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Vol. 40. Núm. 1.
Páginas 35-38 (Enero 2008)
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Situación de alto riesgo
High-Risk Situation
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Joaquín Morera Montesa
a Medicina Familiar y Comunitaria. Centro de Salud Mirasierra. IMSALUD. Área 5. Madrid. España.
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TABLA 1. Clasificación de beneficio/riesgo de intervenciones y tratamientos para pacientes
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Estamos en un momento de la práctica de la medicina en que es imprescindible reflexionar sobre lo que está ocurriendo. Es hora de analizar las influencias económicas, mediáticas, sociales o políticas, entre otras, en el acto médico. Debemos pararnos a pensar en lo que hacemos cada día, su porqué y, especialmente, en cuál es realmente el beneficio y cuál el riesgo de nuestra práctica para los pacientes.

Situaciones reales de hoy, un día cualquiera, de una consulta cualquiera atendida por un médico normal del sistema público de salud, nos servirán de ejemplo.

Mujer de 65 años, sin ningún factor de riesgo de fractura salvo menopausia natural a los 45 años, a la que el ginecólogo del área le solicita densitometría. Con T-score de ­1,7 en columna y 0 en cadera le pauta raloxifeno, calcio y vitamina D. Cuando se le explica a la paciente los riesgos del raloxifeno (aumento del riesgo de trombosis venosa), y los escasos beneficios por la mínima reducción de su riesgo de fractura, no entiende las diferencias de criterio y decide no tomar la medicación y consultar de nuevo con el ginecólogo. Cuando este médico comenta el caso con una compañera de su centro ésta le manifiesta su acuerdo con tratar a una paciente con osteopenia (tenga o no riesgo aumentado de fractura), porque así, supone, evitará el posterior desarrollo de osteoporosis, aunque no está de acuerdo con el fármaco elegido (ella hubiese elegido alendronato o residronato).

Independientemente de quién tenga más razón (desde el punto de vista científico), de quién apoye mejor su argumentación en las evidencias que haya encontrado o de las que disponga, lo que no es tema baladí, el desconcierto para la paciente seguro que ha sido descomunal.

Segundo caso: paciente que acude acompañada de su marido a la consulta tras ser atendida por un neurólogo privado con el diagnóstico (escrito) de temblor esencial, quien le ha pautado tratamiento con carbidopa/levodopa. Tras preguntarles si han recibido alguna otra información además de la escrita o si el neurólogo ha apuntado algún otro diagnóstico, les comunicamos nuestro desconocimiento de la indicación de este fármaco para el temblor esencial. Se les explica que nos parece que hay tratamientos más adecuados para su proceso, que el fármaco pautado por el neurólogo no está exento de riesgos y los citamos para un día próximo luego de revisar si existe algún estudio que justifique tal tratamiento. Los pacientes aceptan la cita y el planteamiento, pero no entienden nada. Tras realizar la revisión en MEDLINE de todo lo publicado sobre el tratamiento del temblor esencial, tanto revisiones como ensayos clínicos de los últimos 2 años (sólo se cita algunos ejemplos)1-7, no encontramos la indicación de tratamiento con carbidopa/levodopa.

Tras la consulta, el representante de un laboratorio nos entrega, como información científica de alto nivel, el «resumen» de un trabajo, ensayo clínico, a doble ciego y aleatorizado, que apoya el presumible beneficio de utilizar dexibuprofeno como sustituto del ácido acetilsalicílico para cuando haya que retirarlo días antes de intervenciones quirúrgicas. Según parece mantiene la misma actividad antitrombótica, podría evitar el riesgo de retirada del antitrombótico8, y sus efectos revierten en menos de 24 h. Tras localizar el artículo original9, comprobamos que el ensayo se ha realizado con «12 casos», 6 en tratamiento con acetilsalicílico y 6 con dexibuprofeno, en pacientes sanos y jóvenes y sin cirugía alguna. Aunque el estudio sea correcto y los resultados sobre la actividad plaquetaria bien analizados, nos parece prematura la indicación sin previo ensayo clínico en las circunstancias de uso que se le pretende otorgar.

