y, sobre todo, de la maternidad. Entre estos se encuentran la sensibilidad emocional y la capacidad de respuesta a las necesidades de otros en particular, la intimidad y la conexión, la responsabilidad y la confianza. La ética moderna siempre ha temido que la justicia se trastoque si se le adjudica demasiado peso a estos valores, pero los ha aceptado en el que pareciera ser su lugar adecuado; es decir, dentro del dominio limitado de las relaciones personales íntimas. A nivel epistemológico, les ha asignado un papel igual de menor como posibles motivadores de la acción correcta. Ahora bien, la mayoría de las especialistas en la ética del cuidado rechazan esta relegación a lo que Benhabib denomina los márgenes de la ética y, en lugar de eso, plantean que los valores asociados con el dominio privado se vuelvan más prominentes tanto en la teoría como en la sociedad en general. Por ejemplo, Virginia Held se plantea cómo exportar a la sociedad las relaciones pertinentes para las personas maternas y las/os niñas/os (Held 1993), mientras que Sara Ruddick analiza cómo “el pensamiento maternal” tiene capacidad para promover una política de paz (Ruddick 1989), y Joan Tronto argumenta que los cuidados pueden ser un ideal tanto político como ético que describe “las cualidades necesarias para que los ciudadanos democráticos vivan bien juntos en una sociedad plural” (Tronto 1993: 161–162).

“Feminizar” al sujeto ético

Hemos visto que la ética moderna está dominada por un modelo neocartesiano del sujeto desencarnado, asocial, unificado, racional y en esencia similar a todos los otros; asimismo, hemos visto que algunas feministas aceptan este modelo, pero que otras tantas lo cuestionan. Al desarrollar sus cuestionamientos, estas feministas toman el conocimiento de varias tradiciones, como el marxismo, el psicoanálisis, el comunitarismo y el posmodernismo, pero en particular han sido influenciadas por la obra de psicólogas como Jean Baker Miller y Carol Gilligan. Esta última aseveró que las mujeres y las niñas tienden a considerarse conectadas a otras personas y a temerle al aislamiento y al abandono, a diferencia de los hombres, de quienes se dice que se ven a sí mismos separados de otros y que le temen a los vínculos y a la intimidad. Gilligan afirmó que la concepción de las mujeres de sí mismas como seres relacionales les hace tener inquietudes morales distintas y las alienta a interpretar los dilemas morales como conflictos de responsabilidades más que de derechos, así como a buscar resolver dichos dilemas de forma tal que se reparen y fortalezcan las relaciones, a practicar cuidados positivos en lugar de no intervenciones respetuosas y a dar prioridad a los valores personales del cuidado, la confianza, la atención y el amor por otros en particular que a los principios impersonales de igualdad, respeto, derechos y justicia. Muchas teóricas éticas feministas defienden un modelo del yo que se considera relacional, y argumentan que dicho modelo es mejor que la concepción cartesiana para entender no solo a las mujeres, sino también a los hombres; contrario a la perspectiva de la naturaleza humana presupuesta por la ética moderna, todos los seres humanos son interdependientes, están restringidos y no son iguales. Por lo tanto, algunas feministas arguyen que una concepción relacional de la subjetividad moral es más adecuada a nivel empírico que un modelo atomístico, y además produce una ética más aceptable (Whitbeck 1984). Para ellas, la conciencia masculina es en realidad una conciencia falsa.

Repensar la racionalidad moral

El estilo de razonamiento moral asociado a la ética del cuidado suele contrastarse con aquel característico de la ética de la justicia. Mientras que el razonamiento sobre la justicia se enfoca sobre todo en la estructura de una situación ética y descarta de manera deliberada las identidades específicas de los individuos implicados, la ideología del cuidado se caracteriza por una distintiva orientación ética hacia las personas en particular. Dicha orientación tiene dimensiones tanto afectivas como cognitivas: los individuos que cuidan se preocupan por el bienestar del otro, al tiempo que intuyen perspicazmente cómo está el otro. Contrario al razonamiento sobre la justicia —el cual se representa como apelando a principios morales universalizables que guían los cálculos imparciales de quién tiene derecho a qué—, las explicaciones de la ideología del cuidado enfatizan su capacidad de respuesta a situaciones particulares cuyas características morales sobresalientes se perciben con una agudeza que se cree que es posible gracias a la postura emocional de empatía, apertura y receptividad del/la cuidador/a (Blum 1992).

Quizá la cualidad más distintiva y controversial que se le atribuye a la ideología del cuidado es su particularidad; esto no solo implica que aborda las necesidades ajenas en su especificidad concreta, sino que además no está mediada por principios generales. El cuidado ve a los otros como individuos únicos e irremplazables, en lugar de como otros generalizados que no son considerados más que representantes de una humanidad común (Benhabib 1992). Dicha capacidad de respuesta requiere prestar tanta atención a aquello que distingue a las personas entre sí como a las formas en las cuales esas personas son iguales. Otro aspecto de la particularidad del cuidado es que sus conclusiones no son universalizables; es decir, no conllevan la implicación de que alguien más en una situación similar debe actuar de forma parecida. La particularidad radical de la ideología del cuidado desafía una suposición fundamental de la ética moderna: que para valorar las acciones o las prácticas particulares se requiere apelar a principios generales.

Los partidarios de la ética del cuidado se resisten a reducir los cuidados a una mera respuesta emotiva. Tampoco los consideran meros motivadores para la acción correcta —la cual es determinada por un proceso de cálculo racional—, sino que también los perciben como una cualidad moral distintiva con dimensiones cognitivas necesarias para determinar cuáles acciones son moralmente apropiadas (Blum 1992). El cuidado no es racional en el sentido de ser egoísta, desapasionado o deductivo, aunque Nel Noddings afirma que “la racionalidad y el razonamiento implican más que la identificación de principios y la aplicación deductiva de los mismos” (Noddings 1990: 27). Los defensores de la mentalidad del cuidado consideran que este último es racional en el sentido amplio de que es una forma distintivamente humana de involucrarse con otros; por lo tanto es valioso en sí mismo (en sentido ético) y tiende a producir acciones moralmente apropiadas.

