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Vol. 49. Núm. 147.
Páginas 303-333 (Enero 2016)
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Vol. 49. Núm. 147.
Páginas 303-333 (Enero 2016)
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La relación entre el sistema de la política y el sistema del derecho en México*
The relationship between the policy system and law system in Mexico
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Raúl Zamorano Farías**
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Resumen

Este trabajo se orienta a problematizar y rastrear la forma de la diferenciación operativa del sistema político y del sistema del derecho en México. Específicamente, se analizan los acoplamientos y prestaciones estructurales entre ambos sistemas, así como las condiciones de posibilidad para su operación, lo cual implica instalar el problema no sólo en la lógica del progreso y desarrollo histórico, sino también en el del proceso evolutivo de la generación y construcción tanto del orden social como de las expectativas que lo orientan y reproducen. Además, se confrontan estas formas de estructuración con los presupuestos de entender la sociedad moderna como sociedad diferenciada por funciones.

Palabras clave:
Diferenciación funcional
derecho
política
Constitución
orden social
Abstract

This work aims to problematize and trace the shape of the operational differentiation of the political system and system of law in Mexico. Specifically, analyze performance and structural links between the two systems and the conditions of possibility for its operation, which involves installing the problem not only in the logic of progress and historical development, especially in the evolutionary process of generation and construction both the social order as expectations that guide and reproduce. Moreover, confronting these forms of structuring the budgets to understand modern society as a distinct society functions.

Keywords:
Functional differentiation
law
politics
Constitution
social order
Texto completo
IIntroducción

Nuestro problema es definir una diferencia y delimitar un espacio en el cual podamos observar la emergencia del orden y del desorden.

N. Luhmann

En la actualidad, la relación entre los centros de la sociedad y las periferias constituye un problema central en la reflexión teórica sobre los efectos de la modernidad de la sociedad moderna.1 Por un lado, resulta evidente que observamos estructuras sociales que desde el punto de vista evolutivo son nuevas y bastante recientes, las cuales —no obstante— pueden ser reconducidas a una forma generalizada: la modernidad. Por otro lado, las periferias muestran una ambivalencia que es difícil de colocar en un cuadro teórico preciso; ya sea que se trate de África, América Latina o de algunas zonas europeas poco “desarrolladas”, en cualquier caso se trata de territorios que comparten los caracteres de la modernidad. Para decirlo en otras palabras, estas zonas, aun en cuanto que las periferias sean muy diversas de los centros, son un producto de la modernidad.2

Esta relación entre centro y periferia, históricamente, ha sido analizada sobre todo desde el punto de vista económico, y actualmente su estudio se orienta hacia la investigación en torno a la globalización de la política (soberanía) y de los mercados, así como de las enormes diferencias que esto ha generado entre países más o menos desarrollados, más o menos dependientes, más o menos ricos, o más o menos emergentes. Sin embargo, es necesario también concentrarse, específicamente, en las dimensiones políticas y jurídicas implícitas en dichos procesos, las cuales, por cierto, no son menos problemáticas.

En tal sentido y reflexionando sobre las contribuciones de la teoría general de los sistemas sociales, sostenemos que esta perspectiva teórica ofrece un repertorio conceptual que amplía el análisis de estos fenómenos, toda vez que supera las consabidas observaciones del qué para preguntarse y analizar cómo operan los sistemas sociales en la modernidad de la sociedad moderna, la cual operativamente construye el orden social sobre la base de la diferenciación funcional, criterio primario que reproduce y orienta la comunicación.

Precisamente, al observar el sistema de la política y el sistema del derecho en México, su materialidad y semántica político-jurídica, deviene claro que conceptos como emancipación, racionalidad, modernización, junto a la confianza en los valores que la sociedad actual ha hecho propios desde su inicio y que se han sedimentado en las Constituciones y en los programas políticos, no hacen otra cosa que rendir más vistosa y preocupante esta forma de observar el problema, pues en general orientan el análisis en función prescriptiva del deber ser (piénsese en el ya famoso eslogan del “Estado fallido o fallado”), cuando no de la moral (pérdida de los valores cívicos), llegando a eso que Michelangelo Bovero llama “la impotencia de la reflexión sobre la democracia”.

Problematizar el asunto operativo de cómo funcionan estos sistemas sociales y sus desarrollos evolutivos implica, entonces, observar las representaciones en las cuales se construye y estabiliza la forma de “inclusión y exclusión” político-social en la modernidad,3 y observar también sus diferencias territoriales, porque si bien la sociedad es una sola, obviamente los efectos de diversos sistemas funcionales se combinan, se amplifican y se estorban, en razón de condiciones que sólo se presentan regionalmente y, por consiguiente, producen modelos muy distintos. Como señala Luhmann, la diferencia global/regional ocasiona que el sistema total no se desarrolle dependiendo de una meta, sino de la historia y que siempre haya que reaccionar retrospectivamente a situaciones ya acontecidas —cosa que, a su vez, excluye una integración cognitiva y favorece percepciones de la situación regionalmente diversas—.4

Por ello, analizar los acoplamientos y prestaciones estructurales entre el sistema del derecho y el sistema de la política en México, así como las condiciones de posibilidad para su operación, implica instalar el problema no en la lógica del “progreso y desarrollo”, sino en el del proceso evolutivo, la diferenciación funcional y la forma de su operar en la generación y construcción tanto del orden social como de las expectativas que lo orientan y reproducen “ese relativismo que genera la búsqueda de la legitimación”.5

IIPresupuestos de la diferenciación funcional

Históricamente, las sociedades se caracterizaron por la negación de la contingencia.6 No obstante, el despliegue evolutivo de la sociedad está ligado a un proceso de diferenciación que lleva consigo un incremento de las posibilidades disponibles para la elección o la variación, diseminando el terreno en el que pueda desatarse una incontrolada contingencia (posible mas no necesaria), y frente a la cual ésta instrumentará límites selectivos encargados de reducir esa contingencia; de hacer probable lo improbable.7

Recordemos que el ethos de la modernidad se cristaliza, principalmente a partir del desarrollo de la concepción del individuo, del incremento y reconocimiento de la complejidad social y la consecuente desaparición del ideal inmanente o transcendente de un orden universal. Con la modernidad sucumbe la idea de un mundo finito ordenado jerárquicamente y de un universo regido por fuerzas naturales o espirituales. El mundo se desencanta —escribe Weber— y pasa a ser gobernado por leyes racionales e impersonales, que pueden ser conocidas por la razón y que permiten al hombre el dominio sobre la naturaleza.

Desde esta perspectiva, la improbabilidad puede ser definida, entonces, como una “normalidad que requiere de muchos presupuestos”,8 pues se trata de disposiciones que remiten al análisis histórico comparativo, toda vez que la improbabilidad y su normalización son siempre un producto de evolución, y, precisamente, el problema funcional central de las sociedades modernas es el establecimiento de normas que puedan regular eficientemente la coexistencia de lógicas múltiples y dispares. En clave históricocomparativa se trata, entonces, de una colocación que remite al análisis de la estabilización y producción de estructuras y semánticas (política, derecho), así como de su improbabilidad y normalización, lo cual es siempre un producto de evolución.

Esto implica reconocer que la modernidad se construye sobre una paradoja constitutiva: la imposibilidad de su propia realización como proyec-to y la experiencia de su creciente complejidad.9 Los sistemas reaccionan ante todo intento racional de planeación y control, produciendo, a su vez, complejidad. En tanto conquista evolutiva, el logro estructural resultante de este proceso evolutivo se corresponde con la diferenciación de los sistemas funcionales de la sociedad moderna. Esta diferenciación significa que ningún sistema opera ya sobre el sistema social complejo, sino dentro de él y, por lo tanto, como un sistema operativamente clausurado, como un sistema autopoiético que debe codificarse y programarse hacia la contingencia.

