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Boletín Mexicano de Derecho Comparado
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Vol. 49. Núm. 147.
Páginas 375-381 (Enero 2016)
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Vol. 49. Núm. 147.
Páginas 375-381 (Enero 2016)
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Díaz de León, Marco Antonio, Código Penal Federal con notas y jurisprudencia, t. I: Parte general; t. II: Parte especial; t. III: Parte especial, México, 2015, t. I, 399 pp.; t. II, 622 pp.; t. III, 520 pp.
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Sergio García Ramírez*
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La bibliografía jurídica mexicana se ha proyectado en múltiples direcciones a través de exposiciones sistemáticas sobre ramas del derecho y presentaciones monográficas, con base en la aparición de nuevos ordenamientos motivados por las cambiantes circunstancias en que se desenvuelve el país. Dentro de esa bibliografía ocupan un sitio destacado las obras generales y especiales acerca del derecho penal, el enjuiciamiento de esta especialidad, el sistema de ejecución de penas y las normativas aledañas, como la concerniente a menores de edad en conflicto con la ley penal.

Fueron muy escasas y limitadas las disposiciones penales emitidas por la República en formación durante las primeras etapas de la vida independiente. Era natural que así ocurriera, toda vez que el país se hallaba comprometido principalmente en sus nuevas instituciones políticas y tenía poco tiempo para ocuparse del sistema penal, que entonces se mantuvo en los términos en que lo había estado durante el largo periodo colonial. Avanzado el siglo XIX, llegaron las primeras codificaciones de gran alcance: la veracruzana de 1869, debida al magistrado Fernando J. Corona, y la federal y distrital de 1871, asociada al presidente de la comisión redactora del Código Penal, Antonio Martínez de Castro.

La doctrina penal mexicana, también muy limitada en aquel tiempo, floreció a partir de la legislación sustantiva de 1931 —acompañada por la adjetiva distrital del mismo año y la procesal federal de 1934— merced al desvelo de los autores de aquélla y de sus seguidores, adversarios y críticos, hasta bien entrado el siglo XX, en que la legislación y la doctrina iniciaron cambios significativos, los cuales desembocarían en las reformas de los ochenta —ante todo la reforma de mayor enjundia, generadora de otras, en 1984— hasta llegar a la primera parte del siglo XXI.

Autores como Carrancá y Trujillo, Ceniceros, Garrido, González de la Vega, González Bustamante, Piña y Palacios y Franco Sodi nutrieron la bibliografía penal y aportaron las obras en las que se formarían numerosas generaciones de abogados, atentos a la doctrina penal y procesal de su tiempo. Se les deben obras de texto y códigos comentados, así como otras aportaciones relevantes. Con el tiempo proliferarían los códigos anotados y comentados, y las obras monográficas. Hoy día contamos con numerosos textos de este carácter, entre ellos el Nuevo Código Penal para el Distrito Federal. Comentado, que preparó el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, bajo la coordinación de Olga Islas, Leticia Vargas y el suscrito, con trabajos de numerosos autores; Comentarios al Código Penal, de René González de la Vega, y los varios ordenamientos anotados y comentados del autor de la obra a la que dedico esta nota bibliográfica, tratadista competente e infatigable: Marco Antonio Díaz de León.

Díaz de León es un escritor fecundo, formado en la doble trinchera de la actividad profesional —Ministerio Público y administración de jus-ticia— y de la academia. Tuve el privilegio de formar parte del jurado —con los profesores Victoria Adato Green y Guillermo Colín Sánchez— ante el que sustentó su examen para obtener, por oposición, la cátedra de Derecho procesal penal en la Escuela Nacional de Estudios Profesionales de Acatlán (UNAM). Díaz de León ha ejercido la docencia tanto en este plantel universitario como en el Instituto Nacional de Ciencias Penales; a su vez, es miembro de la Academia Mexicana de Ciencias Penales —me correspondió dar respuesta a su discurso de ingreso en torno a la “Política criminal para el tercer milenio”—, en la que funge como coordinador de la Comisión de Derecho Procesal.