Teoría ética: ¿femenina o feminista?

La ética del cuidado ha revelado algunas brechas y sesgos en la ética moderna, muchos de los cuales son atribuibles a la exclusión teórica de las experiencias e inquietudes de las mujeres. Una teoría ética más adecuada debería, desde mi punto de vista, desarrollar ciertos medios para incluir las perspectivas morales de las mujeres, así como las de otros grupos devaluados o marginados. No obstante, considero que la forma en la que hasta la fecha la ética del cuidado ha desarrollado la ética desde la perspectiva de las mujeres es problemática tanto en lo que respecta al principio metodológico como en la práctica ética.

¿Puede hacerse teoría ética a partir de las experiencias de las mujeres?

Los intentos por extraer teorías éticas de las experiencias empíricas reflejan la convicción naturalista de que los ideales filosóficos deben ser compatibles con las sensibilidades morales de la gente. Desde esta perspectiva, la aparente divergencia entre teoría y práctica éticas no puede descartarse de inmediato como un fallo de la práctica. Asimismo, una teoría ética que responda a las preocupaciones feministas requiere que se preste especial atención a la experiencia ética de las mujeres para que sea posible reconocer las capacidades hasta ahora devaluadas de las mujeres en tanto agentes morales.

Aunque considero que estas disputas son correctas, es necesario recordar que los acercamientos naturalistas a la teoría ética traen consigo peligros morales característicos. Uno de ellos es el convencionalismo, el cual toma valores y formas de pensar aceptados para justificarse a sí mismo. Ligado a él está el relativismo, el cual defiende que lo que es permisible en términos morales varía según las distintas comunidades morales. Tanto el convencionalismo como el relativismo son problemáticos para el feminismo, pues entran en conflicto con su oposición firme a todas las formas de dominación masculina.

Además de estos riesgos morales, el naturalismo ético enfrenta una cantidad considerable de problemas metodológicos. Uno de ellos es que el término experiencia ética es tan amplio que no es muy claro cómo debe investigarse. Otro es que lo que la gente dice sobre la ética es muy poco confiable como guía de sus acciones. Asimismo, es difícil encontrar confirmación empírica de las generalizaciones sobre la experiencia moral de grupos grandes y diversos, como los de mujeres o de lesbianas, aun cuando estas generalizaciones sean expresadas por filósofas, algunas de las cuales se identifican como lesbianas.

Los problemas metodológicos subyacen muchos debates feministas acerca de cómo debe caracterizarse la experiencia ética de las mujeres, los cuales emergen con especial claridad en el caso de la ética del cuidado. Hemos visto que las teóricas del cuidado afirman que las experiencias culturalmente femeninas como la crianza sientan las bases para una visión ética muy distinta de la promovida por la teoría ética moderna. No obstante, en nuestra compleja sociedad moderna las generalizaciones categóricas sobre las experiencias de hombres y de mujeres son sospechosas desde un principio. Las situaciones de vida tanto de hombres como de mujeres en las sociedades occidentales contemporáneas exhiben amplias variaciones según clase, raza/etnia y hasta generación, por lo que parece muy improbable que todas o casi todas las mujeres compartan una perspectiva moral distinta de la de todos o casi todos los hombres. De hecho, varias investigaciones sobre la validez empírica de las reivindicaciones que hacen las teóricas del cuidado no han logrado confirmar que exista un vínculo entre el género y los cuidados. Por ejemplo, cuando se correlaciona la educación y ocupación de los sujetos, las mujeres suelen obtener casi los mismos resultados que los hombres en evaluaciones de desarrollo moral orientadas a la justicia, siendo las mujeres que trabajan en el hogar las principales representantes femeninas de las perspectivas del cuidado. Además, se ha identificado que muchos hombres, al igual que muchas mujeres, emplean la mentalidad del cuidado, sobre todo hombres de clases bajas y de color. Por estos motivos, Marilyn Friedman argumenta que la ética del cuidado es femenina en un sentido más simbólico o normativo que empírico; es decir, en lugar de reflejar las disposiciones empíricas de las mujeres hacia la empatía, la sensibilidad y el altruismo, sugiere que el cuidado expresa la expectativa cultural de que ellas sean más empáticas, sensibles y altruistas que los hombres (Friedman 1993: 123–124).

Defensas recientes de la ética del cuidado reconocen que algunas mujeres piensan en términos de justicia y algunos hombres lo hacen en términos de cuidado, pero aun así asocian el cuidado con las mujeres porque consideran que la perspectiva del cuidado emerge de formas de socialización y práctica que, en nuestra sociedad occidental contemporánea, son predominantemente femeninas. Entre estas se encuentran la crianza de los/as hijos/as, la atención de los/as ancianos/as, el mantenimiento de un ambiente hogareño servicial y los cuidados médicos. Joan Tronto argumenta que la ética del cuidado no solo se asocia con el género, sino también con la raza y la clase. Esta autora vincula la perspectiva ética del cuidado con la labor de mantener y limpiar el cuerpo, tareas que en la historia occidental han sido relegadas sobre todo a las mujeres, aunque no a todas ni solo a ellas. Dicho trabajo de cuidados es desempeñado no solo por mujeres, sino también por miembros de la clase obrera y sobre todo, en buena parte de Occidente, por personas de color (Tronto 1993). El análisis que hace Tronto del surgimiento social de la mentalidad del cuidado encaja bien con el argumento que hace Lawrence Blum de que la ética de la justicia expresa una perspectiva jurídico-administrativa que sin duda es masculina, pero que solo refleja las inquietudes de parte de los hombres, en particular de los pertenecientes a sectores profesionales y administrativos (Blum 1982). En conjunto, las premisas de Tronto y de Blum sugieren que tanto la ética de la justicia como la del cuidado no solo están determinadas por el género, sino también por la raza y la clase.

¿La experiencia moral de las mujeres es criterio confiable para la teoría ética feminista?