Estas nuevas formas de organización sistémica eliminan una larga tradición de estructuras centralizadas y presuponen sus correspondientes semánticas y códigos de operación.10 Así, tal y como los otros sistemas diferenciados, el sistema político y el sistema del derecho devienen una conquista civilizatoria irrenunciable, que actúan como factores de inclusión/exclusión, de construcción y de afirmación de las estructuras y expectativas, así como del reconocimiento y expansión de los derechos, del Estado de derecho y de la democracia.11

En la sociedad moderna, el sentido y el objeto del dominio político-jurídico estatal será, entonces, garantizar y arbitrar un orden social, y desarrollar el instrumental normativo para su realización; es decir, la creación y promulgación de leyes generales (derecho),12 que contribuyan a la estabilización de la diferenciación social, delineando y manteniendo los límites institucionales entre las instituciones legales de los subsistemas, y el logro de una mayor y estructurada complejidad dentro de ellos. 13

Retrospectivamente, observamos que el derecho, estabilizado a través del ordenamiento constitucional, libera fuerzas sociales que estaban suprimidas por el antiguo régimen;14 sin embargo, crea también las precon-diciones políticas e institucionales para la emergencia de actores políticos totalmente nuevos. Lo anterior presupone, entonces, que cualquier disputa o cualquier comportamiento extraorganizacional es seleccionado sobre la base de la contraposición entre lo lícito y lo ilícito, o entre lo constitucional e inconstitucional, contribuyendo a la reproducción de un instrumento capaz de reducir, y por lo tanto también de aumentar, la complejidad alcanzable tanto por el sistema jurídico como por el sistema político.

Evolutivamente, la diferenciación del sistema de la política, cuya función es la toma de decisiones colectivamente vinculantes por medio de mecanismos que permiten generalizar socialmente las expectativas, atribuyendo fuerza vinculante a una decisión, se acopla (utiliza) el sistema del derecho para diversificar el acceso al poder concentrado políticamente.15 Lo anterior no implica que ambos sistemas se confundan, toda vez que el presupuesto funcional es la diferenciación entre el sistema del derecho y el de la política. La política, a diferencia del derecho, utiliza el medio del poder, articulando un poder indicativo superior que coacciona con su carácter obligatorio.

El derecho, que —como indica Luhmann—16 se genera de la necesidad de seguridad, no se concentra tanto en las conductas como en las expectativas que se derivan del problema de la doble contingencia de la vida social. Si el hombre ha de gobernarse por leyes razonables, el sistema del derecho se orienta, entonces, hacia el mantenimiento estable de tales expectativas razonables, aun cuando éstas resulten vanas, pues dichas expectativas (semánticas) son normas que permanecen estables, con independencia de su eventual violación. Así, el derecho garantiza, precisamente, una delimitación de lo que puede esperarse en el tiempo y, en tal sentido, limita la libertad y separa claramente lo aceptable de lo no aceptable, haciendo plausible el anclaje con un futuro que es siempre improbable.17

Así, mientras la política tiene la función de mantener la capacidad societal de tomar decisiones colectivamente vinculantes, el derecho tiene por función la estabilización de las expectativas normativas (expectativas de comportamiento en la sociedad), utilizando para ello el código legal/ no legal y estableciendo un acoplamiento estructural con el sistema de la política por medio de la Constitución.18

Desde esta perspectiva, la Constitución es un factor de libertad más que un vínculo: el valor político de las operaciones jurídicas y el valor jurídico de las operaciones políticas se concentran, apenas, en la referencia a la Constitución, que establece, a su vez, los criterios de organización política del poder y los criterios y programas de generación del derecho. Como señala Ferrajoli,19 mediante la constitucionalización, los derechos fundamentales se tornan símbolos de futuras diferencias, en tanto unidades que tienen sentido apenas como diferencias aún desconocidas y sobre las cuales se deberá (eventualmente) decidir.

El sistema del derecho ofrece así a la política, mecanismos extremadamente sofisticados: procedimientos y programas condicionales jurídicamente regulados, lo cual posibilita una procesualización de los procesos políticos de toma de decisión.20 Lo anterior presupone, no obstante, la existencia de estructuras sociales disponibles y de programas condicionales para evitar que el sistema de la política sea apropiado por el sistema del derecho o por intereses particulares que amenacen su diferenciación, lo cual es posible gracias a una creciente juridificación de los procesos políticos por medio de la división de poderes, las elecciones políticas, la diferenciación entre política y administración, y por la inmunización de tales procesos en relación con otras lógicas funcionales (economía, ciencia, arte, religión).

De ahí que entender el proceso civilizatorio de la sociedad como resultante de diversos procesos de diferenciación hace plausible también asumir que el problema de referencia de la función y juridificación del derecho puede ser definido en un plano más abstracto que el mismo derecho. Precisamente, el derecho resuelve un problema temporal que se presenta en la comunicación social, cuando la comunicación en proceso no es basta a sí misma (tanto como expresión cuanto como “práctica”) y tiene que orientarse y expresarse en expectativas de sentido que implican tiempo. Ello permite observar que la función del derecho está relacionada con expectativas, esto es, con la posibilidad de comunicación de expectativas de comportamiento y, con esto, con el reconocimiento de tal comunicación.21

Para decirlo en otras palabras, el derecho tiene la función “de prepararse, al menos en el nivel de las expectativas, ante un futuro incierto —ge-nuinamente incierto—. Por eso con las normas varía la medida en que la sociedad produce un futuro acompañado de inseguridad”. 22 En este sentido, adquiere notabilidad la cuestión de la repetición en el tiempo, a fin de intentar estabilizar tal inseguridad (probabilidad de lo improbable). 23

No obstante, las conexiones temporales generan tanto la conformidad como la desviación de conductas, existiendo una permanente tensión entre la dimensión temporal y la dimensión social, lo cual hace que la norma y las decisiones queden siempre abiertas a posibilidades de incumplimiento.

Para Luhmann,24 “el derecho de un sistema social” no es un ordenamiento coactivo (ni un deber ser ni una sanción), sino una forma de facilitar y posibilitar expectativas mediante generalizaciones congruentes que disminuyen el riesgo, siempre presente en expectativas que se fijan como resistentes a los hechos. Pero qué pasa cuando el poder constituyente no ha sido sedimentado y delimitado temporalmente en una Constitución. O, peor aún, si no es operativo más allá del texto escrito, es posible que provea las herramientas institucionales para la solución creativa de los problemas.

¿Qué ocurre cuando estos presupuestos funcionales y de organización del poder político y jurídico, que orientan las expectativas y la construcción del orden social diferenciado, operan más como factores de exclusión, deconstitucionalización y desciudadanización creciente?25

IIIEl derecho y la política en México

Como se indicó, la característica preeminente de la sociedad moderna está dada por constituir un orden funcionalmente diferenciado, para el cual las contingencias de los órdenes segmentarios o estratificados serán percibidas sólo como rumores irritantes o disturbios ocasionales.26 En efecto, la diferenciación es el proceso de reproducir sistemas dentro de sistemas, límites dentro de los límites y, para los sistemas observantes, marcos dentro de marcos, y distinciones dentro de lo distinguido.

Lo anterior presupone la estabilidad de los límites como un resultado y como una condición de la evolución, porque únicamente protegido por los límites, y sólo dentro de sus límites, un sistema puede crecer en complejidad, ya que dentro de sus límites puede un sistema operar, construir, cambiar u olvidar estructuras.27

Precisamente, en el marco de esos límites —orden funcionalmente di-ferenciado—, el derecho y la política no tienen la función de integrar moral o centralmente a la sociedad, sino más bien de aumentar las posibilidades de conflictos —el despliegue de improbabilidades— sobre la base de los presupuestos operativos, que no pongan en peligro las estructuras sociales.

Sobre la base de este andamiaje teórico, al rastrear el trasfondo empírico del sistema político mexicano se permite distinguir e identificar las dificultades de afirmación de tales presupuestos, y observar cómo los esquemas fuertemente estabilizados de rutinización28 permanecen y se han sedimentado operativamente en este tipo de orden social.

Se sabe que en México, al igual que en el resto de América Latina, la conformación y creación del Estado-nación fue más bien un proceso de trasplante mecánico e institucionalización de prácticas normativas generadas en la Europa ilustrada, pero lógicamente sin el necesario correlato cognitivo que requerían dichas instituciones. Además, en México, como en casi toda la América hispana, los criollos, quienes estaban conscientes de que jamás tendrían influencia ni participación relevante en el diseño y determinación de las decisiones aplicables a la Nueva España, buscaron en el arsenal de la intellingentsia ilustrada, un cambio en el tipo de relación subordinada que habían mantenido con la Corona. Por lo tanto, fue una práctica generalizada que la elite, descendiente en su mayoría del colonialismo imperial, se haya articulado en función de “independizar” y generar el Estado-nación y sus instituciones, pero sobre la base de mantener intacta la organización social y económica de la Colonia y, consecuentemente, un orden estratificado.

