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Vol. 36. Núm. 2.
Páginas 13-26 (Julio - Diciembre 2015)
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Cosas que calla Cervantes (Quijote, I, 46-52)
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Margit Frenk
Universidad Nacional Autónoma de México Facultad de Filosofía y Letras
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Una lectura cuidadosa del Quijote revela que la genial novela no sólo está hecha con palabras. Como toda gran obra literaria, la obra cervantina está llena de silencios. El narrador (que no puede ser equiparado con Cervantes, como hemos establecido en otra ocasión) calla y omite ciertos detalles, o los dice a medias. El presente texto discute las omisiones cervantinas y las hace patente con tres ejemplos, extraídos de la primera parte de la novela, que más que descuidos o inconsistencias, como han querido ver algunos, los silencios de Cervantes nos muestran el cuidado con que el autor armó su escritura.

A careful reading of Don Quixote shows that this masterly novel is not composed of words alone. As all literary masterpieces, the Cervantine work is full with silence. The narrator (who cannot be identified with Cervantes, as we have established before) keeps silent and skips over certain details, or gives partial accounts of them. This paper discusses some Cervantine omissions, and evidences by means of three passages from the first part of the novel that such silences are not overlooks or inconsistences, as some have suggested. Instead, Cervantes’ silence shows the great writing skill of the author.

Palabras clave:
Quijote
Cervantes
escritura cervantina
silencio.
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Conviven encel arte de Cervantes, entre otras muchas, dos facetas opues-tas: por un lado, el gusto por las descripciones muy detalladas; por otro, una tendencia a callar ciertas cosas. Los silencios suelen pasar inadvertidos por los lectores, que, atrapados por la fascinante narración, siguen adelante sin volver la cabeza.

En ocasiones, una lectura cuidadosa revela leves indicios de algo que el autor, a la vez, se empeñó en ocultar. Un buen ejemplo es el nombre original de don Quijote: tres señales aisladas muestran que su creador le puso en su imaginación el apellido de Quijana (Frenk, 2013a: 37-47), pero lo escondió entre otros nombres posibles. Las más veces, sin embargo, no hay ni siquiera esos indicios, y de ello tenemos un ejemplo precioso justamente en relación con ese nombre y con ese ocultamiento. Porque no sólo Pedro Alonso, “labrador de su mesmo lugar y vecino suyo” (I, 5), conocía a su “compatrioto” como “señor Quijana”, sino también el cura, el barbero y Sancho Panza (aparte, claro, del ama y la sobrina). Pero ninguno de ellos menciona el nombre una sola vez, y durante muchos capítulos ninguno de ellos lo llama tampoco por su nuevo nombre, porque sólo oímos “don Quijote” en boca del propio personaje y, sobre todo, en voz del narrador, que lo ha hecho suyo desde el primer momento.

Hay ocultaciones aún más notables. Me referiré a tres de ellas, situadas en los últimos capítulos del Quijote de 1605. Veremos la enorme habilidad de Cervantes para omitir información que por razones de estrategia artística no quiere revelar, y cómo logra que saltemos por encima de esos huecos sin siquiera percatarnos de su existencia.

En ocasiones, Cervantes nos proporciona información incompleta, ocultando un elemento que puede ser crucial. Tal es el caso de la jaula en que llevan a don Quijote a su aldea en el último capítulo de la Primera parte.

La “desaparición” de la jaula

Pregúntese a cualquier buen lector del Quijote: ¿cómo regresa don Quijote a su casa al final de la Primera parte? Muy probablemente dirá que encerrado en una jaula —cruel y humillante espectáculo—, añadiendo quizá que sobre un carro de bueyes. Y sus buenas razones tiene para ello. Pero no hay tal; al menos, no ocurre así en el texto de Cervantes. Veamos.

El capítulo 46 nos ha relatado cómo, para llevar a don Quijote a su aldea sin que se les escape, los de la venta, instigados por el cura, hacen “una como jaula, de palos enrejados, capaz que pudiese en ella caber holgadamente don Quijote” y, estando él dormido, “le ataron muy bien las manos y los pies, de modo que cuando él despertó con sobresalto no pudo menearse”, y “trayendo allí la jaula, le encerraron dentro, y le clavaron los maderos tan fuertemente, que no se pudieran romper” (46: 536-537). Rodeado de figuras disfrazadas, que él cree fantasmas, don Quijote se convence de que va encantado.