En la sección anterior, señalamos algunas dificultades para determinar con precisión qué es la experiencia moral de las mujeres. Aun si damos por sentado que la ética del cuidado es en cierto sentido femenina, no es suficiente para distinguirla como una ética feminista, puesto que el feminismo suele ser crítico de lo femenino. Una condición necesaria para que una teoría ética sea feminista es que proporcione recursos conceptuales adecuados para criticar todas las formas de la dominación masculina, por lo que algunas feministas, entre las cuales me incluyo, dudamos de que la ética del cuidado nos aporte dichos recursos.

Una inquietud planteada por una serie de filósofas feministas es que la ética del cuidado no sospecha lo suficiente del desacierto moral característicamente femenino del autosacrificio. Por ejemplo, el argumento de que cuidar del propio agresor puede ser más patológico que virtuoso en términos morales y el hecho de que Noddings justifique la responsabilidad de cuidar de una misma solo para los fines instrumentales de mantener la capacidad de cuidar a los demás ha llevado a algunas feministas a referirse al cuidado como una forma de moralidad del esclavo (Card 1990).

Del característico enfoque de los cuidados en las necesidades específicas de determinados individuos surgen otros problemas. Las situaciones moralmente problemáticas descritas por las teóricas del cuidado por lo regular involucran solo a unos cuantos individuos e implican que el agente responde a otros a quienes reconoce por sus particularidades concretas. Varias críticas se han preguntado cómo puede este modelo de racionalidad moral evitar la parcialidad del agente hacia ciertos otros a quienes conoce. También han cuestionado si la reflexión sobre cuidado es capaz de abordar problemas mundiales o sociales a gran escala que implican a grupos muy grandes de personas a quienes un solo agente no podría conocer a título personal.

En lo personal me preocupa que la reflexión sobre cuidado distorsione nuestra comprensión de algunas situaciones moralmente problemáticas. El enfoque limitado de los cuidados es valioso para fomentar la conciencia de la complejidad moral y de la responsabilidad individual en situaciones a pequeña escala, pero quizá puede oscurecer la percepción frente a situaciones de grandes dimensiones que sientan las bases para los encuentros individuales. Por ejemplo, podría permitirnos discernir la insensibilidad o el acoso por parte de individuos determinados, al tiempo que distrae nuestra atención moral de las estructuras sociales de privilegio que legitiman dicho comportamiento. De igual forma, atender las necesidades inmediatas de un individuo —de comida, refugio, comodidad o compañía— quizá nos distraería de hacer un escrutinio moral de las estructuras que dan pie a dichas necesidades o que impiden su satisfacción. Por lo tanto, es posible que la mentalidad del cuidado fomente los enfoques de asistencia social o de tapar el sol con un dedo para abordar los problemas morales, en lugar de promover los esfuerzos de enfrentarlos desde las instituciones o incluso de combatir su incidencia a través de reformas sociales (Jaggar 1995a).

Un último problema que he identificado en la ética del cuidado es su falta de rumbo para determinar qué cuidados son apropiados a nivel ético. La mayoría de las teóricas del cuidado reconoce que se necesita distinguir entre cuidados apropiados e inapropiados, pero también parece asumir que dicha distinción es evidente o que al menos se puede confiar en que la díada cuidador/cuidado la hará. No obstante, dicha suposición sin duda es injustificada, pues entre los ejemplos de comportamientos moralmente inapropiados que suelen racionalizarse como cuidados tanto por agentes como por beneficiarios se incluyen el exceso de indulgencia o el acto de malcriar, la codependencia y hasta la violencia doméstica y el incesto. La tradición del cuidado puede contener los recursos conceptuales para distinguir las actitudes apropiadas de las inapropiadas, pero hasta la fecha no he encontrado una explicación que me convenza de ello (Jaggar 1995a).

La ética del cuidado suele ser caricaturizada como una ética situacional complaciente que rechaza la justicia y se preocupa solo de las relaciones personales. En realidad la mayoría de las teóricas del cuidado considera que la justicia es necesaria, aunque no suficiente, para la ética feminista, así como también reconoce que transformar las relaciones personales requiere de una transformación de la sociedad en general. La teoría ética feminista, a su vez, suele ser equiparada con la ética del cuidado, cuando de hecho la única ortodoxia dentro de la ética feminista es su fuerte compromiso con eliminar el sesgo masculino. En la siguiente sección indico cómo este compromiso ha fomentado desarrollos teóricos apasionantes en diversos campos de la ética.

Rumbos recientes de la teoría ética feminista

Las feministas que consideran que la teoría ética moderna está asumiendo el control de los viejos binarismos occidentales de género tienen a su disposición varias respuestas a esta situación. Algunas pueden (1) sostener que las mujeres son tan capaces como los hombres de hacer efectivos los valores que a nivel cultural han sido codificados como masculinos. También pueden (2) acoger el devaluado polo femenino que está en el otro extremo del sistema binario o (3) intentar combinar los valores tanto masculinos como femeninos. Asimismo, pueden (4) negar que hay fundamentos para simbolizar estas oposiciones en términos de género o (5) buscar replantear las dicotomías conceptuales. Muchas feministas liberales adoptan la primera y/o la cuarta estrategia, mientras que las teóricas del cuidado se inclinan por la segunda y la tercera. En lo personal prefiero la cuarta y la quinta, aunque todas en conjunto han sido usadas por las feministas para abordar una amplia gama de problemas éticos.

De la práctica a la teoría: ejemplos de la ética asistencial, de la ética ambiental y de la ética del desarrollo

Las éticas asistencial, ambiental y del desarrollo por lo general se interpretan como campos de la ética práctica, más que de la teórica. No obstante, la labor feminista ha desafiado directamente los conceptos teóricos que suelen enmarcar las discusiones de cada una de estas áreas. Durante los últimos 25 años, la evolución de las éticas feministas asistencial, ambiental y del desarrollo ha seguido una trayectoria que, como es de esperarse, corre en paralelo a los desarrollos descritos con anterioridad en este ensayo: los intentos de incluir las inquietudes de las mujeres con frecuencia han sido seguidos de acusaciones de que los marcos teóricos tienen un sesgo masculino; luego, las feministas han intentado varias veces sustituirlos por marcos femeninos, los cuales a su vez resultan ser problemáticos, por lo que hacen después varias propuestas para reconceptualizar cada campo.