El profesor Díaz de León ha sido alto funcionario de la Procuraduría General de la República, desempeño en el que contribuyó a la reforma de diversos extremos de la legislación procesal penal federal, sobre todo en el periodo 1983-1987. Se le deben sugerencias valiosas a propósito de las formalidades esenciales del procedimiento; el régimen de las pruebas —que ha cultivado con predilección—, los recursos por error in procedendo e in judicando; la queja contra la inactividad procesal, y otras figuras e instituciones del procedimiento. Estas intervenciones de Díaz de León quedan de manifiesto en su narrativa sobre la historia del procedimiento penal en México, como se ve en las colaboraciones que aportó a la Obra jurídica mexicana (publicada hace un cuarto de siglo por la Procuraduría General de la República), y a la obra colectiva El derecho en México: dos siglos (1810-1910), editada por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM en 2010. Es pertinente agregar que Díaz de León ha tenido, asimismo, un prolongado y eficiente desempeño en la jurisdicción agraria como magistrado unitario, y se ha ocupado de esta materia en diversos libros y comentarios, los cuales también concurren a la moderna doctrina del derecho agrario mexicano.

Entre sus obras de mayor relieve figuran las siguientes: Diccionario de derecho procesal penal (en dos gruesos volúmenes); Derecho procesal penal acusatorio, y sendos códigos comentados —como ya dije— que corresponden tanto a la materia sustantiva como a la adjetiva (local y federal). En todos los casos, el tratadista vincula la reflexión penal material con la penal procesal; asimismo, despliega amplios conocimientos sobre aquélla y recoge y analiza la abundante jurisprudencia de los tribunales federales dedicada a estas cuestiones. Esto último reviste particular utilidad si se toma en cuenta el papel que ha asumido la jurisprudencia a partir de la reforma constitucional de 1994-1995, así como tras la reforma de 2008, a la que he calificado de “ambigua”, pues recoge tanto corrientes y soluciones de corte democrático como influencias de orientación autoritaria. Unidas aquéllas y éstas configuran un ordenamiento de transacción, cuyas desviaciones mayores se presentaron por primera vez —con gran énfasis— en la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada (1996).

Quien se ocupa hoy día del sistema penal mexicano no puede olvidar la fragmentación que éste sigue padeciendo en el ámbito sustantivo, no así en el procesal —y próximamente en el ejecutivo—, ni ignorar el torrente de modificaciones que ha experimentado en los últimos años merced a constantes novedades constitucionales. No sobra recordar que hemos incurrido con frecuencia en la ilusión de que la reforma legislativa —el cúmulo de disposiciones que nos han convertido en un verdadero “país de leyes”, en el más discutible sentido de la expresión— implica de manera casi automática la modificación de la realidad y el progreso de la justicia. No ha sido así, por supuesto. Díaz de León lo ha reconocido en diversos trabajos e intervenciones académicas, con buenos razonamientos. Por lo demás, persiste la fragmentación en el ámbito penal sustantivo, pese a la buena intención de unificar la ley penal mexicana, como expresó el Ejecutivo Federal en su discurso inicial de gobierno del 1o. de diciembre de 2012. Empero, surgieron piedras en el camino, y la unificación dejó de lado la materia sustantiva y se concentró —hasta hoy— en la adjetiva.

Conviene subrayar que en la experiencia práctica y en la obra académica de Díaz de León se hallan los elementos que permiten caracterizarlo como un jurista afín a lo que denominamos “el orden jurídico penal propio de una sociedad democrática”. La conducta y la obra de Díaz de León —como las de otros juristas mexicanos— han resistido el asedio del derecho penal autoritario, que pretende ganar terreno a despecho del discurso y de la opción política favorable al garantismo. Ese derecho autoritario se filtra por muchas rendijas e, incluso, por anchas puertas que se le han abierto francamente, disfrazadas como accesos al paraíso de la paz, la seguridad y la justicia.