Unas palabras suyas nos muestran cómo va en su “cárcel”, pues, citando a Petrarca, habla del “duro campo de batalla [el] lecho en que me acuestan” (46: 538; aquí y en adelante, las cursivas son mías). Cuando en el capítulo siguiente se inicia la cami-nata, la voz del narrador nos dice que “don Quijote iba sentado en la jaula, las manos atadas, tendidos los pies y arrimado a las verjas” (47: 543). El hecho de que aparezca primero acostado puede explicarse porque así tendrá que estar cuando al fin entren en el pueblo, y eso mismo permite entender por qué la jaula tiene que ser suficientemente “holgada”; todo está previsto, todo, trabajado por el artífice que fue Cervantes.

La jaula se menciona repetidas veces en los capítulos subsiguientes. Cuando, en el 49, don Quijote logra salir de ella —“debajo de su buena fe y palabra le desenjaularon, de que él se alegró infinito” (49: 561)— y está en compañía del resto de la comitiva, llega un momento en que el canónigo le dice que los libros de caballerías “le han traído a términos que sea forzoso encerrarle en una jaula y traerle sobre un carro de bueyes, como quien trae o lleva algún león o algún tigre de lugar en lugar” (563). Por su parte, don Quijote, en una larguísima respuesta, dirá: “y aunque ha tan poco que me vi encerrado en una jaula como loco [...]” (50: 564). Ésta es la última vez que se menciona la jaula en toda la Primera parte del Quijote. ¿Qué ocurre después?

Cuando, tras el tremendo golpe que le ha asestado uno de los disciplinantes, vuelve don Quijote en sí, lo oímos decir: “Ayúdame, Sancho amigo, a ponerme sobre el carro encantado” (52: 588). No menciona la aborrecida jaula. Luego vemos que “pusieron a don Quijote en el carro, como antes venía”, palabras que pueden llevarnos a pensar que nuevamente lo enjaularon; pero la palabra jaula no está en el texto. Lo que sigue es que “el boyero unció sus bueyes” y, más piadoso que quienes lo habían acostado en un duro lecho, “acomodó a don Quijote sobre un haz de heno” (52: 589).

Viene inmediatamente después la entrada en la aldea: “entraron en la mitad del día, que acertó a ser domingo, y la gente estaba toda en la plaza, por mitad de la cual atravesó el carro de don Quijote.1 Acudieron todos a ver lo que en el carro venía y, cuando conocieron a su compatrioto, quedaron maravillados” (589). Si hubiera querido, Cervantes habría escrito: “Acudieron todos a ver lo que en la jaula venía y, cuando conocieron a su compatrioto, quedaron maravillados” (más abajo veremos qué otra cosa pudo dejarlos tan sorprendidos). Un muchacho, entonces, “acudió corriendo a dar las nuevas a su ama y a su sobrina de que su tío y su señor venía flaco y amarillo y tendido sobre un montón de heno y sobre un carro de bueyes” (589): todos los detalles, menos la jaula, que es lo que tiene que haber impresionado más a la gente.

Porque la jaula nunca ha desaparecido: en ningún momento se nos ha dicho, por ejemplo, que el cura ha ordenado quitarla, ni siquiera cuando don Quijote va malherido y no puede escaparse ya. Por lo tanto, la jaula está ahí, sobre el carro de bueyes y con don Quijote dentro. Ésa fue la intención de Cervantes. ¿Cómo lo sabemos? En el capítulo 7 de la Segunda parte, oímos al ama de don Quijote decirle a Sansón Carrasco: “La vez primera nos le volvieron atravesado sobre un jumento, molido a palos. La segunda vino en un carro de bueyes, metido y encerrado en una jaula” (II, 7: 678). El ama no presenció personalmente el espec-táculo, pero se ha enterado de todo por los vecinos y por el propio cura, quien les contó a ama y sobrina de don Quijote “lo que había sido menester para traelle a su casa” (I, 52: 589).

Cervantes se las ha ingeniado para hacer desaparecer la jaula del texto del capítulo I, 52, acaso para ahorrarnos a los lectores la pena de ver a don Quijote humillado ante su gente. Con esmero artesanal, ha realizado uno de sus maravillosos malabarismos.2 Después de que don Quijote pide a Sancho que le ayude a ponerlo “sobre el carro encantado”, y como si hubiera captado la omisión de la palabra jaula, el narrador, compasivo, evitará por su parte mencionarla de ahí en adelante.