Las éticas feministas asistencial, ambiental y del desarrollo han comenzado por señalar que las prácticas sociales prevalecientes tienen consecuencias adversas más graves para mujeres que para hombres. Las feministas argumentan que muchas prácticas sanitarias son injustas para las mujeres, quienes suelen recibir menos tratamientos que los hombres por las mismas enfermedades, tienen menor autonomía y por lo regular reciben un trato paternalista. Por ejemplo, es más probable que se respeten menos las “voluntades anticipadas” de las mujeres que las de los hombres. Las feministas han criticado la ética asistencial dominante porque ignora dichas injusticias al no incorporar el género en sus análisis, así como porque desatiende varios problemas de especial interés para las mujeres o ve los problemas de salud de las mujeres solo en términos reproductivos. Defienden que la ética asistencial debe ampliar su rango de temas y hacer uso de la categoría de género —mediada, claro está, por las categorías de clase, raza, discapacidad, etc.— (Sherwin 1992; Dula y Goering 1994; Wendell 1996). Por su parte, las feministas especializadas en ética ambiental han revelado que la degradación del medio ambiente por lo regular tiene consecuencias más graves para mujeres que para hombres —en particular para las mujeres y madres en situación de pobreza— y argumentan que la ética ambiental también necesita incorporar la categoría de género, junto con otras relacionadas, como casta, clase y etnia (Warren 1990). Asimismo, el trabajo feminista en el campo de la ética del desarrollo ha señalado que las políticas de desarrollo han discriminado con frecuencia a las mujeres al negarles la propiedad de la tierra y la adquisición de créditos. Algunas feministas también han hecho notar que los ajustes estructurales decretados por las instituciones financieras internacionales afectan de forma desproporcionada a las mujeres, pues esas mismas instituciones además se han apoderado en gran medida de las funciones gubernamentales de asistencia social en los países en vías de desarrollo. Como es de esperarse, su conclusión es que la ética del desarrollo también debe tomar en cuenta la perspectiva de género (Moser 1993).

Al igual que en muchas otras disciplinas, los intentos feministas de inclusión hicieron evidente que en esos campos prácticos de la ética no era posible solo agregar a las mujeres a la mezcla y revolver, pues las categorías disponibles solían estar sesgadas en contra de las experiencias de dichas mujeres. En cuanto a la ética asistencial, las feministas señalaban que la concepción prevaleciente del paciente normal como hombre (blanco) derivaba en la implementación de tratamientos inapropiados para las mujeres —sobre todo para las de color— y en la categorización de las experiencias corporales habituales de las mujeres —por ejemplo la menstruación, el embarazo, el nacimiento, la lactancia y la menopausia— como enfermedades. En el caso de la ética ambiental, las feministas argumentaban que buena parte de la teoría ética ambiental era masculina; ya fuera que defendiera el dominio de la naturaleza o que, disfrazada de ecologismo serio, manifestara una aterradora falta de respeto hacia la gente real.

Las feministas han identificado el sesgo masculino no solo en la ética del desarrollo práctica, sino también en las dos formas dominantes de su contraparte teórica: la teoría liberal de la modernización y la teoría neomarxista de la dependencia. Ambos enfoques caracterizan el desarrollo como una guerra de los sexos en la que el simbólicamente —y con frecuencia empíricamente— masculino debe derrotar al simbólicamente femenino —y con frecuencia a las mujeres reales—. Una batalla de esta guerra es la de lo público contra lo privado, en donde la esfera pública masculina se representa como un reino de innovación regulado por principios universales y oficialmente igualitarios, mientras que la esfera privada de las mujeres y del hogar se concibe más cercana a la naturaleza, apegada a las tradiciones, particularista y estancada. Una segunda batalla generizada es aquella de la nación que busca escapar de ser devorada por la comunidad y la tradición primordiales, así como lograr la independencia, la autosuficiencia y la autonomía. Por último, debe librarse una tercera batalla para dominar la naturaleza y lo natural, pues en todas estas explicaciones la nación siempre es masculina, mientras que la comunidad, la tradición y la naturaleza se interpretan como femeninas. Las críticas feministas niegan que dichas metáforas generizadas sean meras florituras estilísticas o formas de embalaje que sea separable del significado literal del discurso del desarrollo. En vez de eso, acusan a estas metáforas de posicionar al Occidente (masculino) en el lugar de la norma de desarrollo, así como al tercer mundo tradicional (femenino) en la categoría de aberración. Los hombres occidentales, blancos y burgueses se convierten en los paradigmas de la madurez y del progreso, mientras que las mujeres no occidentales son representadas como seres atrasados, infantiles, irracionales, instintivos y conservadores, incapaces de actuar como agentes de cambio histórico. El hombre no solo es superior a la mujer, sino que además está cautivo en un conflicto con ella (Scott 1996).

Algunas feministas proponen alternativas más femeninas a las teorías masculinistas de las éticas asistencial, ambiental y del desarrollo. Por ejemplo, sugieren que las concepciones apropiadas de asistencia deberían poner más énfasis en el cuidado y no en la cura; además, la ética del cuidado ha tenido una influencia especial en la ética de enfermería. Algunas ecofeministas, por su parte, afirman que las mujeres tienen una conexión especial con la naturaleza, enfatizan la importancia ética de los hogares ambientales de la gente y, en palabras de una crítica, pintan a las mujeres como ángeles cuidadores del ecosistema. Por otro lado, parte del trabajo feminista en el ámbito de la ética del desarrollo parece identificar el desarrollo sustentable con la subsistencia agrícola no remunerada de las mujeres (Mies y Shiva 1993). No obstante, en cada uno de estos campos otras feministas han sometido estas propuestas a críticas rigurosas.

Por último, las éticas asistencial, ambiental y del desarrollo han generado nuevas direcciones teóricas que son demasiado numerosas y complejas como para resumirlas aquí. Entre ellas se incluyen: repensar el dilema de la autonomía/el paternalismo en la toma de decisiones médicas y redefinir la salud, la normalidad, la enfermedad y la reproducción en términos explícitamente sociales y políticos, así como biológicos y médicos. En cuanto a la ética ambiental, las feministas están cuestionando los marcos éticos que han sido construidos en torno a las polaridades generizadas (Plumwood 1993). Finalmente, en relación a la ética del desarrollo, proponen reemplazar la preocupación por la eficiencia y por el bienestar con la inquietud de empoderar a las mujeres (Sen y Grown 1987; Kabeer 1995).