En los hechos, resulta que en México la elite criolla, que tenía en mente la independencia y la liberación del país, adoptó las “formas” de la democracia liberal constitucional de los Estados europeos, pero mantuvo y no transformó la estructura social, y menos aún las de poder. Así, prácticamente, la joven nación mexicana debió enfrentar, entonces, el dilema de mantener las instituciones del pasado virreinal, continuando la centralización del poder, o bien formar una unión que, reconociendo las diferencias de cada región, proporcionara nuevos elementos de vinculación. Al final se combinaron elementos de la ideología ilustrada y prácticas coloniales, cuyo resultado fue el triunfo y la imposición de un gobierno federal en el nombre y centralista en la realidad. De tal forma, y simultánea a la consumación de la independencia (1821), surgía un Estado unitario mexicano, situación que quedó consagrada el 12 de junio de 1823, cuando el Congreso Constituyente reconoció a la república federal como forma de gobierno, instaurándose de esta forma el nuevo Estado federal mexicano. 29

En lo sustantivo, el texto constituyente acordado en 1823 estipuló lo siguiente: a) cada provincia se convertía en un estado independiente; b) esta independencia sería manifiesta en órganos de gobierno propios, en donde la diputación provincial se transformaba en Poder Legislativo, y el jefe político superior se convertía en gobernador; c) por ser independiente, el estado tendrá la competencia de promover su prosperidad y fortuna interna; d) la Federación es un pacto que se concretaría en el Acta Constitutiva de la Federación, y e) el objeto de la Federación es ejercer de común consentimiento ciertos atributos de la soberanía, principalmente la defensa mutua y el aseguramiento de la paz pública. Además, los acuerdos constituyentes atribuían al sistema federal la facultad de tutelar la libertad, para que cada estado pudiera gozar de sus bienes y derechos privativos, y al mismo tiempo ejercer de común consentimiento ciertos atributos de la soberanía, sobre todo lo que concierne a su mutua defensa contra los enemigos externos.30

Así, el federalismo de la época quedará marcado por una tendencia fuertemente centralista. Justamente, los controversiales elementos establecidos en este proceso constituyente darán origen a una larga e intensa pugna, que fue protagonizada por los federalistas y centralistas o liberales y conservadores, respectivamente. Producto de la guerra revolucionaria, la frágil unidad lograda hasta ese momento se hace trizas, fragmentando al país en poderes regionales más o menos delimitados territorialmente, los cuales —sin embargo— llegaron a ejercer su soberanía de manera estable (1910-1917). A fin de cuentas, la consumación de la revolución vino a verificar en la práctica un pacto regional plasmado en el congreso constituyente, mediante el cual las elites y los distintos caudillos regionales acordaron poner fin a la lucha armada, buscando un compromiso político que asegurara la integridad física del país e hiciera plausible reanudar el proyecto liberal; dicha fórmula posibilitaba a los “hombres fuertes” de cada región que pudieran apropiarse —sin límite alguno— del control político-jurídico de su estado. Esta especificidad histórica (su materialidad) está dada por el fenómeno del caciquismo, que ha acompañado el proceso evolutivo de la sociedad mexicana. Precisamente, la Constitución de 1917 consagró este pacto regional, en la medida en que reconocía, siguiendo a la Constitución de 1857, la soberanía de los estados y de sus cabecillas, o sea, los hombres fuertes.

Como se ha indicado, durante la lucha de independencia y en los años de conformación del Estado-nación mexicano, esta forma de poder regional o local se adaptó a las nuevas circunstancias. Así, durante la segunda mitad del siglo XIX, en el contexto del poder regional caciquil, el conflicto entre el proyecto centralista de Estado (proteccionista y conservador en lo económico) y el régimen federalista liberal se intensifica, y finalmente termina por imponerse nuevamente la visión y el discurso federalista, lo cual no significa de manera alguna la generación de un sistema federal, como el suizo o el norteamericano, sino más bien la estructuración de un federalismo centralizador. Más bien, lo destacable en este momento histórico fue la reproducción de una política populista, que tenía por objetivo primordial la mediatización de los grupos sociales masivos (obreros y campesinos), ello en una realidad en donde la mayoría de las veces el “Estado de derecho” fue y ha sido funcional sólo para una “inmensa minoría”.

En los hechos, el fortalecimiento y permanencia del caciquismo local se va a convertir en la columna vertebral del porfirismo, al constituirse en un medio de control político, económico y social casi total de un área geográfica determinada, y de tener en su poder el uso potencial de la violencia física para hacer de sus deseos la ley de su territorio, a la vez que funciona como intermediario del poder central. Esta forma de control político-jurídico del porfirismo se convirtió en el blanco de la lucha revolucionaria de 1910, que no obstante y paradojalmente el movimien-to revolucionario va a potenciar ahora a través del caudillismo nacional, mientras consolida el caciquismo a nivel regional.

En efecto, la operación de las instituciones formales del Estado se vio opacada por la facticidad de las decisiones y la influencia de los poderes regionales. La organización del Estado, como mediador institucional en términos de una civilización de expectativas, devino más bien en que su autoridad era un instrumento más o menos útil para reforzar la cohesión de sus integrantes, pero no el eje de organización de la vida política.31 La ley y la Constitución fueron, pues, herramientas que se usaban a discreción de acuerdo a los tiempos y las necesidades. Allí donde su capacidad de mediación era insuficiente, se recurría a la influencia del cacique o de los diversos poderes locales, los cuales, en última instancia, eran capaces de imponer decisiones, aunque con un carácter limitado.

Precisamente, esta articulación ofrece la posibilidad de observar un elemento central en la lógica que orienta la evolución de los sistemas político y del derecho en México: aquella de la debilidad de las estructuras en relación con un centro dominante y autoritario, que tras la Revolución y la promulgación de la Constitución de 1917 —y sobre la base del corporativismo clientelar— corrompe, vulnera y oblitera el cumplimento del acuerdo racional y democrático para el ejercicio de las competencias públicas de las entidades y estados de la Federación, potenciando la operatividad de un orden estratificado sobre el presupuesto de un orden social diferenciado.32

IVEl Estado corporativo y la Constitución

Tras el caótico siglo XIX y a partir de la conclusión de la Revolución mexicana (1917), momento en el cual algunas reivindicaciones sociales se convierten en programa de gobierno, se consolida y operativiza la concentración del poder político y económico a través de un Estado de derecho —y de un constitucionalismo operativamente mínimo— que, sin embargo, enmarca la “arbitraria” disponibilidad de la ley por parte de los caudillos, canalizando e institucionalizando la competencia política por medio de una estructura corporativa y estratificada. De esta forma, el orden social en México se articuló y siguió el camino trazado, desde el inicio, en la Constituyente de 1823, en el sentido de que para fortalecer al gobierno federal se debía debilitar a los estados miembros de la Federación.

Con la culminación de la Revolución se consagrará definitivamente un federalismo de jure y un centralismo en los hechos, toda vez que la práctica de un caudillismo presidencialista omnipotente vino a debilitar a los gobiernos locales y al propio federalismo. Esta situación marca el inicio de un desquiciante, desgarrador y permanente desencuentro entre la imposición de mecanismos autoritarios y centralistas (legalismo normativo) y un discurso legitimador, sustentado en la representatividad política que radica supuestamente en los mecanismos propios de la expectativa democrática (participación).33

Tras la histórica fragilidad de estructuras normativas vinculantes y de representaciones institucionales legitimadas (estructura del Estado), los caciques y los caudillos —regionales o nacionales— se han transformado en los intermediadores políticos por excelencia entre el Estado y la sociedad, consolidando híbridas formas de coordinación social premodernas que coexisten con las lógicas de coordinación social del Estado moderno. Es decir, de un orden social que a pesar de ser concebido bajo criterios de modernidad, en sus operaciones fundamentales es guiado por la lógica parcial de un centro de regulación global (sociedades concéntricas), 34 lo que en términos prácticos significa que este tipo de sociedad articula, en un plano funcionalmente diferenciado, con la preeminencia de criterios de un orden estratificado en su operar.