Si el apellido Quijana aparece al principio de la obra (capítulos 1 y 5) y reaparece sólo al final de ella (II, 74), la famosa jaula de don Quijote, en cambio, está muy presente en los capítulos 46 a 50, y luego el texto nos la oculta mañosamente, para hacerla reaparecer sólo en la Segunda parte.

¿Qué traía puesto don Quijote en la jaula?

Esta vez la pregunta no puede tener respuesta: no hay absolutamente ningún indicio en el texto, ni la menor insinuación. Cervantes, tan amigo de describir las prendas que traen puestas los personajes, aquí ha guardado total mutismo. Si una impertinente curiosidad nos lleva a tratar de escudriñar el asunto, ¿qué es lo que encuentra? Que, como hemos visto, agarraron a don Quijote dormido, le ataron pies y manos y lo acostaron en una jaula. Y bien sabemos lo que traía puesto él en la venta cuando dormía. En el episodio de los cueros de vino, don Quijote, sonámbulo, es visto por todos los de la venta (35: 415-416) “en el más estraño traje del mundo”: “Estaba en camisa, la cual no era tan cumplida que por delante le acabase de cubrir los muslos y por detrás tenía seis dedos menos” (recordemos que en Sierra Morena don Quijote se ha fabricado un rosario con una tira arrancada de su camisa). Además, vieron que “las piernas eran muy largas y flacas, llenas de vello y no nada limpias”. Dorotea, “que vio cuán corta y sotilmente estaba vestido, no quiso entrar” (416). Don Quijote estaría con esa misma camisa tan precaria cuando fue enjaulado y, dado que no se nos indica lo contrario, así debe de haber permanecido.

En el capítulo 37, don Quijote decide salir de su camaranchón inundado y le dice a Sancho: “dame de vestir”, y “diole de vestir Sancho” (37: 435). Antes, al final de su estancia en Sierra Morena, en el capítulo 29, ha contado el narrador que Sancho dice haber encontrado a su amo “desnudo en camisa”, además de “flaco, amarillo y muerto de hambre” (29: 334), y más adelante, los que van al rescate de don Quijote lo hallan “ya vestido, aunque no armado” (337).

Son dos antecedentes de lo que habría podido ocurrir, y no ocurre, después, cuando el pobre caballero va en la jaula. Cabría esperar, en efecto, que en cuanto le permiten a don Quijote salir de la jaula, pidiera su ropa —¿dónde ha quedado, por cierto?— a Sancho y que él se la diera. Pero nada. Tenemos que deducir, entonces, que don Quijote sigue todo el tiempo “desnudo en camisa”, lo cual nos lleva a leer de otra manera los últimos capítulos de la Primera parte. Y no podemos sino preguntarnos por qué no se menciona en ningún momento la semidesnudez del héroe. ¿Será acaso para evitar contaminar con un trazo grotesco lo que para don Quijote ha sido y es una gran desgracia?

Cuando el canónigo y su gente se topan con la comitiva y ven a don Quijote “enjaulado y aprisionado” (47: 543), se tienen que haber sorprendido y “admirado” también de verlo con tan poca ropa encima. Quizá no fue sólo la presencia de cuadrilleros lo que hizo pensar al canónigo que el enjaulado “debía de ser algún facinoroso salteador o otro delincuente” (47: 543).

Después don Quijote sale de la jaula, comparte el almuerzo con los demás y escucha al cabrero; todo ello, al parecer, puesta sólo aquella camisa venida a menos y con aquellas largas piernas velludas y no nada limpias a la vista. El cabrero cuenta la historia de Leandra, que todos escuchan con gran placer, y don Quijote se ofrece a recuperar a su amada. Entonces, “miróle el cabrero y, como vio a don Quijote de tan mal pelaje y catadura, admiróse [...]” (52: 583).

No habíamos oído tales palabras, ni las volveremos a oír. En casi todos los encuentros de don Quijote, quienes lo ven se quedan perplejos ante “su figura”, “su estraña figura”, “su talle”, o a lo sumo el “mal talle” que ven las mozas de partido en el segundo capítulo. La expresión “de tan mal pelaje y catadura” se refiere seguramente al aspecto físico de don Quijote en general; pero la palabra pelaje tenía también, según el Diccionario de autoridades, una acepción más específica y no poco importante aquí: “[...] disposición y calidad de alguna cosa, especialmente del vestido”. Ésta sería, pues, la primera alusión velada a la semidesnudez del caballero.

Prosigue el narrador: el cabrero “admiróse y preguntó al barbero, que cerca de sí tenía”:

  • —Señor, ¿quién es este hombre que tal talle tiene y de tal manera habla?