Ética universal o local

La veloz globalización ha infundido un nuevo sentido de urgencia a la antigua pregunta de si los estándares éticos son universales. El problema es de particular importancia para las feministas, pues no hace mucho el feminismo occidental empezó a ocuparse de cuestiones de diferencia; en primer lugar, diferencias entre hombres y mujeres, y luego entre las propias mujeres. También este feminismo se ha visto conmocionado por las evidencias que han surgido de la complicidad del primer feminismo occidental con proyectos imperialistas. Por lo tanto, a las feministas de occidente las aqueja mucho por un lado el dilema de respetar las diferencias culturales, mientras que por el otro sostienen una oposición firme a la dominación masculina. En las discusiones que se hacen de este dilema en el salón de clases, la práctica de la mutilación genital femenina se ha vuelto un ejemplo de cajón.

Una respuesta del feminismo reside en la noción de capacidades, la cual fue usada en un inicio por Amartya Sen como alternativa al utilitarismo y ha sido desarrollada por Martha Nussbaum (en cuya versión me enfoco aquí). Las capacidades se proponen como estándar universal para medir la calidad de vida de las personas, la cual se valora según qué tan bien una cierta sociedad les permite desarrollarse y desplegar sus capacidades humanas distintivas. Nussbaum enumera diez capacidades para el funcionamiento humano, que en conjunto comprenden su “concepción densa y vaga de la naturaleza humana”, la cual ofrece como guía para las políticas del desarrollo. La autora sostiene que esta concepción articula un consenso transcultural y transhistórico de las funciones humanas centrales y básicas, el cual refleja “las autointerpretaciones y autoevaluaciones reales de los seres humanos a lo largo de la historia” (Nussbaum 1995: 72–75). No obstante, Nussbaum da pocas evidencias que sustenten que su lista de capacidades refleja un consenso universal tácito, y en sus textos no tarda en descartar las discrepancias. Defiende entablar un diálogo participativo sobre cómo las capacidades postuladas pueden ser especificadas a nivel local, pero no sobre cuáles capacidades forman parte de la lista o sobre si el hecho de hacer una lista es en sí el mejor enfoque. Mi propia opinión al respecto es que cualquier visión ética que rija el desarrollo mundial debe surgir de discusiones democráticas explícitas y extensas que aborden los medios junto con los fines. Por esta razón, creo que los derechos humanos, cuando son bien interpretados, tienen mejores acreditaciones como estándares universales del desarrollo que las capacidades.

El concepto de los derechos fue fundamental para el surgimiento del feminismo occidental, aunque forma parte de la misma tradición ética moderna que fue objeto de las críticas feministas durante los años 80. Basándose en las críticas marxistas y anticolonialistas, algunas feministas defienden que los derechos son el discurso del grupo dominante, el cual está tan contaminado por sus orígenes occidentales, masculinos y burgueses que es incapaz de articular un cuestionamiento serio tanto a las formas locales de dominación masculina como al orden mundial escandalosamente desigual. Entre las acusaciones que hacen las feministas se encuentran las siguientes:

  • Apelar a los derechos suele hacerse para racionalizar el poder de los hombres sobre las mujeres; por ejemplo, el derecho a la privacidad oscurece la violencia doméstica, mientras que el derecho a la libertad de expresión justifica la existencia de la pornografía misógina.

  • Dado que las mujeres no se encuentran en una situación similar a la de los hombres, otorgarles formalmente igualdad de derechos por lo regular da como resultado desigualdades; por ejemplo, el surgimiento del divorcio por mutuo consentimiento ha orillado a la pobreza a muchas exesposas —mas no a los exesposos—.

  • Los intentos de evitar dichos resultados al otorgar a las mujeres derechos especiales, como permisos de maternidad, a la larga resultan contraproducentes en un contexto cultural que conceptualiza la igualdad como uniformidad. Los derechos especiales imponen a las mujeres el estigma de ser inherentemente vulnerables a nivel sexual o trabajadoras poco confiables.

  • La igualdad legal de derechos puede opacar las desigualdades en el poder para ejercerlos. Los procesos asociados con el reclamo y la rectificación de derechos suelen ser degradantes, intimidantes y humillantes para las mujeres, lo cual se hace muy evidente en los juicios por violación y acoso sexual.

  • Las mujeres pueden infligirse daño a sí mismas al ejercer sus derechos; por ejemplo, millones de mujeres estadounidenses se han hecho daño al ejercer su derecho a someterse a cirugías cosméticas o a prostituirse. Al enfocarse en los derechos de las mujeres se ignora cómo las situaciones sociales en las que estas viven por lo regular coaccionan sus decisiones sobre cómo ejercer esos derechos.

  • Por último, las defensoras de la ética del cuidado sostienen que el discurso de los derechos es parte de una moral inherentemente adversa que desdeña los valores humanos básicos y fundamentales de interdependencia, cooperación y confianza.

Por todas estas razones, las críticas feministas acusan al discurso de los derechos no solo de ser de poca ayuda para las mujeres, sino también de llegar a racionalizar la desigualdad.

Otras feministas, entre las cuales me incluyo, creemos que la tradición de los derechos posee los recursos conceptuales para enfrentar estos cargos. Por ejemplo, es posible interpretar los derechos para que tomen en cuenta las diferencias morales sobresalientes entre los/as poseedores de derechos, además de que pueden ser asignados tanto a grupos como a individuos. Asimismo, pueden incluir derechos tanto positivos como negativos; son derechos, más que libertades, y traen consigo exigencias no solo de no interferencia, sino también de deberes correlativos de parte de los otros. Por lo tanto, puede considerarse que dichos derechos encarnan los valores de la comunidad, la ayuda mutua y la solidaridad social.