Lógicamente, la distinta forma evolutiva de orden social experimentada en México describe una estructuración de sistemas funcionales caracterizado por niveles de autonomía diversos, en el cual sistemas autónomos diferenciados bloquean o ponen obstáculos al despliegue autorreferencial de lógicas parciales en vías de diferenciación. De ahí que la particularidad del orden social en este país, en relación con los países de modernidades centrales o policéntricas, se ha caracterizado porque sus órdenes sociales están estructurados en torno a un sistema dominante, a un vértice.35

Al respecto, observando el problema jurídico constitucional, Neves36 traza una teoría de la deconstitucionalización fáctica, es decir, de un cambio legal puramente político, toda vez que “surge un texto legal sin una vinculación consistente con la normatividad que emana de textos (y contextos) anteriores y, ante todo, sin ninguna sustentación en procedimientos legales preestablecidos”. Por un lado, el derecho en la Constitución es bloqueado por distintos factores sociales, criterios y códigos de preferencia que le impiden cumplir acertadamente su función de filtro frente a otras influencias del entorno sobre el sistema legal (corporativismo, clientelismo), lo cual consecuentemente lo debilita. Por otro lado, la auto y heterodestructiva relación entre política y derecho implica una implosión de la Constitución como acoplamiento estructural de ambos sistemas, con cargo especialmente a la autonomía del derecho, en donde la influencia del poder político sobre el derecho no puede ser, en variados aspectos y de modo relevante, filtrada por los procedimientos constitucionales de un Estado democrático de derecho.

En tal sentido, las decisiones acerca de lo legal/ilegal son producidas generalmente por la política, siendo esto una práctica política permanente en América Latina y México, pues cuando son planeados cambios en el marco constitucional, dichos cambios no son tematizados en la contingencia del sistema legal precedente, tal y como lo exigiría la reflexividad de un derecho con altos niveles de autonomía (irritación/motivación, estructuras sociales disponibles para la efectivización y cautela de los derechos).

Por lo tanto, el problema sistémico no tiene que ver con una carencia de apertura cognitiva (heterorreferencia), sino con la insuficiente clausura operativa (autorreferencia), lo cual impide la construcción de la propia identidad del sistema legal y político, debido a que sistemas funcionales específicos, cuya autonomía operativa no ha sido completamente desarrollada, dificultan su inmunización contra las intervenciones externas de la política y hacen surgir problemas de desdiferenciación en su operar —sobre el presupuesto de la diferenciación—, perdiendo el sistema del derecho la capacidad de asegurar las expectativas cognitivas y normativas de la sociedad. Al contrario, la deconstitucionalización de la Constitución aumenta y reproduce la apatía, el desencanto político y la desconfianza hacia los poderes del Estado, toda vez que fomenta conductas que se constituyen en el caldo de cultivo de las prácticas corporativas y caciquiles.

Piénsese, por ejemplo, en el creciente aumento de las tensiones sociales en México, que van desde la frustración del individualismo hedonista del “sálvese quien pueda y como sea” hasta la desesperanza aprendida, como fórmulas que condensan y orientan expectativas que pueden conducir a resolver los problemas políticos a través de la fuerza, o la reproducción de estructuras por fuera de la legalidad normativa que presupone un Estado democrático de derecho.37 Precisamente, esto es lo que acontece en México.38

VLa plausibilidad de la estructuración de expectativas en México

Toda expectativa es una anticipación del futuro (sobre la base de la experiencia). Fijar una expectativa supone seleccionar entre las posibilidades contempladas en el entorno, un número limitado al que poder orientar la acción y experiencias futuras. Las estructuras sociales no son sino estructuras de expectativas y además una forma común a los sistemas sociales y psíquicos, a través del cual un sistema psíquico individual se representa la contingencia de su ambiente. De esta forma, mediante la complementariedad de las expectativas es posible construir sistemas sociales y no sólo esperar conductas ajenas, sino expectativas ajenas.39

En esta lógica, el sistema del derecho produce y ofrece a la política una serie de mecanismos extremamente sofisticados (procedimientos y programas condicionales jurídicamente regulados), que posibilitan una procesualización de los procesos políticos de toma de decisión, lo cual presupone, además, que el sistema de la política evite que el derecho sea apropiado por intereses particulares que amenacen su diferenciación. Si la democracia expande la sociedad en la posibilidad de construir nuevas realidades a través de decisiones que, por un lado, bloquean a la política, pero, por otro, la abren, actualizándose y evolucionando, resulta del todo evidente que desplegar esfuerzos cada vez mayores en pos de constitucionalizar la Constitución (es decir, hacer que las leyes sean efectivas en su operar) puede estabilizar y actualizar el Estado democrático de derecho.

En la operatividad del orden social en la sociedad mexicana se observa que en el sistema de la política y en el derecho, aun cuando funcionalmente están diferenciados en su forma, la preeminencia estructural se orienta sobre la base de relaciones patrimoniales. 40 En esta lógica, los mecanismos de inclusión y exclusión preexistentes impiden que se reintroduzcan las operaciones normales de funcionamiento autorreferencial de los sistemas sociales. Ello hace implausible la plena penetración de la sociabilidad de la sociedad moderna, y por tanto obliga continuamente a la sociedad a periferizarse a sí misma y a operar en la frontera de un orden estratificado, pero con sistemas funcionalmente diferenciados.

Estos esquematismos de estratificación, de “solidaridad mecánica”, de tradición patrimonial,41 estabilizan funciones que van reforzando las experiencias de desdiferenciación,42 cuyo modo de operar requiere y “ge-nera una dimensión temporal que vive de la expectativa de solicitud, de restitución de favores o de demostración de confianza en el sentido antiguo del término”,43 toda vez que tales formas se van desestabilizando y operan de manera permanente en los códigos de funcionamiento de los sistemas y orientan sus expectativas.

Estos esquemas y rutinizaciones, los cuales no admiten la plena actualización operativa de formas de diferenciación funcional, adquieren solidez sobre la base de un entretejido de dependencias e interdependencias muy estrecho, que llevan a cabo funciones que no son fácilmente reemplazables y que, por lo mismo, generan y producen, a su vez, expectativas de confianza social. Al respecto, gran parte de las dificultades institucionales que perturban la operatividad del sistema político mexicano pueden rastrearse en la recursividad de esquemas construidos sobre creencias y prácticas tradicionales. Ello es posible en la medida en que los códigos de los subsistemas —es decir, aquello que los distingue como tales— no son claros, se sobreentienden o están sólo formalmente diferenciados.44

Precisamente, la consecuencia de este tipo de lógica es que reproduce una forma de orden social, que reconociendo los presupuestos de la diferenciación funcional, los oblitera en su operatividad. Mas lo anterior tampoco significa que el sistema interrumpido de esta manera no siga funcionando; sí lo hace, pero condicionado sobre la base de una articulación operativa que sigue siendo estratificada, cuando no patrimonial. 45

Esta dinámica va estabilizando la centralidad, así como la desdiferen-ciación/“diferenciada”46 de los sistemas particulares, toda vez que se es tructura sobre la base de un único sistema que opera y determina la orientación del orden social, pero y además en una lógica operativa que crea también sus productos, sus formas de exclusión, así como sus mecanismos para incluir exactamente lo excluido, llegando —incluso— a sustituir funcionalmente los presupuestos temporales de la diferenciación política y del derecho por implícitos personales.47

Tales prácticas, orientadas por este tipo de expectativas, no pueden —sin embargo— ser reducidas ni justificadas apelando al análisis de acciones de corrupción, de mentalidades, conductas desviadas o patológicas, sino como forma cotidiana del operar de la sociedad que crea orden, crea una semántica, un script que orienta la confianza social, y cuya desaparición aumentaría la inseguridad y la exclusión; es decir, formas sustitutivas que y paradójicamente frente a la inseguridad generan mayor seguridad y confianza social. Así, tanto el derecho como la política se configuran y reproducen a partir de relaciones sociales, económicas, ideológicas y culturales estrechamente determinadas sobre la base operativa relacional de un orden estratificado, definido y caracterizado por la influencia personal, por la cercanía/distancia con el líder, el caudillo, el partido o el director.48

Como se ha indicado, al observar la forma de cómo opera el sistema del derecho mexicano se constata que más allá del éxtasis por la reforma constitucional y la inflación jurídica, por la implementación de castigos y nuevas formas de criminalización, la sanción de los aspectos legales (inclusión) o ilegales (exclusión) no pasa por el filtro de la unidad de esa diferencia (distinción legal/no legal),49 poniendo en duda el código que usa el derecho y evidenciado cómo en la práctica éste se politiza o depende del “derecho” discrecional o del más fuerte.50

Dichas formas de operar actúan, entonces, como un sustituto que, desde lo excluido (ilegal), incluye para operar la función del sistema, siendo un equivalente de reciprocidad en las sociedades diferenciadas, pero cuya lógica se estructura sobre la base de la estratificación (familias, corporaciones, clanes). Consecuentemente, aun cuando este tipo de operaciones generen una total inseguridad y pérdida de confianza de que se cumplan los presupuestos y expectativas de la diferenciación funcional de la sociedad moderna, abren la posibilidad de crear o incluir otros mecanismos y prácticas que en su operar se tematizan semánticamente como “normalidad” al interior de los sistemas.