  • —¿Quién ha de ser —respondió el barbero— sino el famoso don Quijote de la Mancha, desfacedor de agravios, enderezador de tuertos, el amparo de las doncellas, el asombro de los gigantes y el vencedor de las batallas?

  • —Eso me semeja —respondió el cabrero— a lo que se lee en los libros de caballeros andantes, que hacían todo eso que de este hombre vuestra merced dice, que para mí tengo o que vuestra merced se burla o que este gentilhombre debe de tener vacíos los aposentos de la cabeza (52: 583).

Don Quijote monta en cólera, toma un pan “y dio con él al cabrero en todo el rostro, con tanta furia, que le remachó las narices”. El cabrero, que no sabe de burlas, responde, y comienza una pelea cuerpo a cuerpo en que intervienen todos, y el barbero hace “de suerte que el cabrero cogió debajo de sí a don Quijote, sobre el cual llovió tanto número de mojicones, que del rostro del pobre caballero llovía tanta sangre como del suyo” (584). Don Quijote ya no es el que era. Ahora es sólo un pobre loco mal vestido que pelea como villano con otro villano, a puñetazos, revolcándose con él en la tierra, todo ensangrentado.

Siempre me había sorprendido la reacción de todos los circunstantes (salvo Sancho); su gran “regocijo y fiesta”. Se nos dice que “reventaban de risa el canónigo y el cura, saltaban los cuadrilleros de gozo, zuzaban los unos y los otros, como hacen a los perros cuando en pendencia están trabados” (584). Como perros. Ahora creo entender por qué tanto regocijo: don Quijote estaría, además de todo, prácticamente desnudo.

Cuando interrumpe la pelea para enfrentarse a los disciplinantes, todo desnudo y ensangrentado, montado y apretando “los muslos a Rocinante, porque espuelas no las tenía” (585), el espectáculo debe de haber sido igualmente jocoso. Así podría explicarse una frasecita, al parecer enigmática, que suelta el narrador cuando uno de los clérigos que van cantando la letanía: “viendo la estraña catadura de don Quijote, la flaqueza de Rocinante y otras circunstancias de risa que notó y descubrió en don Quijote [...]” (586). Ésta sería la segunda alusión velada a la semidesnudez de nuestro pobre caballero.

Y hay más: a las palabras que les dirige don Quijote, los disciplinantes responden con risas: “En estas razones cayeron todos los que las oyeron que don Quijote debía de ser algún hombre loco, y tomáronse a reír muy de gana” (586). Nada semejante había ocurrido antes. Aun los que al oírlo hablar se daban cuenta de su locura, como los mercaderes toledanos y Vivaldo, no se reían de él. Y es que su apariencia misma y el hecho de que viniera armado y con su lanza y su adarga o rodela infundirían cierto respeto. En la venta habrá momentos en que la gente se ría de él y de sus locuras (“No menos causaban risa las necedades que decía el barbero que los disparates de don Quijote”, 45: 524); pero nadie se ríe en su cara. Ahora, casi al final de la Primera parte, don Quijote aparece totalmente disminuido: desarmado, desvestido, sin espuelas, sin su lanza. Ya sólo trae una adarga y la espada que le ha pedido a Sancho para enfrentarse a los disciplinantes.

¿Qué se hicieron, por cierto, la armadura y las armas de don Quijote? Lo único que sabemos es que, ya enjaulado él y a punto de que la comitiva saliera de la venta, “colgó Cardenio del arzón de la silla de Rocinante, del un cabo, la adarga y, del otro, la bacía” (47: 541). Nada se nos dice —nuevo silencio— de la armadura ni de la lanza. Por lo demás, todavía aquí le quedan las palabras, pero éstas, unidas a su lamentable presencia, sólo causan la hilaridad de sus adversarios, hilaridad que despierta la furia de don Quijote y provoca en un instante el desenlace. Las últimas palabras que, dirigidas a Sancho, le oímos decir a don Quijote son: “[...] será gran prudencia dejar pasar el mal influjo de las estrellas que agora corre” (588).

Don Quijote regresa, pues, a su aldea por segunda vez, ante la mirada atónita de la gente, flaco y amarillo, tirado sobre un haz de heno en-cima de un carro de bueyes, pero además, sin que se nos diga, dentro de una jaula y apenas cubierto por la “sutil” prenda de vestir que usaba para dormir.

El cura y el barbero, ¿fantasmas o personas reales?