Si examinamos —perdónese la digresión, que no es impertinente cuando se reflexiona sobre un texto penal sustantivo, como el que debemos en este caso a Díaz de León— el panorama del sistema constitucional bajo el imperio de la ley suprema expedida en 1917, advertiremos una interesante sucesión de etapas y un importante relevo de conceptos. Entre 1917 y 1993, las reformas penales incorporadas en la Constitución fueron relativamente escasas y generalmente liberales, o en todo caso “op-timistas”: atentas a la recuperación del reo a través de su regeneración o readaptación social, y al tratamiento de los menores infractores, por ejemplo. En 1993 se produjo una extensa reforma en la normativa procesal penal de la Constitución, y a partir de entonces han sucedido cambios abundantes casi todos los años, y en ocasiones varias veces en un mismo año, tal y como ocurrió en 2005, en el que hubo cuatro decretos de reforma atinentes a materias penales, o como ha sucedido en este mismo 2015, en donde se produjeron tres decretos de reforma que interesan en amplia medida al sistema penal. Los números son impresionantes: entre 1994 y 2015 han habido veinte decretos de reforma constitucional que abordan temas penales.

No es fácil examinar —y agotar— el pensamiento del penalista y procesalista Díaz de León en el curso de sus reflexiones y comentarios a propósito del Código Penal Federal. Por ello, elegiré algunos temas que el autor desarrolla y que le han merecido especial atención. Evidentemente, la selección que hago refleja también mis propios intereses, que pudieran diferir de los que atraigan la atención de otros comentaristas. Lo que importa, en definitiva, es subrayar ciertas preocupaciones de gran alcance, e invitar a los lectores a internarse en la consulta de una obra que ciertamente será de gran utilidad para los teóricos y los prácticos de las disciplinas penales.

El autor estudia el principio de legalidad, que figura a la cabeza de los principios acuñados por el penalismo clásico, oriundo de las ideas liberales que propiciaron la gran reforma penal al cabo del siglo XVIII y a lo largo del siglo XIX. Este dogma acotó fuertemente —para fortuna de la seguridad jurídica y del imperio de los derechos humanos— el alcance de la ilicitud tipificable, a la que deben atenerse todas las instancias públicas involucradas en la persecución penal. Díaz de León aborda tanto la legalidad formal como la material. Esto último puede suscitar, indudablemente, opiniones encontradas, pero constituye la mejor defensa contra el desbordamiento punitivo del Estado, la arbitrariedad e, incluso, la tiranía. La legalidad material es el sustento racional —legitimador o justificante— de la legalidad formal, que se satisface con la formulación de tipos conforme a cierto procedimiento parlamentario y a determinadas preferencias del legislador.

El tema de la legalidad penal, entendida en su dimensión material, ha sido extensamente examinado por la doctrina. De ahí proviene el deslinde entre mera legalidad y legitimidad. Esta última debiera ser el signo justificante de la conminación penal. Es interesante recordar ahora la doctrina jurisprudencial de la Corte Interamericana, que ha comenzado a informar las soluciones legislativas y jurisdiccionales en nuestro país. La Corte define el contenido y alcance de la ley no solamente a la luz del proceso parlamentario constitucional que la emite, sino también bajo la óptica de los fines a los que sirve y de la forma en que lo hace. Aquí entra en la escena el concepto de bien común, cuya inobservancia puede echar por tierra la legitimidad de la ley y determinar que ésta no sea “verdadera ley”, sino apariencia. La misma jurisprudencia se ha ocupado de los límites y contenidos de la tipificación en una sociedad democrática.

Consecuente con su filiación como jurista demócrata, Díaz de León dedica pertinentes reflexiones al derecho penal de acto o de conducta, que apoya, en oposición al derecho penal de autor, el cual combate. La misma Corte Interamericana se ha ocupado en desacreditar, desde la perspectiva de los derechos humanos, la orientación del derecho penal de autor —que puede llevar a formas graves del llamado “derecho penal del enemigo”—, en la que se instala de nueva cuenta la noción de peligrosidad incorporada por el positivismo criminológico y penal.