Otro representante nos entrega las tablas «contenidas» en el Manual de Diagnóstico y Tratamiento del IPAG (International Primary Care Airways Group) para el diagnóstico precoz de la enfermedad pulmonar obstructiva crónica (EPOC). Según el folleto de la empresa farmacéutica, es para realizarlo en pacientes mayores de 40 años, fumadores o ex fumadores, con síntomas respiratorios y sin diagnóstico previo de enfermedad respiratoria. Al revisar el formulario nos llama la atención que una persona mayor de 70 años, que haya fumado un mes en su vida, que sea delgado (índice de masa corporal < 25,4) y no alérgico, sume la cantidad suficiente de puntos (más de 18) como para sospechar EPOC. Además, en estas tablas, se considera síntoma haber tenido «alguna vez» esputo sin estar resfriado (en toda una vida no habrá nadie que diga que no). Por ello, hacemos una búsqueda de las guías originales y del artículo en el que se basa el test. En la guía original10 de la que se ha extraído la tabla consta que es un test para utilizar en pacientes con historia indicativa de EPOC y en los que no hay sospecha de asma. En el artículo donde se diseña y se valida el test11 mediante análisis multivariable, vemos que realmente se ha investigado en fumadores y ex fumadores, mayores de 40 años. Es un test de cribado, con sensibilidad del 80,4% y especificidad del 72%. No nos queda más remedio que aceptar el test, aunque nos siga planteando dudas su aplicación en personas de edad. El tema es relevante, porque dada la especificidad, es posible que diagnostiquemos de EPOC, sin serlo, a pacientes mayores que han fumado alguna vez. Hay que tener en cuenta que en este grupo de edad, la espirometría, que es en lo que se basará fundamentalmente el diagnóstico definitivo, tiene dificultades de realización y un porcentaje nada desdeñable de falsos positivos.

También, y sirva como ejemplo de variabilidad en las prácticas preventivas, vemos que empiezan a realizarse pruebas de esfuerzo, ecocardiogramas y gran variedad de pruebas de imagen «de cribado» en un «paquete preventivo» para ejecutivos o altos empresarios.

Estos ejemplos ilustran las importantes diferencias de criterio y de actitud entre los médicos ante una misma situación, las múltiples fuentes de información científica con las dificultades que implica seleccionar la realmente útil y fiable, y la gran variedad de intereses que pueden actuar como condicionantes. Sin olvidar los diferentes niveles profesionales de competencia, formación y responsabilidad. Todo esto, en muchas ocasiones, tiene implicaciones importantes para los pacientes.

No hay duda de que la variabilidad y la incertidumbre están asociadas a la ciencia y al desarrollo del conocimiento y que cierto grado de variabilidad en los criterios de los profesionales también es positivo por significar un abanico de opciones para el paciente, siempre y cuando estén apoyados en la evidencia científica. Pero hay que considerar que las diferentes actitudes por parte de los médicos pueden suponer para el paciente tomar o no medicación, realizarse o no pruebas, dedicar más o menos tiempo a nuevas consultas con otros profesionales u otros especialistas o al cuidado y la atención de un proceso. También conllevan mayor o menor sobrecarga para familiares (no es una tontería para un hijo trabajador acompañar a su padre a múltiples consultas), mayor o menor utilización de recursos y mayor o menor gasto (para usuarios y para el sistema sanitario). Y algo fundamental, esta disparidad de criterios también puede implicar riesgo para el paciente, por exceso o por defecto. Es evidente el incremento de la iatrogenia en todos los países industrializados, claramente demostrado en Estados Unidos, como se ha dado a conocer en el devastador informe «Death by Medicine»12. A todo esto hay que añadir la incertidumbre, la desorientación y, finalmente, la desconfianza que pueden crear las opiniones diferentes, e incluso totalmente contradictorias, que se reciben de los médicos.

Estamos corriendo varios e importantes riesgos como consecuencia de las intervenciones médicas, especialmente si no están claramente justificadas. Si son técnicas diagnósticas pueden aumentar considerablemente los falsos positivos y posteriormente dar lugar a más actuaciones, en algunos casos cruentas. En el caso de intervenciones y tratamientos injustificados, la posibilidad, nada desdeñable, de complicaciones o de efectos secundarios, algunos de ellos muy graves e incluso mortales.

Alguien debería romper con esta dinámica. Compensar la información muchas veces tendenciosa y debida a intereses comerciales, corporativos o de lucro que se da a los pacientes y que no obra en absoluto en su beneficio.

¿Cómo evitar o minimizar los riesgos?

Parto de la base de que todas las actuaciones buscan el beneficio del paciente, y que los profesionales utilizan los mecanismos y las estrategias adecuadas para resolver la incertidumbre13. Pero los médicos realizan su práctica apoyándose en sus conocimientos, su experiencia y en sus fuentes de información (como los propios profesionales, de muy diversa calidad). Como actualmente se puede encontrar «evidencias» (mejores o peores) que apoyen nuestras decisiones, y como es inevitable que cada uno se actualice con la información que considere más oportuna, ya sea discutible o no su calidad científica, habrá que encontrar fórmulas para que todos «bebamos» de las mejores fuentes de información disponibles. Para ello, de acuerdo entre las sociedades científicas, que deberían unir esfuerzos y criterios entre ellas, se ha de insistir en las bases de datos de calidad, facilitar los accesos y la disponibilidad de éstas y enseñar la forma de actualizar la información. Utilizar recursos como las bibliotecas virtuales, que para beneficio de todos deben potenciarlas las instituciones públicas, como es el caso de la biblioteca virtual de la Comunidad de Madrid, y mejor aún si disponen de selecciones de calidad, como la biblioteca Cochrane, deberían ser la norma. Facilitar el acceso y la utilización de guías clínicas elaboradas de manera sistemática, y especialmente si han sido «certificadas» mediante sistemas de clasificación de evidencias y recomendaciones14, sería de gran ayuda para mejorar la información al paciente y favorecer la decisión clínica.