Los silencios estudiados no son ciertamente los únicos en la gran obra de Cervantes. Hay muchos más. Pero ciñéndonos a los últimos capítulos de la Primera parte, vale la pena detenernos en otro más, igualmente interesante.

Para poder aceptar su prisión, don Quijote necesita pensar que está encantado y que los disfrazados que lo rodean son fantasmas. Así lo había previsto el cura, “trazador desta máquina” (46: 536-537) y así ocurre.

Fantasmas son para él el cura y el barbero, quienes, cubiertos los rostros, van detrás del carro de los bueyes con la jaula. Sancho los ha identificado, pues desde el momento mismo en que aprisionan a su amo ha sido el único de todos los presentes que estaba “en su mesmo juicio y en su mesma figura” y “no dejó de conocer quién eran todas aquellas contrahechas figuras” (537). Cuando, ya en camino a la aldea, don Quijote le cuenta al canónigo que va encantado y el cura se apresura a confirmarlo, Sancho, exasperado, se atreve a defender su verdad ante el canónigo, el cura y el barbero, reunidos frente a la jaula de don Quijote, que no sabemos si oye o no las palabras de su escudero. Sancho lanza estas memorables palabras:

  • —Ahora, señores, quiéranme bien o quiéranme mal por lo que dijere, el caso de ello es que así va encantado mi señor don Quijote como mi madre: él tiene su entero juicio, él come y bebe y hace sus necesidades como los demás hombres [...]

Y enseguida:

  • —¡Ah, señor cura, señor cura! ¿Pensaba vuestra merced que no le conozco y pensaba que yo no calo y adivino adónde se encaminan estos nuevos encantamentos? Pues sepa que le conozco, por más que se encubra el rostro, y sepa que le entiendo, por más que disimule sus embustes (47: 545).

El cura se queda callado. Sancho, que dice algo parecido al barbero, volverá a la carga cuando esté a solas con don Quijote. Mientras el canónigo y el cura, apartados del carro, sostienen una muy extensa conversación sobre libros de caballerías y sobre las comedias al uso, Sancho se acerca a don Quijote y le espeta:

  • —Señor, para descargo de mi conciencia le quiero decir lo que pasa cerca de su encantamento, y es que aquestos dos que vienen aquí cubiertos los rostros son el cura de nuestro lugar y el barbero, y imagino han dado esta traza de llevalle desta manera, de pura envidia que tienen como vuestra merced se les adelanta en hacer famosos hechos. Presupuesta, pues, esta verdad, síguese que no va encantado, sino embaído y tonto (48: 557).

Ante esta embestida, don Quijote se extiende en una larga explicación para probarle a Sancho que se equivoca. Entre otras cosas, le dice:

  • Si ellos se les parecen, como dices, debe de ser que los que me han encantado habrán tomado esa apariencia y semejanza [...], para darte a ti ocasión de que pienses lo que piensas y ponerte en un laberinto de imaginaciones, que no aciertes a salir dél [...] y también lo habrán hecho para que yo vacile en mi entendimiento, y no sepa atinar de dónde me viene este daño (558).

Y añade: “yo me veo enjaulado y sé de mí que fuerzas humanas, como no fueran sobrenaturales, no fueran bastantes para enjaularme”.

Sancho, desesperado, “dando una gran voz”, exclama: “¿Y es posible que sea vuestra merced tan duro de celebro y tan falto de meollo, que no eche de ver que es pura verdad la que le digo [...]?” Don Quijote se defiende con estas palabras definitivas:

  • Yo sé y tengo para mí que voy encantado, y esto me basta para la seguridad de mi conciencia, que la formaría muy grande si yo pensase que no estaba encantado y me dejase estar en esta jaula perezoso y cobarde, defraudando el socorro que podría dar a muchos menesterosos (49: 560).

Notemos, de paso, que don Quijote no menciona aquí —ni en ningún otro lugar— a la princesa Micomicona y al compromiso que ha contraído de matar al gigante y ponerla en su trono. Es como si en el fondo aceptara lo que Sancho le ha dicho: que la princesa es en realidad “una dama particular llamada Dorotea” (37: 435) y que la ha visto “hocicándose con uno de la venta” (46: 533), lo cual implica algo totalmente inaceptable para él: que todo ha sido un engaño. Y ahora Sancho lo ha vuelto a poner ante la misma alternativa: ¿verdad o engaño? Y es sumamente interesante ver cómo hace Cervantes que el propio don Quijote se plantee la alternativa, con ese “si yo pensase que no estaba encantado” y ese “la formaría muy grande” (formaría un gran cargo de conciencia).