Quienes consideran que los derechos son indispensables para la liberación de las mujeres apelan al movimiento feminista mundial y pujante que ha sido inspirado por la consigna de que “Los derechos de las mujeres son derechos humanos”. Las teóricas de este movimiento han seguido la evolución ahora conocida por buena parte de la ética feminista: empezaron por criticar los abusos a las mujeres que no eran reconocidos como violaciones de sus derechos, para luego a cuestionar la velada norma masculina oculta en los conceptos tradicionales de los denominados derechos humanos, y después proponer reinterpretaciones radicales. Por cuestiones de espacio no me es posible hacer un recuento completo de estas propuestas feministas, pero mencionaré que para ellas es fundamental reconocer que las violaciones de los derechos humanos de las mujeres son hechas por actores tanto estatales como no estatales —por lo regular familiares del sexo masculino—, y que ocurren tanto en el ámbito privado como en la esfera pública. Para ello se requiere expandir la definición de represión ejercida por el Estado para incluir formas familiares de la misma, en las cuales las novias son vendidas y los padres y los esposos ejercen un control estricto sobre la sexualidad, la vestimenta, el habla y los movimientos de las mujeres. La esclavitud debe incluir en su definición el trabajo doméstico forzado y la prostitución. Y, dado que algunas violaciones a los derechos humanos están determinadas por el género, las definiciones de crímenes de guerra y genocidio deben extenderse para incluir las violaciones sistemáticas; la tortura sexual; el infanticidio de niñas; la privación sistemática de alimentos, cuidados médicos y educación a las niñas; así como el acto de agredir, mutilar, matar de hambre y hasta asesinar a las mujeres. Las feministas también han enfatizado el vínculo entre las violaciones de los derechos cívicos y políticos de las mujeres, y las violaciones de sus derechos económicos y sociales: las economías y las leyes dictan la preferencia mundial de los niños por sobre las niñas, y las vulnerabilidades económicas de las mujeres las exponen a abusos más flagrantes (Peters y Wolper 1995).

El sesgo masculino y el consecuente falso humanismo de las concepciones previas de los derechos humanos deben corregirse, quizá empezando por imaginar que la normativa humana es femenina, en lugar de masculina. Finalmente, las mujeres están más que sobrerrepresentadas entre los grupos pobres y analfabetos del mundo, y sin duda son las más vulnerables frente a los sistemas de poder opresivos.

La consigna de que “los derechos de las mujeres son derechos humanos” surgió en un organización activista de base. Esta frase elude los cuestionamientos metaéticos relativos a la fundamentación de los derechos, concepto que Bentham caracterizó peculiarmente como disparates con zancos. En vez de eso, señala una visión ética más que metafísica, la cual tiene fundamentos para expresar con validez el consenso entrecruzado de las feministas de todo el mundo. Como se evidenciará en la siguiente sección, creo que esta es la única justificación que dicha consigna requiere.

Repensar la teoría ética

El término teoría ética comprende un amplio rango de indagaciones intelectuales, todas las cuales comparten un interés en cuestiones generales de moralidad, más que en inquietudes éticas de practicidad inmediata. Las cuestiones abordadas por la teoría ética van desde lo metafísico —si existe un reino moral objetivo— a lo epistemológico —en particular si es posible justificar las exigencias morales— y a las indagaciones más normativas pero aún generales sobre ciertas nociones éticas centrales, como lo bueno, lo correcto y lo justo. Durante buena parte del siglo xx, la ética estuvo dominada por una comprensión específica de la teoría ética; sin embargo, a medida que el siglo llegó a su fin, este modelo fue cada vez más cuestionado, y entre sus detractoras más directas están algunas feministas.

La idea de teoría ética que está ahora bajo escrutinio es la que Margaret Walker etiqueta como modelo teórico-jurídico. De acuerdo con Walker, los orígenes de esta concepción de la ética se remontan a Henry Sidgwich, cuya carrera como profesor de la cátedra Knightsbridge de filosofía moral en Cambridge (1883–1900) marcó un cambio decisivo hacia la especialización académica y la profesionalización de la filosofía y de otras disciplinas en las universidades. Según Sidgwick, el trabajo de la ética o el estudio filosófico de la moralidad no era determinar la acción correcta o razonable para una situación en particular, sino “buscar un conocimiento general, preciso y sistemático de lo—correcto—y de lo que hace válidos los juicios”. Él consideraba que este proyecto era distinto a la ciencia en tanto que su tarea era formular leyes regulatorias más que explicativas, pero era científico en cuanto a su forma, puesto que buscaba un conocimiento general, preciso y sistemático por medio de un método guiado por exigencias desinteresadas de precisión, claridad y consistencia. Por lo tanto, Sidgwick definió lo que Walker denomina “la idea de un núcleo puro de conocimiento en el corazón de la moralidad”, núcleo que excluía tanto las contribuciones empíricas de las ciencias sociales como las consideraciones de la ubicación histórica y cultural de nuestras perspectivas morales (Walker 1997: 35). Él fecundó la idea de la teoría ética como:

[…] una serie consistente (y por lo regular muy compacta) de principios o procedimientos morales similares a las leyes que están previstos para producir, por medio de deducciones o instanciaciones (y con el apoyo de información colateral adecuada), cierto juicio particular sobre lo que para un agente en una situación dada es correcto, o al menos es moralmente justificable, hacer (Walker 1997: 36).

En la tradición filosófica que surge con Sidgwick, el objetivo de la ética es descubrir/construir, probar, comparar y refinar las teorías éticas, y la capacidad moral del individuo se describe como una especie de teoría que está al interior de él. La ética es jurídica en tanto que construye teorías que producen veredictos sobre problemas prácticos específicos y en tanto que adjudica teorías para su adecuación (lógica y epistemológica) (Walker 1997: 37).