Esta reproducción de script fácticos, desde la trastienda del relato, consolida esquemas culturales que orientan las relaciones personales, donde siempre deviene más fácil incluir los ilícitos como forma operativa cotidiana que regirse por las normas y disposiciones legales (característica del derecho moderno).51 Sin embargo, estos “problemas” no son el resultado de características de la personalidad, de las mentalidades o del “subdesa-rrollo”, sino más bien de operaciones informales que recursivamente terminan por tematizarse en los códigos de los sistemas y coexisten con la normalidad de la diferenciación funcional (política, derecho), reproduciendo “nuevas” posibilidades de confianza, nuevas expectativas en relación con las leyes, así como personales formas y estructuras que consolidan un particular tipo de orden político.

El resultado de todo esto no es la “falla” del Estado o la ausencia del derecho, sino simplemente la evidencia del déficit sistémico (operativo) y la ausencia de estructuras sociales disponibles, así como la fuerte entronización de esquemas culturales estratificados que son aceptados como parte del orden social, haciendo que el poder político y la legalidad del derecho pierdan relevancia en su accionar.52 Tal déficit, o bajo nivel en la construcción institucional —por cierto, manifiesto en la sociedad mexica-na—, está íntimamente ligado a las formas asumidas en el proceso histórico de autoconstitución de la sociedad, específicamente con la erosión de los acuerdos legales constitucionales por parte de formas populistas y del personalismo clientelar.

Precisamente, en México el proceso de extensión de la ciudadanía tampoco ha contribuido necesariamente a incrementar la juridificación. La politización no ha sido acompañada por un incremento de la complejidad institucional. Más bien, la diferenciación funcional fue, en realidad, seguida por un agudo descenso de la densidad institucional, en un marco en el cual la domesticación y delimitación temporal de elementos prepolíticos y la operatividad de las estructuras político-jurídicas diferenciadas siguen siendo frágiles y ortogonales a la fortaleza y preeminencia de estructuras que vinculan por la vía a los esquemas estratificados.

La exclusión reentra entonces al sistema como forma de inclusión, de tal manera que lo ilegal se sobreentiende como “legal”. Al perder la capacidad de vinculación mediante su código (gobierno/oposición) y a través de las organizaciones propias del sistema político (partidos políticos, burocracia estatal, organizaciones sindicales o sociales) se van articulando otras formas de consenso y sobreentendidos en la lógica de redes clientelares, dando cuerpo a esquematismos y rutinas que se hacen —en el aquí y ahora— más efectivas para lograr el objetivo puntual y también, lógicamente, para acentuar la desdiferenciación del sistema político, pues y paradójicamente son las únicas que generan o confianza o, en su caso, miedo.53

Precisamente, al no estar delimitados los lazos vinculantes y de socialización política, la persona social deviene masa biológica que se incluye sobre la base de lazos familiares y de pertenencia a grupos o estratos corporativos (redes de inclusión de la exclusión), obliterando las formas y mecanismos de operación simbólica, anulando la posibilidad de anclaje al futuro, y modificando las expectativas, mas no sobre la base de la diferenciación y el anclaje al futuro en tanto expectativa, sino sobre la base de un presentismo eterno.54

En ese contexto, donde los sistemas se dejan al arbitrio generalizado, que dependen de una única forma de integración, y donde todo se cosifica en el tiempo presente, artefactos y sustitutos funcionales, como la moral, la violencia o el miedo, emergen como redes estratégicas que buscan superar la exclusión. Al no desplegarse estructuras operativas claras, para tematizar los problemas en la sociedad, la articulación social se orilla crecientemente al juicio moral, al miedo o la violencia generalizada, en tanto y cuanto forma de resolución descarnada pero real del conflicto.

Ahora, ¿cuáles son las consecuencias al estabilizarse el desequilibrio operativo y el déficit sistémico por medio de la captura de las estructuras políticas y constitucionales vía intereses particularistas?

Cuando los presupuestos de las estructuras diferenciadas presentan problemas en el cumplimiento de su función limitativa y están lejos de la coordinación de la autonomía funcional de los sistemas sociales, observamos que el sistema no colapsa ni tampoco está “fallado”, sino más bien que en su operar se estabiliza el particularismo y se resemantizan expectativas (tanto cognitivas como normativas), precisamente como estrategia útil para generar confianza y orden social, y ello con todas sus implícitas consecuencias, generando exactamente las posibilidades y límites del operar del orden social y de sus articulaciones —en tanto mecanismos y sustitutos funcionales—, que van estructurando la forma de orden social con la cual opera la sociedad y, consecuentemente, las expectativas y posibilidades/ límites que ello produce. En los hechos, se estabiliza el desequilibrio en y entre las operaciones de los sistemas funcionales.55

¿Qué ocurre entonces cuando a falta de mediaciones no hay modo de absolver los conflictos al interior de la comunidad, salvo por privilegio moral, exclusión o violencia, o cuando las instituciones funcionan clientelarmente —en tanto mecanismo y patrón de cultura política, intercambios y arreglos con el poder— que se autolegitima y produce particulares posibilidades de pertenencia? ¿Qué sucede en un orden social articulado sobre la base de una federación de feudos, donde prácticamente cada señor quiere ser presidente de la república y cuyo régimen político ancestral y permanente es justamente la corrupción, las componendas y los compromisos entre los distintos grupos y clanes políticos?56

Se sabe que los factores de identidad, generados por los procesos de civilización, ejercen una influencia importante sobre los esquemas de “rutinización” y sociabilidad; pero cuando el antiguo orden se naturaliza en estructuras de la sociedad sobre la unidad de la familia, del rango o de la estratificación (que impone un solo y único esquema cultural o de “valores”), todos los demás presupuestos resultan totalmente inútiles y conducen más bien a un peligroso empeoramiento de las tensiones y desencuentros entre las expectativas y la operatividad del orden social.

La reproducción de este tipo de esquematismo, aun cuando no facilita la diferenciación, convence por su factualidad, porque cristaliza particulares condiciones que se imponen, precisamente, como una manera particular de organización social, desarrollada a través del tiempo y que estabiliza lógicas operativas. Si la función de ciertas formas y costumbres es interpretativa y discrecional, se cristaliza en una cultura de la simulación, del montaje, del juego de apariencias sucesivas e inconsistentes, consolidando una lógica de excepción y haciendo indiferenciable el hecho y el derecho. El resultado previsible es que derecho y hecho se hacen indistinguibles, generando sentidos discrecionales, como sustituto que funciona aun cuando opere fuera de la forma jurídica (ley).57

Mas no se trata de perversiones o desviaciones anómicas, sino de la estabilización y generación de estructuras sociales privadas —ancladas en contactos y relaciones de cercanía o lejanía personal—, que crean confianza social. Estas estructuras son construidas a partir de la naturalización parcial de la confianza, que van produciendo posibilidades y horizontes únicos y específicos. Una contaminación naturalizada entre las estructuras diferenciadas funcionalmente y esquemas y dispositivos personales, con estructuras disponibles que funcionan, sustituyendo la incerteza y generando confianza, pero también clausurando las posibilidades de construir posibilidades de decisión (futuro).58

Cuando las acciones personalizadas son atribuidas al exterior, acentúan la fragilidad de la oferta social (característica de la diferenciación funcional de la sociedad moderna), de tal forma que la posibilidad de los individuos se orienta y consume en el uso de las formas que el contexto local ofrece (Dios, la fatalidad, el partido, el dirigente, el caudillo). Lo anterior presupone, entonces, que la individualidad, la decisión y las formas de inclusión o exclusión de la persona ya no se construyen, sino que están simplemente determinadas.59

VIConclusiones

Marca una diferencia, y si tienes conclusiones, huye con ellas...

Nexus

La diferenciación funcional de los sistemas sociales no tiene pretensiones de carácter normativo o del deber ser, sino más bien busca resolver el viejo problema de la integración, preguntando sobre sus posibilidades al margen de cualquier supuesto dogmático o reificado. Se trata de una forma operativa de la diferenciación, en la cual las personas participan en todos los sistemas funcionales, dependiendo de en qué ámbito funcional y bajo qué código se introduce la comunicación; cambiando sus acoplamientos con los sistemas en cada momento, y dejando de lado la tipificación que se hacía en sociedades estratificadas, en donde la norma definía lo que el individuo era de acuerdo a su procedencia (origen social).