En segundo lugar debe compensarse la información tendenciosa, comercial y de consumo que implica a la medicina en los medios de comunicación. Una fórmula podría ser incluir programas divulgativos, elaborados por la comunidad científica, no mediatizados por poderes corporativos, económicos, políticos ni de cualquier otra índole, salvo los estrictamente científicos.

Para los casos en que la diferencia de criterios entre profesionales plantease dudas al paciente, no estaría de más que éste pudiese acudir a un «árbitro o comité consultor científico» que disipara sus dudas. Es cierto que montar comités de este tipo puede resultar difícil y costoso y que habría que encontrar procedimientos que asegurasen su absoluta independencia. Pero también es cierto que el paciente tiene derecho a poder resolver la duda de si operarse o no, o si realizarse o no una determinada prueba de riesgo, cuando dos profesionales le aseguran resultados similares con las opciones opuestas, y a lo mejor igual de correctas. Se puede argumentar que en estos casos es donde debe marcar la diferencia la relación médico-paciente, la confianza mutua y el respeto por los valores y creencias del enfermo. Pero esto no siempre es así, y por desgracia, cuando puede haber intereses de por medio, y también los hay en medicina, no siempre es «el que mejor vende» el que da el mejor producto.

Está clara la importancia de las preferencias del paciente en la decisión sobre su tratamiento15, y se han realizado diversas propuestas, como la elaborada por la US Preventive Services Task Force, para que antes de tomar una decisión puedan, planteándose diversas preguntas, mejorar el conocimiento de lo que se les oferta y así valorar y minimizar los riesgos de las intervenciones médicas.

Para facilitar una decisión autónoma, podría valorarse la elaboración de una clasificación de beneficio/riesgo para los pacientes, referente a la utilidad de las diferentes intervenciones y de los tratamientos y aplicado en cada caso concreto, similar a la de los niveles de evidencia de los estudios de investigación o el de la validez de las intervenciones preventivas. De forma que pudiésemos decirles, por ejemplo, que lo que les proponemos tiene para su caso una de las categorías de la tabla 1.

Evidentemente, incluir un tratamiento o una técnica en uno u otro nivel no puede depender de la opinión subjetiva, más o menos optimista, de cada médico. Sería necesario decidir, tras un análisis pormenorizado (y que no es la intención de este artículo), los criterios que definan cada categoría. En el caso de las pruebas podrían basarse, entre otras muchas posibilidades, en la sensibilidad, la especificidad y sus valores predictivos y en la probabilidad de complicaciones mayores y menores. En el caso de los tratamientos podrían definirse los niveles según los porcentajes de curación o mejoría esperada y el riesgo relativo de efectos secundarios o complicaciones.

Esto o algo similar, como la ruleta propuesta por Hoffman et al16, se podría mostrar a los pacientes cuando se les diera la información sobre su proceso, de forma que les ayudara a tomar una decisión.

El acto médico es una interacción entre personas con diferentes conocimientos, creencias, mitos, valores, experiencias, deseos, emociones y expectativas. Todo ello nos influye claramente a la hora de facilitar información. Por ello precisamos de herramientas que nos aporten objetividad, la necesaria para informar al paciente de forma que ejerza el derecho de elegir «su» mejor opción.

Por último, insistir en algo cada vez más importante. Todos los profesionales deben tener actitud crítica y un adecuado método de búsqueda de información para la resolución de problemas. Ello implica saber realizar la elaboración de preguntas, conocer las fuentes de información fiables y válidas, realizar lectura crítica y un conocimiento mínimo del método científico. Posiblemente con esto disminuyan las discrepancias y las diferencias de criterio.

Y en caso de duda... lo primero: no dañar.

Agradecimientos

A las Dras. Helena Navarro y Concepción Álvarez y al Dr. Jordi Custodi por sus comentarios sutiles, repletos de experiencia, que han significado magníficas aportaciones para la corrección y mejora de este texto.


Correspondencia: Dr. J. Morera Montes.

Centro de Salud Mirasierra.

Mirador de la Reina, 117. 28035 Madrid. España.

Correo electrónico: joaqmorera@hotmail.com

Manuscrito recibido el 5-3-2007.

Manuscrito aceptado para su publicación el 17-9-2007.

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