Este género de preocupaciones puede figurar en el examen de ciertas determinaciones de reciente incorporación en nuestra carta magna y en la legislación secundaria derivada de ésta, donde ha surgido un doble sistema punitivo, una de cuyas vertientes —que anidó en la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada y se alojó, posteriormente, en la propia Constitución por obra de la reforma de 2008— parece recoger las incitaciones del derecho penal de autor y desemboca en una normativa más rigurosa y menos garantista que la ordinaria, que en un tiempo fue la única que albergó el texto constitucional.

Díaz de León dedica también sus comentarios al antiguo principio de territorialidad, característico del derecho penal tradicional y regla de oro del ordenamiento clásico, que se halla —sin embargo— sometido a una enérgica reconsideración a través de diversas vías que constituyen otras tantas aportaciones de la expansión penal contemporánea y de la lucha sin fronteras contra las formas de criminalidad que producen mayor lesión o peligro. Para ello debe tomarse en cuenta la justicia penal internacional, que México finalmente acogió mediante reforma —muy deficiente— al artículo 21 constitucional, y la denominada “jurisdicción penal universal”, que en una de sus acepciones impulsa la incursión de la ley penal doméstica más allá del ámbito territorial del Estado.

Otro asunto al que el profesor Marco Antonio Díaz de León dedica consideraciones especiales es la reparación del daño causado al ofendido —o, en su caso, a la víctima del delito, que no puede confundirse necesariamente con aquella figura—, sanción que el tratadista estima como uno de los principales aciertos del Código Penal. Es preciso recordar ahora que el derecho penal mexicano de antiguo cuño, siguiendo las orientaciones de la legislación extranjera en las que se inspiraron sus autores, previno que la reparación sería una consecuencia civil del delito, exigible por la vía penal, e incluso le dedicó tratamiento especial y separado, como puede verse en el Código Penal de 1871. Esta concepción semicivilista de la reparación del daño derivado de un delito fue modificada por el Código de 1929 y lo ha sido, igualmente, por el Código de 1931, que acoge la idea —cuestionable, en mi concepto, como lo he manifestado invariablemente— de que constituye “pena pública” de carácter patrimonial, al lado de la multa.

La idea de que la reparación del daño sea pena pública, reclamable ex officio por el Ministerio Público y sustraída al dominio de los particulares, obedece al buen propósito de que efectivamente reciba el ofendido una justa compensación por el daño que se le ha causado, compensación que no se solía conseguir cuando se asignaba a la reparación el carácter de consecuencia civil del delito, y su exigencia quedaba en manos de particulares. Fue así que la preocupación tutelar del Estado de orientación social proteccionista —de la misma naturaleza que otras expresiones jurídicas de la orientación benefactora del Estado, hoy declinante— se impuso a propósito de la reparación del daño en todos los códigos penales del país, situación que subsiste y arrastra consigo, en alguna medida, el régimen procesal de esta materia. Así lo consideraron y explicaron los autores del Código Penal de 1931, confiando en la eficacia de este régimen sobre reparación del daño para lograr que efectivamente se brindara atención a quien ha resentido el golpe del delito. En los hechos no se ha materializado la plausible intención del legislador.

En cuanto a la reparación del daño —tema relevante para Díaz de León, con plausibles motivos—, cabe observar que las reformas más recientes —y entre ellas la Ley General de Víctimas y su instrumentación— se ajustan en apreciable medida a los términos provistos por el derecho internacional de los derechos Humanos, a través de la jurisprudencia de la Corte Interamericana; en esta dirección, igualmente, marchan las disposiciones sobre esta materia contenidas en el Código Nacional de Procedimientos Penales. En fin de cuentas, es pertinente que la normativa penal haya sacado al ofendido de la oscuridad en la que se hallaba confinado. Merced a las previsiones constitucionales y secundarias —y a la influencia del derecho internacional de los derechos humanos— han cobrado presencia y dimensión los derechos sustantivos y adjetivos de este personaje de la relación penal.

Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

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