Si Sancho ha dicho su verdad “para descargo de su conciencia”, ahora don Quijote, tan necesitado de una tabla de salvación, se agarra de la “seguridad” de la suya. Viene a decir que forzosamente tiene que pensar que va encantado; de lo contrario, reconocería que todo ha sido engaño y que él es objeto de una terrible manipulación. Algo se está moviendo dentro de él a raíz de la angustiada insistencia de Sancho, y en lo hondo ha surgido la duda: ¿si realmente esos que creo fantasmas son el cura de mi lugar y el barbero? Las consecuencias serían terribles; lo sumergirían a él, que no a Sancho, en “un laberinto de imaginaciones” del que no acertaría a salir y lo harían vacilar en su entendimiento y no saber de dónde le vino todo el daño. Ante esa espantosa perspectiva, le es forzoso decirse a sí mismo: “Yo sé y tengo para mí que voy encantado, y esto me basta”.

Pero nosotros tenemos que preguntarnos: ¿en qué momento reconoce don Quijote al cura y al barbero y qué ocurre en su interior cuando se percata de que, en efecto, son ellos? El texto no nos dice absolutamente nada al respecto. En algún momento tienen que haberse quitado ambos sus antifaces, a más tardar cuando se sientan todos a comer sobre la fresca hierba, a la vista de don Quijote. El silencio que pesa sobre esto es quizá aún más inquietante que el que pesa sobre la desaparición de la jaula y sobre lo que traía puesto don Quijote.

Desde el momento en que la narración de los hechos da un brusco giro y otros personajes le fabrican a don Quijote una ficticia realidad a modo, ya con el supuesto intento de llevarlo a su aldea para tratar de curar su locura (el cura y sus ayudantes, desde I, 26),3 ya para protegerse (Sancho, sobre todo desde II, 10), ya para divertirse a costa de él (los duques, a partir de II, 30, y don Antonio Moreno, desde II, 62), desde ese momento deben ocurrir en el interior de don Quijote cosas que no sabemos, de las que no nos enteramos nunca. Sólo podemos sospechar, con base en minúsculos indicios textuales, que en ciertos momentos surgen dudas en el fondo de su espíritu, siempre provocadas por las verdades que le revela Sancho Panza.

Ante la posibilidad, y aun probabilidad, de que los que he llamado silencios y ocultaciones sean considerados por algunos como meros descuidos de Cervantes, reitero mi convicción de que se trata en cada caso de una muy pensada estrategia artística. No dudo de que, en su paso por reiteradas revisiones y enmiendas del texto del Quijote, Cervantes incurriera en algunos descuidos; los epígrafes fuera de su lugar parecen confirmarlo, lo mismo que la omisión y luego desplazada inserción del robo del rucio. Y todo indica que Cervantes no era un buen relector de su propio texto. Pero este gran creador fue sumamente cuidadoso y trabajó de manera admirable casi todos los episodios. Era también muy capaz de poner a prueba la sagacidad de sus lectores, poniéndoles trampas y haciéndoles jugarretas que los desconcertaran. Mejor, entonces, pensar, en casos de duda, que lo que parece un descuido fue en realidad una de las infinitas travesuras de Cervantes.

Bibliografía recomendada
[Cervantes, 1998]
Cervantes, Miguel de. Don Quijote de la Mancha. Ed. Francisco Rico. 2 vols. Barcelona: Instituto Cervantes /Crítica, 1998.
Bibliografía
[Frenk, 2013a]
Frenk, Margit. “Alfonso Quijano no era su nombre”, en Cuatro ensayos sobre elQuijote’. México: Fondo de Cultura Económica, 2013a.
[Frenk, 2013b]
Frenk, Margit. “El prólogo de 1605 y sus malabarismos”, en Cuatro ensayos sobre elQuijote’. México: Fondo de Cultura Económica, 2013b.

Un lector atento no puede dejar de contrastar esta escena con la del primer regreso de don Quijote a su pueblo, en el capítulo 5: el compasivo labrador Pedro Alonso, que lleva al pobre hidalgo acostado como costal sobre su burro, espera a que anochezca antes de entrar, para que la gente no vea tan triste espectáculo...

Remito a “El Prólogo de 1605 y sus malabarismos”, en Frenk, 2013b: 11-19.

“Vino el cura en un pensamiento muy acomodado al gusto de don Quijote y para lo que ellos querían” (298).

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