Observar a la sociedad moderna —funcionalmente diferenciada— y sus periferias es precisamente esto: observar cómo el presupuesto de la separación entre cuestiones jurídicas y políticas no es usual en muchos Estados del sistema mundial, México entre ellos, y que poco sirve tildar de “corruptas” las soluciones a los problemas que allí se practican,60 toda vez que las lógicas y productos generados en la sociedad esquematizan sus propias estructuras operativas.

En esta lógica, el sistema del derecho genera y ofrece al sistema de la política, procedimientos y programas condicionales jurídicamente regulados, posibilitando la procesualización en la toma de decisión. Por su parte, el sistema de la política evita que el derecho sea apropiado por intereses particulares que amenacen su diferenciación, pero cuando la homogeneidad y la desdiferenciación operativa, en donde la funcionalidad patrimonial de los dispositivos estratificatorios constituye una realidad factual preeminente, se generan también otros esquemas y formas de inclusión de lo excluido en la inclusión social.61

Esquemas en donde la negación y trivialización de la violencia, la simulación recursiva y el exterminio criminal se estabilizan al amparo deobispos, políticos, policías, jueces y gobernadores que se protegen entre sí,62 y que también son utilizados por la ciudadanía como esquemas que hacen plausible la creación de una confianza social, construyendo formas que, paradójicamente, permiten a este tipo de sociedades resolver de manera diferente los problemas que porta la modernidad, pero con todas las consecuencias de esa modernidad.63

Precisamente, y más allá de dogmas naturales, revolucionarios o axiológicos, éstas son las posibilidades y límites de cómo en su diferenciación funcional opera el orden social y las expectativas de la democracia en México.

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Este artículo tiene su origen en la ponencia presentada en el Seminario Observaciones a la Teoría de Sistemas de Niklas Luhmann, en la Universidad Nacional Autónoma de México (FCPyS, CETMECS, 6 y 8 de mayo), y forma parte del proyecto de investigación “Procesos de diferenciación en la periferia de la sociedad moderna: el sistema político en México”, Conacyt-México, Ciencia básica: 131060.

Profesor-investigador en el Centro de Estudios Teóricos y Multidisciplinarios en Ciencias Sociales (CETMECS), UNAM.

Entendemos por “periferia de la sociedad moderna” el tipo de orden social cuya característica preeminente opera sobre la base de formas que se desenvuelven en el campo de las relaciones personales y no en el de la organización, y en donde su operar tiende a la no diferenciación (orden estratificado); es decir, como una diferencia socioestructural producida por la modernidad —de parte de sí misma y respecto de sí misma—, la cual construye una imagen de sí misma, y lo que no entra en esa imagen se considera como su periferia, lo cual no significa, en caso alguno, que en este tipo de diferenciación la periferia sea menos importante que el centro, pues ello equivaldría a aprehender esta forma de diferenciación de manera falsa, según el modelo de relación por rangos jerárquicos. Véase Luhmann, Niklas, “Causalità nel Sud”, en Corsi, Giancarlo y De Giorgi, Raffaele, Ridescrivere la questione meridionale, Lecce, Pensa Editore, 1998; Corsi, Giancarlo y De Giorgi, Raffaele, Ridescrivere la questione meridionale, Lecce, Pensa Editore, 1998.

Históricamente, los sistemas políticos, en la periferia de la moderna sociedad, alcanzan un grado de diferenciación como sistema de control centralizado que guía a toda la sociedad, y el cual, mediante la forma del Estado, ha ido incorporado crecientemente a la ciudadanía en la organización política. Sin embargo, las posibilidades de mantener el elevado nivel de alternativas decisorias en el ámbito del sistema político es problemática, precisamente porque los espacios de la decisión de los sistemas políticos no se encuentran claramente delimitados, y además porque coexisten con órdenes fuertemente estratificados o no plenamente diferenciados en su operar.

En donde la “función” del sistema político no es más aquella de alcanzar concretamente la vita buona o el ideal de la perfección, sino tan sólo coordinar —tomar— decisiones vinculantes para todos, al tiempo que el derecho no se basa más en la estratificación como criterio de construcción y composición de los conflictos, sino exclusivamente sobre la base de programas propios, que sin eliminar el conflicto, permiten que éste se despliegue al interior y con los elementos y operaciones del propio sistema. De ahí, precisamente, la importancia de observar cómo operan estos sistemas sociales.

Esto también nos obliga a interrogarnos si los instrumentos más difundidos hoy, entre los observadores de estos problemas, están a la altura de la complejidad del problema. En este sentido, podemos preguntarnos lo siguiente: ¿es adecuado partir de distinciones como elites dominantes/pueblo dominado, democracia/poliarquía/oligarquía, o de repeticiones y viejas analogías naturales o morales? Distinciones que, sin embargo, constantemente son objeto de consideraciones y presupuestos para operar una crítica moral e ideológica de la modernidad.

Luhmann, Niklas, “Globalización o sociedad mundial: ¿cómo concebir la sociedad moderna?”, International Review of Sociology, vol. 7, 1997. Sobre los límites y posibilidades de esta perspectiva teórica, lo cual no forma parte de este trabajo, remito al texto de Estrada Saavedra, Marco y Millán, René (coords.), La teoría de los sistemas de Niklas Luhmann a prueba. Horizontes de aplicación en la investigación social en América Latina, México, El Colegio de México-UNAM, 2012.

Luhmann, Niklas, La sociedad de la sociedad, México, Herder-Universidad Iberoamericana, 2007.

La sociedad moderna elabora selecciones de sentido como antídotos frente a la complejidad, reduciendo así las posibilidades de relaciones totales. Ibidem, pp. 101-103.

Luhmann, Niklas y De Giorgi, Rafaelle, Teoria della società, Milán, Franco Angeli, 1996, pp. 169 y ss.

Es decir, todo programa de intervención racional produce resultados inesperados al actuar sobre la realidad.

Luhmann, Niklas, La política como sistema, México, Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 217; id., La sociedad..., cit.; Corsi, Giancarlo, “Ética y política”, ponencia presentada en el XVI Congreso Internacional de Filosofía de la AFM-Filosofía: “Razón y Violencia”, Toluca, Universidad Autónoma del Estado de México, 24-28 de octubre de 2011.

Ferrajoli, Luigi, ¿Democracia sin Estado?, 2011, disponible en: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=121400 (fecha de consulta: 31 de enero de 2011).

Kelsen, Hans, Esencia y valor de la democracia, México, Colofón, 1992.

Luhmann, Niklas, 1985, pp. 5 y 6; Zagrebelsky, Gustavo et al. (coords.), Il futuro della costituzione, Turín, Einaudi, 1996.

La Constitución, tal y como fue construida entre los siglos XVIII y XIX, es ciertamente una adquisición evolutiva que responde a las condiciones socioculturales que, en el arco de poco más de un siglo, se han transformado profundamente. La característica de la modernidad está dada por la desilusión del supuesto orden natural y la drástica preeminencia de la diferenciación social, en donde el orden social, la política y el derecho no dependen más de las costumbres naturales o de la imposición de la nobleza legitimada por el orden divino. Precisamente, los derechos fundamentales son el sustituto funcional de las diferencias “naturales” típicas de la sociedad premoderna.

Luhmann, Niklas, El derecho de la sociedad, México, Universidad Iberoamericana, 2002, pp. 208 y 209.

Idem.

Corsi, Giancarlo, “Evolución”, en Corsi, Giancarlo et al., Glosario sobre la teoría social de Niklas Luhmann, México, Anthropos-Universidad Iberoamericana, 1996, p. 54.

La figura semántica del Estado de derecho deviene, entonces, en el símbolo abstracto de un acoplamiento estructural entre política y derecho, por medio de un contenedor constitucional que permite la diferenciación estructural de ambos sistemas. Véase Luhmann, Niklas, El derecho..., cit.; id., La política..., cit.; id., La sociedad..., cit.; id., I diritti fondamentali come istituzione, Bari, Edizioni Dedalo, 2010.

Ferrajoli, Luigi, op. cit.

Pero para alcanzar estos niveles de decisión no es suficiente conocer las condiciones normativas, sino además es preciso construir las estructuras y los procedimientos necesarios; es decir, es preciso que se construyan programas decisionales que especifiquen responsabilidades y competencias, que estipulen tiempos y espacios de operación que estabilizan la confianza en las decisiones articuladas por las organizaciones formales.

Luhmann, Niklas, El derecho..., cit., p. 182.

Ibidem, p. 187. Para su aplicación, el derecho depende de la política, y sin la perspectiva de esta imposición no existe ninguna estabilidad normativa convincente que sea atribuible a todos. La política, a su vez, utiliza el derecho para diversificar el acceso al poder concentrado políticamente. Ibidem, p. 208.