La definición que da Sidgwick de la ética pone en evidencia que en su opinión la justificación era central para la teoría ética, aunque más adelante modificaría su postura. Sus sucesores conservaron este enfoque epistemológico, pero desarrollaron un enfoque distintivo para abordar los cuestionamientos de su predecesor. La obra Principia Ethica de G. E. Moore, publicada en 1903, es considerada la introductora del giro lingüístico a la teoría ética, pues aleja la atención filosófica de la consideración explícita de las cuestionas normativas y la fija en el lenguaje y la lógica de la ética. Moore y sus herederos interpretaron su proyecto de analizar el lenguaje y la lógica éticos en términos reminiscentes de Sidgwick. Para ello, se dedicaron a buscar un conocimiento general y sistemático de los conceptos morales por medio de un cuestionamiento desinteresado, claro y cuidadoso de los usos del lenguaje moral. Al descartar la mayoría de los hechos sociales por considerarlos irrelevantes e incluir hechos sobre las situaciones sociales de quienes usaban el lenguaje bajo su escrutinio, buscaban descubrir verdades éticas universales, asumiendo aparentemente que los conceptos implícitos en nuestro lenguaje moral eran transhistóricos y transculturales. Aunque se esperaba que los análisis metaéticos fueran imparciales y desapasionados, muchos filósofos confiaban en que pudieran generar conclusiones teóricas sustanciales. Moore creía que determinar el significado de lo bueno revelaría qué era aquello intrínsecamente bueno, mientras que R. M. Hare afirmaba que su análisis de El lenguaje de la moral (1952) escarbaba en los principios fundamentales de lo correcto.

Aunque el término ética aplicada suele seguirse usando para hacer alusión al pensamiento sobre los cuestionamientos morales prácticos, durante la segunda mitad del siglo xx se ha ido erosionando de forma constante la concepción de la teoría ética como un producto de la razón (más o menos) pura aplicable a cuestiones prácticas. La firmeza de este modelo deductivista se fue debilitando incluso en las primeras obras de John Rawls, a quién muchos consideran el teórico ético del siglo xx por excelencia. Su concepto de equilibrio reflexivo, el cual se alcanza al sopesar los principios generales y los juicios morales con la apertura para modificar cualquiera de los dos, ejemplifica un modelo de razonamiento moral que no privilegia la teoría por encima de la intuición. En su obra más reciente, Rawls devalúa aún más el estatus de la teoría ética al abandonar el ideal del punto arquimédico y sustituir la noción del consenso entrecruzado de una comunidad en particular sobre la justicia. Asimismo, otros filósofos han planteado desafíos adicionales a la concepción de Sidgwick de la teoría ética. Por ejemplo, Walker señala que:

En las últimas décadas, las teorías pseudonormativas han provocado críticas de parte de los discípulos de Aristóteles y Hume, del comunitarismo, de la casuística contemporánea, del pragmatismo, del historicismo, del wittgensteinismo y de otras corrientes. Es tan claro este cisma en la filosofía moral de finales de siglo xx que ahora resulta familiar para la ética el discurso antiteórico (Walker 1997: 53–54).

Algunas feministas han cuestionado este modelo sosteniendo, como algunas teóricas del cuidado, que la teoría ética es del todo prescindible como guía de la acción correcta.

Unas cuantas feministas han agregado una dimensión moral y política a la exigencia cada vez más común de que la concepción pseudonormativa de la teoría ética ofrece un modelo engañoso de justificación moral. Margaret Walker señala que esta concepción oculta el carácter emplazado, parcial y específico de las visiones y posturas que se exponen “de forma autoritaria como verdades sobre el interés humano, sobre nuestras intuiciones, sobre el comportamiento racional o sobre el agente moral” (Walker 1997: 54). La capa de objetividad científica tejida por Sidgwick “representa la promesa y el prestigio resultante del logro científico”, al tiempo que oculta “la ubicación social, cultural e histórica del filósofo moral, y de la filosofía moral misma, como una práctica de autoridad sustentada por instituciones y acuerdos específicos” (Walker 1997: 56).

Las justificaciones morales que predominan en la teoría ética moderna invocan ideales tales como la racionalidad, la universalidad, la impersonalidad, el desapego, el desapasionamiento, la neutralidad y la trascendencia. Estos aspiran a evaluar las acciones y las prácticas desde un punto de vista moral postulado, el cual suele ser explicado en términos metafóricos como punto de vista divino, perspectiva de un observador ideal o arcángel, punto arquimédico, vista desde ningún lugar o desde cualquier lugar. Es claro que estas metáforas son paradójicas, pues su objetivo es designar una perspectiva imaginada que precisamente no es un punto de vista específico.

Varias feministas han discutido que las exigencias hechas por los filósofos de articular el punto de vista moral por lo regular no han hecho más que describir su propio punto de vista desde su asiento en el salón de los caballeros. No obstante, la particularidad de sus puntos de vista ha quedado oculta por las falsas pretensiones de universalidad implícitas en sus explicaciones de los métodos para justificarlos. Elizabeth Anderson sostiene que la explicación que da G. E. Moore de nuestras intuiciones morales en realidad refleja las creencias de aquellos con mayor poder social, incluso en el círculo elitista y estrecho —además de abrumadoramente masculino— de Moore, y sugiere que este resultado sesgado no fue accidental, sino que evidenciaba una tendencia endémica del intuicionismo individualista (Anderson 1993). En otro trabajo he sintetizado de forma similar los cuestionamientos feministas hechos a las justificaciones producidas por otros filósofos prominentes del siglo xx (Jaggar 2000). Un tema en común que vincula dichos cuestionamientos es la exigencia de las feministas de que los modos, los valores y las percepciones del razonamiento; su comprensión de sus propias necesidades e intereses, y de los de otros; y hasta sus construcciones de las situaciones morales varían no solo a nivel individual, sino también de forma sistemática de acuerdo a su experiencia social y sus ubicaciones. Las críticas feministas señalan que por esta razón las recomendaciones características de muchas justificaciones modernas —las recomendaciones de que los agente morales deberían ponerse en el lugar de los demás, pensar desde perspectivas ajenas, intercambiar perspectivas con otros, etc.— son incoherentes desde el punto de vista epistémico. Aunque dichos experimentos de pensamiento pueden tener un valor heurístico elemental, no hay razones para suponer que la imaginación de un filósofo es más perspicaz o confiable que la de cualquier otra persona. Afirmar que su imaginación les permite elevarse para alcanzar el punto de vista moral es un mecanismo retórico insincero por medio del cual algunos filósofos imprimen un tono de autoridad magisterial a sus propios pronunciamientos.