Pero la relación entre tiempo y estabilización de expectativas se da por medio contrafáctico, manteniendo una permanente contradicción con el entorno social, una vez que esas conexiones temporales normativas producen nuevas oportunidades de consenso y disenso; esto es, son situaciones en las cuales la propia decisión debe tomar partido en contra o a favor de una determinada expectativa. Ibidem, p. 187.

Zagrebelsky, Gustavo et al. (coords.), op. cit.

Lo anterior no supone de forma alguna que la teoría de la diferenciación funcional deba operar como un principio normativo desde el cual evaluar el funcionamiento del sistema del derecho y del sistema político en México, sino simplemente ofrece la posibilidad de observar a partir de distinciones la forma operativa en la cual la diferenciación se lleva a cabo, sin derrapar en la incontinencia del deber ser, la anomia, la desviación social o la pérdida de valores, pues hasta la corrupción se ha construido y estabilizado como script cultural, el cual, sean cuales sean sus consecuencias, funciona por que funciona, incluso al interior del sistema del derecho, como es obvio en este país. Al respecto, baste leer la prensa.

Luhmann, Niklas y De Giorgi, Rafaelle, Teoria della società, cit., pp. 290 y 291.

Luhmann, Niklas, “Globalización o sociedad...”, op. cit. Una doble clausura, señala Luhmann, de los límites externos e internos que separan el entorno del ambiente interno de los subsistemas como condición necesaria para el mantenimiento de la estabilidad, a pesar de una evolución que apunta a la improbabilidad cada vez más creciente de estructuras y universales evolutivos.

Giddens, Anthony, La Constitución de la sociedad. Bases para una teoría de la estructuración, Buenos Aires, Amorrortu, 1995.

Como consecuencia del Plan de Iguala se suscriben los Tratados de Córdoba el 23 de agosto de 1821, en los que se postula el surgimiento de una nación soberana e independiente bajo el nombre de Imperio mexicano. El Plan de Iguala prescribe para el nuevo Imperio: la religión católica sin aceptar otra, en donde el clero y los criollos adinerados conservaran todos sus privilegios; asimismo, reivindica a la monarquía y al orden social impuesto de manera tradicional. Sobre esto, véase Zamorano Farías, Raúl, “Democracia y constitucionalismo en América Latina. El federalismo mexicano: entre el texto y el contexto”, en Lizcano, Francisco (coord.), Entre la utopía y la realidad. Enfoques para una reinterpretación histórica y conceptual de la democracia en América Latina, México, UNAM-Universidad Autónoma del Estado de México, 2006.

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Escalante Gonzalbo, Fernando, Ciudadanos imaginarios, México, Colmex, 1992, pp. 52 y 110.

Zamorano Farías, Raúl, “Democracia y constitucionalismo...”, op. cit.

Sin embargo, es importante considerar que durante el siglo XX, la confusa articulación de estos elementos posibilitan cierta “estabilidad” política y la continuidad institucional del México moderno, que se consolida tras la formación del partido único oficial dominante, el cual gobernó al país entre 1929-2000 (PRI).

Mascareño, Aldo, “Teoría de sistemas de América Latina. Conceptos fundamentales para la descripción de una diferenciación funcional concéntrica”, Persona y Sociedad, vol. XVII, núm. 2, 2003.

En este tipo de orden social, el desarrollo autónomo de cada esfera se ha hecho dependiente del sistema central, transformando los acoplamientos en procesos de desdiferenciación que dificultan el despliegue de la especialización de funciones. La desdiferenciación surge cuando —en su operar— las relaciones de interdependencia dejan a un lado los acoplamientos y algún sistema funcional interviene en las operaciones básicas de otro sistema, haciendo difuso los límites del sistema con su entorno. Sobre esto, véanse Luhmann, Niklas, Sistemas sociales: lineamientos para una teoría general, México, Alianza Editorial-Universidad Iberoamericana, 1991; id., The Differentiation of Society, Nueva York, Columbia University Press, 1982; Luhmann, Niklas y De Giorgi, Rafaelle, Teoria della società, cit.

Neves, Marcelo, A constitucionalização simbólica, São Paulo, Editora Acadêmica, 1994.

Por un lado, los espacios de la representatividad ampliada son colonizados cada vez más por los partidos políticos (y/o grupos corporativos), los cuales, de alguna manera, consagran formas de autocracia que impiden la representatividad real. Por otro lado, los ciudadanos no tienen acceso a ningún control de los verdaderos centros de poder de un Estado moderno, como son la burocracia, las empresas, los ejércitos, el mercado. De ahí también su permanente reclamo sobre la necesidad de una democratización más vasta de la vida social, planteando que el problema actual del desarrollo democrático no sólo tiene que ver con “quién vota, sino además dónde se vota”. Véase Bobbio, Norberto, A era dos dereitos, Río de Janeiro, Editora Campus, 1992.

Es dable insistir en el hecho de que en una estructura sociojurídica federal o unitaria, el Estado democrático de derecho consagra la existencia de la ciudadanía en cuanto hay una asignación y un reconocimiento universal de la razón, como expectativa reconocida y estructurada legalmente (derecho), razón por la cual el derecho se constituye también en un espacio abierto para la lucha y reivindicación de derechos y las garantías fundamentales, como ha señalado Bolsan de Morais (Costituzione o barbarie, Lecce, Pensa Editore, 2004). La juridificación o constitucionalización de la Constitución posibilita usar el texto constitucional en el sentido de reivindicación de los derechos, es decir, en el sentido de exigir lo que allí se declara y reconoce.

Luhmann, Niklas, Sistemas sociales..., cit.

Las sociedades orientadas por esquemas culturales “patrimoniales” (“tradicionales”) articulan mecanismos que bloquean sus capacidades transformadoras. Este tipo de sociedades presentan una ausencia de diferenciación estructural entre centro y periferia, y un alto grado de exclusión y segregación, así como escasa articulación simbólica de vinculación política: América Latina, España, Portugal, Medio Este, Sudeste asiático, Sur de Asia. Véase Wolf, Eric R., Peasant Wars of the Twentieth Century, Nueva York, Harper and Row, 1969, pp. 160, 161, 274 y 275.

En donde la ley se acata, pero no se cumple, puesto que aun cuando los cambios se prescriban o legislen, se quedan en simple retórica o en mero maquillaje si no es posible confrontar y modificar los esquemas culturales. Véase Echeverría, Bolívar, “Dos apuntes sobre lo barroco”, en Echeverría, Bolívar y Kurnitzky, Horst (coords.), Conversaciones sobre lo barroco, México, UNAM, 1993, pp. 68 y 69.

Este proceso surge cuando las relaciones de interdependencia dejan a un lado los acoplamientos e intervienen en las operaciones basales de otro sistema, haciendo difusos los límites del sistema con su entorno y, por tanto, reduciendo drásticamente las posibilidades y expectativas de acoplamiento, los cuales alcanzan niveles de hipertrofia que serían inexplicables sin estas redes de inclusión. Véase De Giorgi, Raffaele, “Redes de inclusión”, en Castañeda, Fernando y Cuellar, Angélica (coords.), Redes de inclusión. La construcción social de la autoridad, México, Miguel Ángel Porrúa-UNAM, 1998.

Corsi, Giancarlo, “Redes de la exclusión”, en Castañeda, Fernando y Cuellar, Angélica (coords.), Redes de inclusión. La construcción social de la autoridad, México, Miguel Ángel Porrúa-UNAM, 1998, p. 37.

Piénsese en el esquema patrimonialista que orienta al sistema de la política en México, o en el fenómeno del narcotráfico o la violencia: sustitutos funcionales y formas de autoentendimiento que obstaculizan o neutralizan la institucionalización de las expecta-tivas cognitivas y normativas, pero que condicionan la operatividad del sistema político y del derecho. Al respecto, véanse, entre otros, Camp, Roderic A., op. cit.; Carpizo, Jorge, op. cit.; Carrillo Prieto, Ignacio, op. cit.; Córdoba, Arnoldo, op. cit.; Cueva, Mario de la, El constitucionalismo a medianos del siglo XIX. El constitucionalismo mexicano, México, UNAM, 1957, t. II; Meyer, Lorenzo, “Los caciques: ayer, hoy ¿y mañana?”, Letras Libres, México, 24 de diciembre de 2000; id., El Estado en busca del ciudadano. Un ensayo sobre el proceso político mexicano contemporáneo, México, Océano, 2005; Paré, Luisa, Caciquismo y poder político en el México rural, México, Siglo XXI-UNAM, 1975; Salgado, Rogelio, Formas de inclusión/exclusión de los grupos étnicos al sistema de la política en México. Una observación desde la teoría general de los sistemas sociales, tesis de Licenciatura en Sociología, México, UNAM, 2013; Salmerón Castro, Fernando, “Caciques. Una revisión teórica sobre el control político local”, Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, México, vol. XXX, núms. 117-118, julio-diciembre de 1984; Stavenha-gen, Rodolfo, “Siete tesis equivocadas sobre América Latina”, en Stavenhagen, Rodolfo, Sociología y subdesarrollo, México, Nuestro Tiempo, 1981; Villoro, Luis, El proceso ideológico de la revolución de independencia, México, UNAM, 1967.

Se sabe, por ejemplo, que antes y después de la Revolución, en México no existe ni se ha desarrollado la práctica del debatir, del dialogar (característica de la democracia moderna). Al contrario, todo es ad hominen, es decir, se va en contra la persona y no sobre los argumentos (se opina para convencer sin razonamientos), porque al príncipe, al presidente, al gobernador, al político o al director de Facultad “no se le cuestiona”, sino simplemente se le “apoya”.

La desdiferenciación puede ser descrita como intervenciones sistémicas, en las cuales, aunque se conserva la autonomía propia de sistema, en su operar éste queda impedido para coordinarse de forma íntegra con los demás sistemas. Véanse Mascareño, Aldo y Chernilo, Daniel, “Obstáculos y perspectivas de la sociología latinoamericana: universalismo normativo y diferenciación funcional”, en Estrada Saavedra, Marco y Millán, René (coords.), La teoría de los sistemas de Niklas Luhmann a prueba. Horizontes de aplicación en la investigación social en América Latina, México, El Colegio de México-UNAM, 2012, pp. 50 y 51; Zamorano Farías, Raúl, “Diferenciación y desdiferenciación política en la modernidad y periferia de la sociedad moderna”, Economía, Sociedad y Territorio, Toluca, vol. IV, núm. 13, 2003; id., “Diferen-ciación y periferia de la sociedad moderna: orden social y sistema político en México”, en Ciaramitaro, Fernando y Ferrari, Marcela P. (coords.), A través de otros cristales. Viejos y nuevos problemas de la historia política de Iberoamérica, México, Universidad Autónoma de la Ciudad de México-Universidad Nacional de Mar del Plata, 2015.

La producción teórica y el análisis político se han centrado, en el último tiempo, en describir y sostener las tesis de la ausencia del Estado (Estado fallido, fallado) y la no existencia del derecho, sin problematizar que justamente porque existe el Estado y el derecho son plausibles esas formas de operación. Por tal motivo, deviene interesante analizar precisamente cómo operan y se estabilizan este tipo de prácticas y esquemas, en donde “la ausencia de la ley es la ley”.

Cultura de la simulación que constituye la lógica social operativa no sólo de los dirigentes políticos, sino también de todas las formas de organización y relación social, posibilitando que la “lucha” contra la corrupción se centre en el discurso ético, mas no en la aplicación de la ley (venta y/o herencia de cargos políticos y públicos, desde las notarías hasta las plazas de maestro en el sistema educativo).

En México, como en América Latina, es constante este no cumplimiento de las expectativas estabilizadas en los sistemas funcionales. Para ahondar en el tema, principalmente desde la relación política/derecho, donde muchas veces la “ley se acata, pero no se cumple”, véase Zamorano Farías, Raúl, “Diferenciación y desdiferenciación política...”, op. cit., pp. 63-93.

El resultado es que el sistema del derecho queda imposibilitado de su autonomía y desdiferenciado en su operar, y en la práctica, los conflictos acaban resueltos al margen del derecho. Lo anterior produce también un particular tipo de acoplamiento con otros sistemas, fundamentalmente con el de la política. Mas el sistema no puede dejar de ser lo que es, pues sigue operando, seleccionando y tematizando la irritación (o no), pero no puede destruirse. Sólo en la biología se reconocen este tipo de estructuras “suicidas”, como la muerte celular programada (apoptosis). “Todo sistema está adaptado al propio entorno, al menos hasta que sea capaz de existir”. Véanse Luhmann, Niklas, La sociedad..., cit.; Corsi, Giancarlo, “Evolución”, op. cit., p. 77.

Condición para que los señores (presidente, legislador, gobernador o juez) aprueben un acto ilegal, y también para que los empleados de estos poderes no rindan cuentas ante la ley. Investidos de autoridad “democrática” pueden ampararse, robar, mentir, violar, detener, torturar o desaparecer, con la anuencia que fundamenta il arcana imperii o la raison d'état.

Loveman, Brian, The Constitution of Tyranny. Regimes of Exception in Spanish America, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, 1993. Así, la forma de inclusión de lo excluido en los sistemas sociales (política, derecho) opaca la función de acoplamiento estructural, con los resultados y posibilidades que tal estructuración produce. Piénsese en el caso del Partido Revolucionario Institucional (PRI), del Partido Acción Nacional (PAN) y del Partido de la Revolución Democrática (PRD), que a pesar de que todos son diferentes, su ADN programático, orgánico y cultural comparte la misma matriz patrimonialista, autoritaria y clerical, lo cual garantiza la continuidad del statu quo y de las lógicas de orden social que articulan la democracia en México. En esta lógica de obnubilación ha devenido típico el legalismo e inflación jurídica, de tal forma que hasta las normas administrativas son incluidas como normas constitucionales. Véase Zamorano Farías, Raúl, “Diferenciación y periferia de la sociedad...”, op. cit.

En este contexto, la inclusión ya no está dada por los presupuestos de la diferenciación funcional, sino por la utilización de criterios y formas particulares para alcanzar algún objetivo. Se trata de criterios de pertenencia, donde las cuotas políticas, las amistades, las influencias, las cooptaciones, la militancia y hasta la “fe” son fundamentales. Si no se está bajo el alero del partido, del caudillo, del “señor director”, difícilmente se podrá tener acceso a favores económicos, laborales, educacionales o asistenciales. En la práctica, las expectativas personales se condicionan a esta lógica, en el entendido de que asegurando su respaldo al grupo, corporación o familia, éstas serán atendidas (clientelismo). Un tragicómico ejemplo es el de la carrera académica profesional. Piénsese en los famosos concursos de oposición en el sistema académico universitario, donde alrededor de un 60% de los miembros ha vencido el concurso por cualquier razón menos la académica, y además en donde la cualificación científica no se define sobre la base de los programas condicionales, sino por el “apoyo” a la dirección de la facultad o centro de investigación.

Con este desvanecimiento de posibilidades y anclaje con el futuro, los seres humanos cuentan sólo como masa biológica, pero no como personas. Véase Luhmann, Niklas, La sociedad..., cit.

De Giorgi, Raffaele, op. cit., p. 26.

Del cual participan todos los partidos y todos los miembros de la casta partidocrática, y donde la “oposición” (PAN-PRD) sólo existe como emblemático ritual de oposición “democrática”, toda vez que no son ni lo uno ni lo otro, sino parte de lo mismo.

Y cuya “historia podría ser siempre contada por un idiota” (William Shakespeare).

Corsi, Giancarlo y De Giorgi, Raffaele, Ridescrivere..., cit., pp. 51-62.

Ibidem, pp. 23-78. El esquema político patrimonialista produce una “incapacidad general de los Estados... de crear un sistema de leyes y normas transparente y consistente para dirigir el comportamiento social. Debilidad estructural que radica fundamentalmente en la incapacidad estatal de hacer cumplir por todos las leyes y los decretos”. Véase Waldmann, Peter, “Sobre el concepto de Estado anómico”, en Bernecker, Walther L. (comp.), Transición democrática y anomia social en perspectiva comparada, México, El Colegio de México-Servicio Alemán de Intercambio Académico-UNAM, 2004, pp. 103, 105-123.

Luhmann, Niklas, La sociedad..., cit., pp. 639-643.

Corsi, Giancarlo y De Giorgi, Raffaele, Ridescrivere..., cit., p. 24.

El caso de Ayotzinapa (septiembre de 2014) es ejemplar en ese sentido. Tras el asesinato y desaparición de 43 estudiantes, a la fecha ni la policía ni el gobierno estatal ni el gobierno federal ni la Procuraduría General de la República “saben” nada.

Giddens, Anthony, As conseqüências da modernidade, São Paulo, Fundação da Universidade Estadual Paulista, 1991.

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