Al negarse a reconocer los efectos que tienen las identidades sociales de la gente en sus formas de entender la moral, el ideal de una falta de punto de vista se aísla a sí mismo de cualquier valoración crítica de sus propios orígenes o funciones sociales. Este rechaza en particular que cualquier significado filosófico se adhiera al hecho de que solo unas cuantas personas están autorizadas para definir el conocimiento moral. No obstante, como señala Walker, “para tener la autoridad moral, intelectual y social para realizar esta hazaña, uno/a debe estar ya en el lado privilegiado de las prácticas que distribuyen el poder, el privilegio y las responsabilidades en la comunidad en la que se quiere llevar a cabo” (Walker 1997: 271). Desde el punto de vista moral, el hecho de que la “ética filosófica occidental anglo-europea, en tanto tradición y producto culturales, apenas hasta hace poco ha sido casi por completo producto del pensamiento de algunos hombres —y de casi ninguna mujer—” es una cuestión de interés no solo histórico, sino también filosófico. Algunas críticas feministas subrayan que las concepciones tradicionales del punto de vista moral son más que meras expresiones de una perspectiva jurídico-administrativa que algunos han caracterizado como masculina; no solo han servido como medio para racionalizar las prácticas que oprimen a las mujeres y a miembros de otros grupos subordinados, sino que también han tenido una función que va más allá de invalidar la crítica a estas prácticas. Finalmente, invocarlas ha sido una forma por medio de la cual los filósofos han racionalizado sus exigencias de definir los criterios de justificación ética y de determinar cuándo han sido cumplidos dichos criterios.

Una serie de filósofas feministas, entre las cuales me incluyo, estamos trabajando para repensar cómo podría la justificación moral ser más transparente y menos veladamente elitista y autoritaria. Al igual que Habermas, consideramos que el discurso empírico es indispensable para justificar exigencias particulares en contextos específicos; no obstante, consideramos que los argumentos de Habermas tienen una utilidad limitada, en parte porque su ideal de discurso libre de dominación impone condiciones tan rigurosas y contrastantes que parece casi imposible alcanzarlo en la vida real. En contraste con las idealizaciones características de la mayoría de las explicaciones filosóficas, nosotras enfrentamos directamente las inevitabilidades de la diferencia y la jerarquía culturales entre participantes en los discursos empíricos. Aunque estas nuevas perspectivas feministas de la justificación moral están menos idealizadas y son más naturalistas que las explicaciones tradicionales —en tanto que operan en un nivel menor de abstracción—, no están naturalizadas en el sentido clásico de Quine de reafirmar un estatus científico o de valor neutro. Por el contrario, siguen siendo normativas de manera explícita y continúan vinculando la evolución de una objetividad moral en aumento con prácticas justificativas en desarrollo que son cada vez más igualitarias, democráticas e inclusivas (Benhabib 1992; Jaggar 1995b; Walker 1997).

Los cuestionamientos feministas a la teoría ética dominante persiguen la transparencia al visibilizar lo que Walker denomina “las estructuras generizadas de autoridad que producen y divulgan las convenciones [morales]” (Walker 1997: 73). Sin embargo, dichos cuestionamientos están lejos de constituir un rechazo indiscriminado de la teoría ética, incluso de la más moderna. Como señala Walker, las exigencias feministas de transparencia resultan embarazosas justo porque invocan los valores modernos familiares de representación, consentimiento, autodeterminación y respeto. Asimismo, apelan a valores que son “de tipo específicamente democrático, participativo e igualitario, y están fundamentados de lleno en ideales morales y políticos del pensamiento social occidental moderno” (Walker 1997: 73).

Las filósofas feministas contemporáneas seguimos haciendo teoría ética en el sentido de que pensamos en general acerca de la moralidad y, como otros teóricos éticos, nos apoyamos en gran medida en el análisis del lenguaje. No obstante, nuestros análisis difieren de los realizados por la ética dominante en varios aspectos. Por un lado, examinamos más que los aspectos estrictamente lógicos del lenguaje: observamos las implicaciones metafóricas, simbólicas y no lógicas (Calhoun 1988), incluyendo el énfasis, las omisiones y los silencios, y prestamos atención al significado moral y político de dichos aspectos. Con frecuencia afirmamos que analizamos los discursos, más que el lenguaje, lo cual sugiere que estamos examinando marcos conceptuales múltiples, contingentes, y que revelan tanto de los autores del discurso como de las realidades morales a las que los discursos éticos dicen hacer referencia. Cuestionamos también la normatividad implícita de términos como nosotros, nuestro y lenguaje ordinario. Los objetos de nuestro escrutinio son los discursos filosóficos, los cuales incluyen no solo los de nuestros colegas —los cuales determinan la teoría ética autorizada que se enseña—, sino también los nuestros —los cuales determinan la teoría ética feminista autorizada que se enseña—.

Por ello, nuestra versión de la teoría ética feminista tiene varias características distintivas. En primera instancia, usa la categoría de género, así como otras categorías inseparables de diferencia y jerarquía sociales a nivel de la ética teórica, pero también práctica. En segundo lugar, extiende el dominio de la ética para que incluya a la ética misma: nos damos a la tarea de hacer el análisis ético del análisis ético, así como la teoría ética de la teoría ética misma. Vemos la teoría ética contemporánea como un discurso situado en una sociedad amplia y nos preguntamos quién la define y cómo mantiene su autoridad (tanto la de quien la define como la de la ética misma). Asimismo, vemos la teoría ética como una práctica profesional, por lo que emprendemos el examen de aspectos de dicha práctica, como la formación del canon, los reconocimientos, las oficinas prestigiosas y las cátedras. Por último, nuestro trabajo se distingue —o aspira a hacerlo— por su capacidad autorreflexiva: intentamos ser conscientes de las suposiciones e implicaciones de nuestra propia teorización ética, incluyendo sus consecuencias prácticas; asimismo, buscamos producir teoría ética que aceptamos que es parcial y provisional desde nuestra perspectiva explícitamente emplazada •

Traducción: Ariadna Molinari Tato

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